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Inicio / Cuenteros Locales / AnitaSol / El hombre que salvó a Hitler

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Escribo esto para eclipsar el peso, bajo él me siento oprimido, desvalido, profundamente triste.
Debo comenzar por el principio:
Quiso el destino que naciera un 30 de agosto de 1891 en Leamington, Warwickshire, y que pasara mi infancia en la soledad de un orfanato. Pero también quiso, que mis pobres orígenes y las dificultades de mi niñez, forjaran un carácter valiente y generoso, que me permitió llegar a formar parte del ejército de mi Nación y participar en gestas con heroísmo y aptitud. Así pude cosechar el mejor galardón al que pudiera aspirar: el reconocimiento, que se materializó en la DCM al mérito y valor en Vaulx Vraucourt, el MM al heroísmo en Havrincourt y finalmente la Cruz de la Victoria en Marcoing
Reconocimientos y honores que son hoy la fuente de mi pesar. Al mismo tiempo premio y castigo, luz y oscuridad.
Yo no sé si en la guerra vale todo, pero sí sé que es una prueba, que bajo el fuego cruzado se descubre la intrínseca naturaleza y el instinto innato. Que pone al descubierto el horror y el flagelo, y que sólo quién estuvo frente a frente con un enemigo a punta de fusil, temiendo a la muerte, temiendo por la vida y preguntándose si existe un Dios puede definirla.

Comencé estas líneas transmitiendo mi dolor y vuelvo a ese principio:
Mi padecimiento comenzó en 1933 cuando, lejos ya de los ruidos de la guerra, trabajando para poder sostener a mi familia en una fábrica en Coventry recibí la noticia de que Adolf Hitler, inaugurando su poder como Fuhrer quería agradecerme el gesto de haberle salvado la vida, una vez, cerca de Camabraí, mientras actuaba en el Pelotón del regimiento “Duque de Wellington” de los Green Howards.
A pesar de que creo que no es uno quién actúa en esos instantes de tensión, me sedujo la idea de arrogarme el valor, la honradez, la conmiseración que un gesto así significa: haberle salvado la vida a un cabo alemán desvalido y sangrante, devenido en canciller de la República Alemana y posteriormente en su máxima autoridad.
Sin embargo fue ese gesto, ese simple acto el que me atormentó el resto de la vida y aún hoy cuando estoy viviendo mis últimos instantes pesa sobre mí.

Ya hace unos años, mientras la ciudad que me acogió y me brindó trabajo era bombardeada, mientras miles de niños, jóvenes y viejos morían, mientras oía de los campos de concentración y las torturas, no pude más que sentir pena por mi mismo por estar condenado a ser quién le salvo la vida a Hitler, un triste soldado alemán abandonado y herido quién mucho después permitió que las mayores atrocidades del presente siglo se cometieran.

Hoy, cuando no valen ni medallas, ni premios, cuando se desvanecen los méritos y uno queda a solas con la conciencia y el dolor, esa pena me atormenta. La angustia de haber sido soberbio, vano, ambicioso y arrogarme el mérito de perdonar la vida, y no porque no fuera dueño de mis actos en ese instante decisivo, sino porque sencillamente yo nunca tuve a Hitler a punta de fusil. Yo nunca lo vi herido y tirado, triste y aterrorizado, yo simplemente no estuve allí.
Y esa es mi pena y mi tortura: haberme erigido en salvador y no ser más que una mentira.

Texto agregado el 05-10-2006, y leído por 340 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
20-12-2006 Agradable ivanoski
16-11-2006 Bien relatado. El individuo debiera sentirse aliviado de no haber salvado a Hitler. galadrielle
19-10-2006 interesante texto... 24horas
05-10-2006 Para el huerfano-soldado- hoy ciudadano: Nadie debe sentirse culpable por acciones realizadas en momentos tan especiales como los más arriba detallados. Para el escitor: Lo relatado demuestra, una vez más, que el odio convertido en locura, transforma al hombre en un algo que no tiene explicación lógica, pero si un recado para transmitirlo a la eternidad: NO PERMITIR QUE ELLO OCURRE NUEVAMENTE!!! surenio
05-10-2006 hermoos o escrito felictaciones5* yeyson
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