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buscando el tercer propósito


Escribir un libro, plantar un árbol, y tener un hijo. Eran esos los amplios y generales propósitos que todo hombre debía tener “in mente” como objetivos esenciales de vida. Él había escrito un libro, inédito aún -se entiende-, y en la quinta de sus abuelos había plantado varios árboles. Soltero, todavía no había alcanzado una pareja estable. Y como ya superaba los treinta, el tema del tercer propósito le preocupaba. En su fantasía, tampoco desmentida por la realidad, tenía la sospecha de que era estéril, y que nunca podría engendrar un hijo. Y su retraimiento habitual se acentuaba con tales ideas preconcebidas, que venían a impedirle relacionarse con un poco de intimidad con el sexo opuesto.
Concurría, entonces, a las plazas, reiteradamente, provisto del necesario diario, o de un libro. En realidad contemplaba con extática fascinación a los niños de diversas edades que jugaban en ellas, y a sus madres, que habitualmente se vinculaban con naturalidad entre sí, conversando, prestándose objetos- desde material de lectura hasta pañuelos de papel-, o convidándose cigarrillos y vigilando solidariamente a sus niños. Esa camaradería femenina la sentía como una cofradía, como la logia que se produce entre hombres cuando discuten y se empeñan en componer el motor de un auto. Y él se sentía absolutamente excluido de esa asociación madre-hijo, creyendo sinceramente que el impedimento para integrarse era inevitable e irreversible.
Estaba un día leyendo, sentado en un banco de la plaza que había descubierto recientemente, cuando los vio. Llegaron tomados de la mano. Ella se sentó en un sitio iluminado por el sol. El niño se fue a jugar inmediatamente, y entonces ella sacó un libro del bolso, entre el pan y las verduras y comenzó a leer. Al cabo de dos o tres páginas lo miró. Jugaba en las hamacas. A pesar del vaivén, no dejaba de mirarla. Sonrió y volvió al libro. Al rato, levantó nuevamente la vista. Había ascendido al tobogán. Una vez arriba, se largó deslizándose, y la saludó desde el suelo con la mano. Ella fumaba, leía y volvía a fumar. Buscó la pala y el balde, y corrió hacia el arenero. Arrojó el cigarrillo y cerró el libro. Recogió los juguetes y caminó hacia ella arrastrando los pies. Quedaban dos huellas que contempló por encima del hombro mientras las iba trazando. Saltó sobre sus faldas al llegar al banco, rodeándola con la pala y el balde. Ella lo besó varias veces. Después comenzaron a alejarse, conversando de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo.
Convencido de que eran ellos, se incorporó sin dudarlo y se les acercó presuroso. Al verlo, la madre se detuvo, y el niño saltó a sus brazos. Ella también lo abrazó, para luego besarlo confiadamente en la mejilla.
-¿Venís a almorzar con nosotros?- preguntó algo extrañada-. ¿Ya saliste de la oficina?
-Tuve un rato libre, y quise pasar a ver si estaban por aquí- contestó él con naturalidad-. No, no puedo ir a casa ahora, pero prometo volver temprano, ¿de acuerdo?
-Te esperamos.
Y la madre con el niño se alejaron, conversando animadamente de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. Al llegar a la esquina, se volvieron para saludarlo. Él contestó con insistentes movimientos de una mano, hasta perderlos de vista entre la gente.
Algunas semanas más tarde tornaría a encontrarlos en esa plaza, que le costó su buen trabajo volver a ubicar. La misma emoción del descubrimiento, y el breve diálogo, similar. Luego, nada. Regresaba a la rutinaria soledad de siempre. Cuando quiso conocer el nombre de la plaza, comprobó que no figuraba en ninguna parte del predio; las calles circundantes también carecían de nombre. Y tampoco estaba dibujado ese espacio verde en los mapas de la ciudad.
Bueno, él nunca había trabajado en una oficina. Y presumiblemente, ellos todavía no eran reales. Pero llegó a añorar y desear ese encuentro con tal intensidad que, aunque breve y espaciado, era para su existencia actual una necesidad insoslayable.
Sabía, en algún rincón de su torturada mente, que cuando esas calles recuperaran el nombre, y la plaza mostrara orgullosa su cartel identificatorio, ella sería definitivamente su mujer, y el niño, el hijo que tendrían o tuvieron algún día.




Texto agregado el 26-01-2004, y leído por 380 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
27-01-2004 Al igual que en "Voces" recrea aqui estupendo el teatro de la mente. Ese hilo finito que desliza cuando como al pasar va desgranando, miradas al ser social, son ventanas abiertas que ventilan el texto con peculiar riqueza. Buen trabajo. gracias por compartirlo hache
26-01-2004 Aunque me pareció que sobra esa explicación de la búsqueda del parque, pues a mi ver se entiende que no existe, el relato es muy bueno. flucito
 
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