| LADY MACBETH
 
 
 
 Mientras las horas de una tarde triste
 se alcanzan a divisar,
 las aguas de un río turbulento
 se oyen pasar.
 
 
 Inverness, en lo alto de la loma el Castillo y a ras de la tierra se expanden las sombras del eclipse propagando el temor de los seres vivos.
 En los dominios de la aridez sepulcral, hechizos misteriosos traspasan los umbrales infinitos.
 Una carta entre las manos pregona el cumplimiento de un augurio: “than de Candor”; y, oculta entre las piedras, existe la falsa confianza de la “venidera noble fortuna" y la "esperanza real".
 La inteligencia agita ideas tormentosas, sentimientos nauseabundos que las alas de los cuervos abrigan de la noche.
 
 El secreto ha agotado su paciencia y no hay quien niegue el mundo de lo absurdo; la lluvia, agotada, simplemente se aleja...
 
 Los pasos apagados del tormento, antes presurosos, tratan de ocultar el horror del silencio mudo: ¡Que no despierte del sueño palaciego, el invitado no invitado al camino eterno...!
 Los nervios se violentan y los sentidos se agudizan; el sudor se congela en los poros, y el corazón bate en las venas.
 
 El aliento y la penumbra, aún no dejan de ser oscuros...
 
 Ahí se encuentra el puñal, ahí se presenta la imagen clandestina, ahí está el cegador de la mano estéril... Pero Dios, no está...
 Las estrellas reflejan su impotencia, los infiernos desgajan sus dominios a la peste mortecina y, la suave niebla, temerosa, no encuentra escapatoria.
 Parece que alguien suspira, pero no es más que el viento entre las hojas; parece que alguien susurra, pero no es más que el río que huye entre las piedras; parece que alguien se agita en su lecho, pero no es más que el espanto de un hombre que ve caer la muerte sobre su pecho; parece que alguien llora, pero no es más que la voz sofocada del que se ahoga en su propia sangre.
 
 «Desde el fondo de la bruma, un dios maligno, ha desatado un huracán...»
 
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 Dunsinán, frente al bosque de Birnán, bajo el romper del alba.
 Un pájaro negro escapa nervioso, tropezándose en el viento con sus alas, recogiendo los enigmas del crepúsculo que pasa.
 El poder de la Corona sobre un Reino hace destilar sangre; de nuevo sus espinas se encajan en la carne.
 Banquo ha muerto, pero queda la simiente, simiente que a la larga engendra pesadillas...
 
 «Tu cuerpo desnudo
 pálido de asombro
 recorre los pasillos insatisfechos del insomnio
 Tus manos vigorosas:
 cien veces restregadas
 cien veces mancharon la pureza del agua
 Tus senos vacíos que nunca estuvieron rebosantes de jugo materno
 y que jamás mamaron los labios
 todavía no impuros
 de un niño
 Tus ojos errantes
 buscando el eterno invierno del olvido
 o en su caso
 buscando el leve suspiro de una luz de la cual ocultarse
 Tu sexo inútil
 tu pubis inculto
 que encierra sólo en su claustro árboles secos
 muertas ramas que nunca recibieron la humedad del semen...»
 
 ¿Dónde encontrarte ahora? ¿En qué grieta de los muros se ha perdido tu memoria? ¿Dónde se esparcieron los vulnerables deseos de tus sueños lascivos? ¿Qué hacer con tus gestos vacíos?
 
 (En la boca hirviente de un inmenso puchero, del centro más sombrío del planeta, alguien, que no conoces, maneja tu destino.)
 
 El Sol retumba en las orillas del foso y de lo alto de la Torre se elevan gritos pavorosos: a lo lejos, se ve un bosque en movimiento.
 Impotente, desesperada, por el resquicio de una ventana has arrojado tu muerte; no hallas saliente alguna de la cual asirte y con tu propio peso te precipitas al vacío. Los ojos, únicos testigos del pasmoso crecimiento del derrumbe, ven cómo se aleja esa lejanía ya deshecha.
 
 Todos huyen. Todo se pierde. Todos se ocultan bajo un escudo de avaricias.
 
 «Yo solo quedaré
 para defender la conjetura
 la inmundicia
 y la apariencia»
 
 (Una risa grotesca, desdentada, sube de la cristalina profundidad de un lago muerto.)
 
 «Tu cuerpo desnudo
 maltrecho
 abierto por todas partes
 moja con tu sangre un suelo sucio
 que alguna vez dio origen al musgo putrefacto
 Tu cráneo partido
 esparce entre el fango un cerebro humeante
 del que sólo salieron ideas de agonía
 Tus manos enrojecidas
 agarrotadas para siempre
 quieren apresar el vendaval del martirio que se escapa
 Tus ojos apagados
 observan ahora la inmensa terquedad de las tinieblas perpetuas
 Y tu pubis infecundo
 que en noches de walpurgis mi mano acariciaba
 será hoy refugio del polvo
 de hormigas negras
 y gusanos...»
 
 La hoguera pulveriza la ausencia y la luz desvanece la tortura.
 
 La lucha del tormento se oculta bajo una nube y las lanzas enemigas refulgen de venganza. El Castillo ya es insuficiente, no soporta más quimeras; cada piedra se desmorona llevando consigo su propia agonía.
 
 A la distancia de mil lustros el silencio domina en la llanura. La lechuza ha detenido su falsada para contemplar, impasible, un orbe que mañana expira.
 
 «Tu cadáver es arrojado a los pies de un sepulturero
 y mi cabeza cuelga ahora de una estaca
 donde mi boca
 ensangrentada
 quiere pronunciar un nombre que el viento apaga.»
 
 
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