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Lo peor de andar solo es que uno termina chocando consigo mismo, y bien se sabe que la cinta adhesiva se adhiere mejor contra sí.

Esta hipótesis de diario resulta de mi seguridad de que no le seguirá ningún día más. La posibilidad única de que continúe es que como hoy, confirme que bajo mi nombre exista otra persona que no soy yo.

Una máscara, pero no sobre el rostro, sino bajo el rostro. Dentro de mis venas otras venas con otra sangre, y bajo el eterno color de los ojos otro color de ojos, y dentro del terreno epidérmico otro terreno inhabitado. Ahora entiendo (mal) la obsesión de Magritte con las manzanas.
Pienso, decapitando la coherencia del diario (sucederá siempre), en algo que venía contándole a André. “Mira, te imaginas que los hijos sean quienes nombren a sus padres, medita la inversión, pero no la inversión económica, no te corras a otros rubros; sino la otra inversión, patas para arriba viejo. Ahora la humillación viene de parte de los hijos a los padres. Tú y yo sabemos los nombres que inventan, se creen ingeniosos, y ni que hablar de aquel Tirifilo, que debe tener un buen perfil de asesino, un parricida en potencia suelto… ”. Imposible transcribir todas las teorías que me dijo André. Sucede que no sé taquigrafía, sino con gusto. Pero yo armaría toda una película sobre el tema. Me pregunto cómo hubiera nombrado yo a mi madre. “Imagínate, hubiéramos tenido a nuestras viejas en la palma de la mano; sino ya iba a saber lo que es tener de nombre Rakelwelch o Pameanderson”. Me alegro, me alegro.

El nombre debería ser: “El otro diario de Lucas”.

Mi nombre es Lucas, y este Diario es la historia de una vida que aún no he comenzado a vivir.


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Mírame como yo escucho el Andante de Vivaldi. O como yo te escucho a ti. Dobla las piernas por debajo de la mesa como yo lo hago. Danza como las aves cuando se gustan. Mira todo esto. La sombrilla de la noche pintada de gris, eso es Lima, luna gris. Hoy te he contado de la oficina, te he dictado una lista de comentarios, te he hablado del ascensor, de las mesas y las puertas automáticas. Me siento un astronauta dentro de todo eso, sabes. Pero te hablaba de eso, y tú no entendías nada. Porque las palabras no dicen nada, acaso has aprendido eso. En el silencio existe todo, existe la mirada, el gesto, la respiración apurada cuando uno examina los labios ajenos y los desea como una fresa sobre un helado, como un café a las seis (de la mañana o de la tarde). Yo me encargo de revisar eso, los gestos, la respiración. Todos los limeños andan despacio y tristes, parecería que leen a Vallejo, y en serio. Pero a todos les importa las palabras. Acaso miran las entrelíneas, o las entienden. Ese silencio entrelíneo es la apología al dolor. La gente dice tantas cosas, pero no hace nada. Mírame, yo digo nada y hago nada. Sin embargo puedo entrevistarme contra el espejo, en silencio. Pero no es magia. Son cosas que se aprenden en los buses, en los almuerzos a solas, mientras se aparenta leer un libro rodeado de gente. Odette, a veces creo que no eres la misma que está dentro de ese nombre. Y me disgusta saberlo francés. Me disgusta que no dances como ave bajo esta sombrilla de noche gris. Me disgusto conmigo, y esta soledad tan de Lima, que vivo junto a ti.
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Algo que detesto de la amistad: Lucas acepta como amigo a Fulano. Fulano y Lucas buscan cafés, beben cerveza o vodka, conversan en bancas, se invitan a comer. Tan distinto es que el café, la cerveza, –y– el vodka, las bancas y los almuerzos busquen a Fulano y a Lucas; y ellos no se encarguen de eso, sino solamente del arduo trabajo de reconocerse en cada encuentro como amigos.

La amistad, mirándola desde un ejemplo infantil son como las burbujas que se soplan de un sorbete. Una burbuja (dentro Fulano) más otra burbuja (dentro Lucas). Se me viene a la mente la intersección de un Diagrama de Venn.

Sobre nacimientos prematuros. Frase: “Yo pienso que con los amigos nos hacemos auto-cesáreas constantes, reinventos – y también abortos clandestinos –”.
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Imposible el silencio. Suenan los ventiladores en la oficina, siempre suenan los ventiladores en la oficina. Y los teléfonos son otros que nunca se callan. Y las teclas mascándome los dedos con la boca abierta. Tlac, tlac, tlac. Estas voces que ya quisiera yo que se callaran, tirar por las ventanas cada palabra dicha. Los papeles, el sello, buenos días, a qué piso va, por favor, adiós, 'madmuasel' y 'qué se yo'. Todo. La burocracia satisfecha. La imposibilidad de salir corriendo. Volverme un mendigo o un mendrugo, y feliz; acariciar desde lejos todo esto para cuando quiera burlarme. Quiero revolcarme en una cama absurdamente profunda y quedarme dormido en esa búsqueda, algo que nunca encontraré, pero buscarlo intermitentemente. Saber que para eso estoy, para buscar y dormir. Que la felicidad no sea otra cosa que la sorpresa, y ya no las mujeres, ni las torres altísimas del ajedrez que aguardan un jaque mate preparado desde hace años, o el aumento del movimiento cafetero en la economía del país, que la felicidad no sean los hijos precisamente, ni las madres; sino todo lo contrario, que la felicidad sean las malas interpretaciones de las mujeres, que sea el guiño descarado, la dulce ofensa que complace, el beso fugitivo hasta ayer. Que la felicidad sea ese mundo que yo quiero, que la felicidad sea un millón de papeles con palabras inventadas, que sean cuadros y clips. Que la felicidad sean mis manos entonces, herramientas transformadoras de mi propio mundo. Eso precisamente es lo que necesito, lo que quiero para quererlo todo y conseguirlo. Mis manos, sí. Pero no puedo aún, las teclas insisten en devorarlas. Un rato más, y un poco de silencio.
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El perfume de Odette
Odette, como un ser atractivamente odorífero: “La cosa es que huelas a papel, eso me basta.”

Creo que entonces puedo hacer alguna historia interesante sobre ella si la pienso como un papel; escribirla y rescribirla, sin atormentarla con puntos finales, talvez algunos suspensivos y continuar reglones más abajo. Eso sí, sin errores ortográficos y con buena caligrafía, siempre.

(Yo le he dicho. “Le confieso algo: cuando se acaba el papel de la impresora en la oficina, me gusta abrir el cajón de los papeles nuevos porque la huelo a usted. No miento.”)
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Mensaje de París

- Luquita, querido: caminé por París luego de recibir tu carta, dos horas bajo la lluvia de la mañana y el paraguas resiste tan bien, no sabes. La carta en el bolsillo, y te sentía tan cerca. Fácil era pensar estar en Lima caminando contigo. Y cuando me detuve en un café, me detuve contigo, y cuando lo tomé… bah, ya sabes. Pero cuando la abrí para leerte otra vez, era conversar contigo, una maravilla, porque era como siempre, con tus comas y tus puntos seguidos verbales, y yo asumiendo mentalmente el ritmo cuando hablas. Yo no creo que vuelva a Lima.

Esto en la contestadora, un golpecito en la canilla, un insecto que camina dentro del ojo. Y uno se soba para que le pique y no llorar un poco.

Odette, ella es de las que escribe guiones para dejar mensajes en la contestadora, es decir, los escribe en papeles que huelen a Odette y se somete a pensar en qué escribir para decirlo sin tartamudear nada, o no decir algo como: te quiero. Y decirlo quince o veinte veces. (Ya iba a escribir mil veces.) Y luego colgar y salir corriendo a arrepentirse con las manos por la cara blanquísima, y dejando un agujero en alguno de sus ojos celestes para no tropezar con alguien. Tan histriónica e infantil.

Es fácil saber sus reacciones, porque son juegos de niños, porque nos conocimos en ese proceso nunca común en el que un adulto redescubre el placer del juego urbano. Cuando en los primeros días, luego de pedirle el número en alguna reunión de amigos comunes, acordábamos juegos nunca jugados. Escondíamos mensajes, pruebas de fotografías en blanco y negro de calles en las que habíamos vivido de niños, guías de la ciudad señalando una esquina específica, programas de eventos culturales resaltando alguno para encontrarnos sin esperar encontrarnos realmente; todo lo ocultábamos en cabinas de teléfono, adheridos bajo la mesa redonda de un café, tras las rejas de una tienda que no abría nunca, y una vez escribí “Hoy, aquí, y a las nueve” en la pared de un bar.

Por esos días descubrimos que los transeúntes eran solo un riesgo de la pérdida del obsequio, eran el reto y a la vez los ‘mantequillas’ del juego; los que pisaban raya en la vereda durante el Gran Prix de la Av. Larco a las seis de la tarde; cuando las oficinas quedan vacías y se desatoran la garganta del nudo de corbata.
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Quiero pensar – lo vengo planeando hace horas en un lugar que lo permite – algo líneo. El un dos tres del pensamiento. Me arriesgo al laberinto líneo, la anarquía psíquica. El desorden ordenado de lo que camina por mi mente – la fila de espera en que se organizan la neuronas y saltan y saltan al abismo, el umbral sensible, el ‘insight’ sicológico (la P antes de Sicología, la inutilidad del cambio según la Real Academia; el significado es el mismo, la forma, otra: Ciencia que estudia los procesos mentales en personas y en animales. Etcétera. Igual de inútil es el cambio de nombres de las calles.

(Me fui: ejemplo preciso del pensamiento líneo)

Precisamente esto, pero con falta de la hipocresía (pensar antes de escribir). Ejercicio patológicamente demente. Si uno dijera originariamente lo que piensa, los manicomios andarían resueltos en una suerte de... Cantina, tres de la mañana, distritillo de tierra.
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Un cuento improvisado:

Odette caza ratones verdes por la noche un veintiocho de noviembre. La lluvia está arriba, quiere caer, y quiere caer, pero no cae; falta el estornudo de las nubes, ese enfriamiento cíclico de aprehensión escolar.

Odette dentro de una caperuza roja, con una flauta y una cesta; se ve bien, como siempre cuando atrapa ratones verdes. Pero tiene lágrimas, desde los ojos, y quieren caer, y quieren caer, pero no caen: La Cara de una Angustia Cercana.

Los persigue, se hace de madrugada. Hay un ratón, tremendo ratón, gordo y de ese color que ya dije. “Ocho, – piensa –, número mágico”.

Entonces llueve y llora. Las elles que lo mojan todo.

Odette no se ha dado cuenta pero ya comenzó a llorar, confunde las gotas de sus ojos con las de las nubes. El clima ha conspirado en contra de su dolor. Esa noche caza siete ratones verdes.

Fin.
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Miraba hoy la fotografía de una limeña en una exposición: La convicción de la belleza, le puse de título. Tenía pecas en la nariz deslizadas hasta las mejillas, pero no separadas como todos las tienen, sino disueltas, con un punto más oscuro en el centro de cada una, que forman el núcleo necesario para diferenciar una peca de la otra. Y todas, en serio, parecen como bien criadas. Lo extraño fue que de regreso a casa la identifiqué en el bus entre una docena de personas. Me senté a su lado mientras ella leía un libro, y esperé a que bajara. “Juan Pablo Castel es el sujeto más cuerdo del que he leído”, le dije cuando la alcanzaba cruzando el parque. Y se río sin decir nada. No entiendo bien por qué, pero cuando pasa eso suelo pensar cosas que raramente se me ocurren. Pensé: “Limeñita suspirada”, pero no se lo dije. Esa noche no tardamos mucho en descubrir que coincidíamos en el número de cucharadas para el café. Entonces me sonrío, y otra vez pensé sin decirlo: “Dulcemente cómplices”. Sintiéndome absurdo por aquel pensamiento no encontré mejor manera de conjurar un antídoto, decírselo. Entonces quiso darme un beso. Pero antes sonrío. Y yo no pensé en nada, o mejor dicho: “Mente en blanco”, pensé. Y me alivié en una sonrisa ligera mientras lo hacía.
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Esto recuerdo: las ventanas del bus abiertas, su cabello por la frente, yo haciéndolo hacia atrás varias veces.

El recuerdo tiene tantos colores: amarillo es el color de los dolores de estómago, el retorcijón, la punzada en el lado derecho. Lúcuma el dolor de espalda; azul una mirada marrón. Verde la descomposición, el citoplasma, la verdad; negro el frío, pero azul también el invierno. Transparentes las mujeres, invisibles pero con forma y significado.

Alguna vez traté escribir un diccionario de mujeres. Imposible.

(He pensado que los huevos – la yema y lo demás – tienen un color distinto dentro del cascarón que fuera. Cuando uno los rompe, por ejemplo, dejan de ser verde, y se convierten en eso que todos vemos. Como un acto puramente químico o mágico).

Ya sabía que terminaría hablando del pájaro llamado Charly de Eielson. Que también es amarillo e invisible.
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Conversación con los amigos del café.

Decíamos que la escritura, como breve oficio de autor, era ocultar como se pueda nuestra verdadera personalidad para asumirle la culpa a un personaje al que le damos forma nosotros.

Interesante hasta ahí. Luego llegaría Ge a decir que podría ser viceversa. Que se corría un riesgo: que el personaje nos dé forma a nosotros.

Lo imagino en un diario, pero no en portada.

“Personaje domestica a su autor, quien se ha convertido en responsable de una serie de amoríos privilegiados y es sospechoso de un asesinato que nunca se podrá resolver”.

Sin duda esto es el resultado de una buena novela. Ya luego uno se las arregla con el sicoanalista y sus dos personalidades en una.
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De pronto basta que me quite los zapatos para sentir el frío de agosto en junio, y la distemper canina adelantada, sinceramente, me fastidia.
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El recuerdo directo a la nuca en una flecha disparada por Robin Hood: un dolor de cabeza, luego la Aspirina. Depende de cada uno si la flecha se extirpa suavemente o de raíz, bajo el riesgo que duren astillas un buen tiempo. Es preferible en todo caso acumular cinco o diez flechas para que luego no quepan más, entonces, el pobre Robin sintiéndose frustrado dejaría de utilizar nuestra nuca como almacén de recuerdos.
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Ayer regresó una idea de hace un año. Nunca se fue verdaderamente, sucedió que me rodeaba con su aleta y sus dientes, tiburón que me acechaba: idea de novela para escribir. Y yo, que aún no me entrego a la historia, ni en piernas ni manos por el temor de no escribirla como se debe, sigo escapando en línea recta; y la idea de la novela circula, todavía, alrededor mío, sin quererme dejar. Brújula inmóvil. Cualquier cosa que escriba es eso ya.
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Detesto jugar al existencialista, porque acabo como una hoja arrancada de cuaderno; avioncito comercial de papel. Vuelo inestable, aterrizaje forzoso, me pisan o me parto en dos. Caigo de punta (y cualquier lado por el que se caiga será una punta que se voltea hacia mí e hinca). Esto es acordarme de Odette y su Pentax examinándome en alguna mesa del Picasso y apropiarse instantáneamente, de pronto y con un flash, de un gesto impropio de mi naturaleza.
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Amarillo es el color de los dolores de estómago, el retorcijón, la punzada acosando el lado derecho. Lúcuma la tensión del cuello. Verde la descomposición, el citoplasma, la verdad extensa, el cruce peatonal. Una cafarena negra es el frío, azul los ojos marrones de una mujer que mira y también el invierno de aires acondicionados en una oficina. Roja la manzana, su gusano, la serpiente y las mujeres. La destendida cama de un hotel será inevitablemente blanca.
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Esto soñaba hace algunos días (tres o cien días): Sobre la mesa de un café jugaba a lanzar solo un dado como si dependiese de aquel pasatiempo lúdico el descubrimiento de mi verdadera vocación o el rescate de un náufrago checo. Dos, dos, dos; siempre el mismo número cara arriba. Lo absurdo sucedía luego de cada lanzamiento, porque una frustración regresaba a mi de contragolpe. El juego trataba de que yo ganaría (no sé qué, talvez el paso a otro sueño) si daba el número siete. Cosa imposible para un dado de seis rostros. Título del sueño: ‘Desesperanza’.
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Como desdibujándote de Lima, o de sus veredas, buscas café en el Picasso, te arrimas una silla a la mesa más lejana y coges por la cintura o los senos un libro – porque los libros son atractivas mujeres de pelo corto que no se les puede quitar la mirada de encima – y lo miras pero no lo lees, o lo lees pero no te enamoras del argumento, y así puedes seguir toda la noche, igual que la llovizna, eternizándote, pero momentáneamente; con lo absurdo que suena la frase.

No calma tanto pensar que uno le decía limeñita suspirada (le inventaste una serie de sobrenombres) y ella acudía con las mejillas bronceadas a jalarte de la bufanda para besarte, y tú con las manos dentro de los bolsillos, esa manía que los solitarios y los vaqueros (cigarrillo en labios) adquieren sin darse cuenta.
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Apunte de agenda. Lunes por la tarde: Coger la vieja Pentax, encintarle el rollo a media luz y comenzar con el itinerario de fotografiar sombras.
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De Pablo Neruda, con una breve modificación: “No me gusta cuando callas porque estás como ausente…”.
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Si la naturaleza escuchara tus palabras me extraña que no haya bajado un rayo para exterminarte. Suena a diversión, sobretodo porque parece que hay cosas que las dices en serio: “no siento que esto sea correcto”, por ejemplo, entre otras tantas estupideces que me hacen feliz, a pesar de ser mentiras.
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Es tristísimo darse cuenta
que todo los pensamientos
ya fueron pensados.

Nada nuevo, ni siquiera en los espejos. Me han (he) utilizado de tantas maneras correctas e incorrectas. Como lápices para un papel, ceniceros con sobras de alguna fruta. Cosas que ya existieron.

El no haber sido el primero en la tierra me duele con una incertidumbre de búsqueda constante de cosas nuevas para demostrar. Formarme, en distintas maneras, una disciplina creativa que resulte enteramente y como fin único la redonda sorpresa de quienes me rodeen. En la literatura por ejemplo: el ejemplo, sea cual sea, todos han sido utilizados, pensados, escritos, actuados o dichos. Ni siquiera es nueva mi preocupación, este deseo de actuar como ente de sorpresa para los demás sin terminar siendo un payaso de circo privado. Sin duda, ahora, hay una repulsión contra el hecho de ser sorprendido. La creatividad se ha cultivado desde la indecencia o la imprudencia.
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De ‘Las mujeres invisibles’ (Incompleto)
No sé cómo comenzar a escribir la historia de las mujeres invisibles, si describiéndolas, o contar la manera en la que escapé de ellas, o decir que verdaderamente no son invisibles, porque podrían pensarse en forma de fantasmas o ángeles.

Se me había hecho una costumbre mirarlas desde lejos, dos o tres centímetros también es lejos cuando no se toca. Es algo parecido a cuando uno pisa en falso un escalón que imaginaba un poco más abajo, o si se intentara un trago de vodka quedando nada en el vaso. Estas autosuficiencias de los objetos para jugarnos bromas de mal gusto, de manera tan natural. O mejor aún, es como decirte que una semana es poco tiempo, y que un día también, y hasta una hora; pero cuando falta un minuto, uno entra en el umbral terrible del deseo de instantaneidad y nunca se está tan cerca de nada hasta que por fin nos tropezamos y de golpe damos con eso que debía dar con nosotros, haciéndonos obligatorio una necesidad absurda de llegar a destiempo siempre. Apurados.

Cosas tan parecidas a la ausencia desesperada. Por eso los hombres comenzamos a pensar, en algún momento de nuestras vidas, que nunca hemos sido tocados, sino que siempre hemos estado tocando, acercándonos, dando los primeros impulsos para la cita a un café, entre otras tantas cosas que ya no causan sorpresa o que ya ni siquiera incentivan una investigación propia del porqué de algunas conductas.
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“Las agencias del correo han desmejorado, por eso he dejado de escribir cartas. Mi estilo también ha desmejorado: ese insecto dentro mis manos se ha enfermado de gripe, que está de moda. Cualquier excusa sería conveniente para no escribir cartas, sobretodo no enviarlas. Pero escribir una carta y no enviarla es volverme esa gente que tiene un billete guardado en la billetera y que no lo gasta, porque es de buena suerte. Gente que cree en horóscopos, sacerdotes o en los señores del clima.”
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Comió el desayuno. Leyó el diario. Y se duchó. Alineó los papeles dentro del maletín, y peinándose frente al espejo la cúpula pequeña de cabellos negros sobre el lomo, se dijo, como todas las mañanas desde aquella vez: “Gregorio Samsa, hoy la señorita cucaracha...”
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Absurdo agradecer tanto a Dios, porque no me lo imagino diciendo cada diez segundos: “De nada hijo, de nada”.
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Me doy cuenta que hace varios meses trato de entrar en las tierras de la interpretación de los sueños. Termino cortándome las venas de las esperanzas, como si realmente existieran esas venas.
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Ofelia, nombre que suena a blanco y negro, a sepia, a madera vieja de casa con techos altos. Si bien a Odette le hubiera fastidiado el poder que ella ejercía sobre mí, era cierto que mi actitud, formada por Ofelia, era lo que le fascinaba a la pequeña Odette. Mi desconcierto con el todo, el entristecimiento fácil, el cómo me despegaba la profunda calcomanía de la felicidad como quien se arranca un pellejo inútil e indoloro.

Ofelia, amiga de cafés e impuntualidades, era de aquellas que no exigían una conversación, un estreñimiento verbal. Nos conformábamos con el e aburrimiento, y era eso precisamente lo que nos alejaba de alguna rutina. De la felicidad compartida, siempre tan rutinaria entre los amigos que piensan en qué decirse. Me gustaba visitarla a sus conciertos, porque entonces la cerveza de siempre no era la misma, sino, era la cerveza que me liquidaba la razón mientras oía a Ofelia cantar. Y tenía ese estilo de desprestigiar a su voz, al ‘no’ de la vanidad. Aunque todos los amigos, en la mesa, comprendíamos que si el futuro se nos presentaba como un sujeto verborréico, nos conversaría de lo bien que le iría a Ofelia, a su voz y su guitarra.
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Quisiera estar de tu lado, Odette, como de tu lado están tus cosas. Aquel peine de marfil por las mañanas, tus lapiceros en el café, sacándole milagros a los números, que yo no comprendo cómo; quisiera ser aquel pañuelo rodeado a tu cuello, que sospecho, ni te abriga, sino aturde un poco a los sujetos de las calles por el efecto de elegancia que ejerce sobre ti. Ser las teclas que golpeas, el perfume que para mi huele a papel, ser tus papeles, tus libros, tu enternecedor odio a los gatos, el perro que quieres tener y también sus ladridos y tus puntos finales sin retorno al párrafo anterior. Mis cosas, sin embargo, están de tu lado, mi carácter, mi aburrimiento, mis palabras, mis pestañas erizadas y mis recuerdos en viceversa.
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No quiero convertir mi escritura en una profesión, sino en una evacuación de la tristeza y las desilusiones, de los sentimientos primarios y básicos, de mis búsquedas constantes y mis rutinarios pensamientos. Que mis hojas en blanco sean cajas de Pandora infinitas que las lleno con mis desdichas; las ordeno dentro y sin divulgarlas, la cierre y la esconda en el closet, pero nunca bajo siete llaves. Porque a veces la tristeza es necesaria, para sentir que uno fue más feliz un año antes que hoy.
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A veces me asusta ser un observador dentro de lo observado.
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La mañana que me enteré que los había conocido a todos, los semáforos cambiaban sus luces con sincronía, el cerebro de Einstein seguía perdido, los economistas calculaban y los niños que no sabían montar se caían de sus bicicletas; algunos árboles morían parados, las tiendas estaban abiertas y sus dependientes no tenían cambio de billetes, la astucia de las aves se reforzaba, los bancos eran quebrados; el arte, desprotegido, era robado en cada esquina cada 365 días, 24 horas, 60 minutos. El día que supe que los conocí a todos, las rayas de las veredas, de las zebras, de los guiones (de cine) eran ovaladas como aquel óvalo donde algunas veces nos encontraríamos; mis enfermedades, los violines que no tengo, el carácter que me falta, los papeles que se quemaron en la angustia de mi habitación no tuvieron validez. Entonces, aquella mañana, encendí un cigarrillo, como cualquier otro. Y supe que no era el mismo. Mírate Lucas, me dije, y me miré contra las ventanas de una tienda de avenida. Todos ustedes estaban detrás. Con sus cigarros, sus cafés, sus cabellos largos o cortos, con su ropa de diferentes estilos, y sus tallas y medidas, sus aretes, sus bolsos, pero conmigo.
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Ese sujeto del café tiene el cabello como un maremoto negro, igual que su soledad…
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¿Odette, te das cuenta que nos hemos abandonado en silencio? He ido sacando mis camisas de tu memoria, mis ojos inubicables, el saco a rayas, algunos pares de zapatos y la ropa interior; me he llevado mi colonia, la música en algunos discos, mis libros. Y tú lo sabías todo el tiempo. No dijiste nada, como yo no dije nada al mudarme de ti, de toda tu memoria. Nos hemos abandonado como la redundancia a sus adjetivos. Y no me duele, en serio que no; pero me siento equivocado y hasta lo escribo. ¿Por qué has dejado que te abandone sin decirme nada? ¿Por qué me fui Odette? Es necesario pisar otras tierras, es cierto. Pero entonces qué tierras habíamos hallado nosotros.

(Dentro de los bolsillos, no creas que no, me llevé un poco de barro de esas tierras nuestras, húmedas; de esos charcos que aún tienen vida, donde podemos reflejarnos todavía, y temblar si hay un poco de viento).
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Apunte para la agenda. Viernes por la tarde, robar un banco y salir a buscar a Odette. Vuelo a París con escala en Madrid, siete de la noche. Hacer reservación en el hotel.
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Elí. También yo la quiero como todos la quieren. Pero a mi me gusta cómo la quiero, porque no es un sentimiento que se prolonga durante el tiempo de la ausencia, sino más bien es la neutralidad del ‘querer’. Como las fichas de un juego, pasando de un cuadro a otro cuadro sobre el tablero, en ese instante en que no lo tocan, mientras una mano y sus dedos la hacen sobrevolar.

Así es: Toco su puerta y ella sale. Entonces ahí la quiero, parado frente a ella, umbral de por medio, alfombra y sombras. Luego desaparece, entra a su habitación. Ya no la quiero. Pero sale, camina a la cocina y prepara café. Y la vuelvo a querer en ese itinerario.

Pero ya que he mencionado esa palabra, “itinerario”, recuerdo algo de Elí, una obra de arte; y tanto así, tan de ella, que yo la llamaría: “Obradearte”, por Elí.

Fue una tarde, cuando regresando del café encontré la puerta de su apartamento abierta. Pasé, y tratando de buscarla en los lugares comunes – vasto error si se trata de Elí – me di con la sorpresa, y una sorpresa desenvuelta además, que estaba desnuda persiguiendo de la manera más lenta posible los cien pasos de un ciempiés. De inmediato la dejé de querer. Me fui, es decir. Y toqué la puerta como cualquier civil, o mejor dicho uniformado; sorprendiéndome, ahora sí, de la posibilidad de “¡se pueden meter ladrones Elí!”. “Quédate ahí Lucas, yo te aviso cuando entres”. Y cuando entré con bata estaba, con sus cabellos negros y cortos, y sus pestañas comunes de ojos de cualquiera. Lo que ella hacía, y lo hizo, fue seguirle la vida a un ciempiés, apuntándolo todo en un cuadernillo diez por siete. “Vida de un insecto”, lo tituló. La última frase fue:

“¡Oh! – dijo asustado el insecto – ¿Es un zapato eso? Entonces San Pedro no pudo abrirle la puerta. Se le había perdido el llavero.”
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Cuando yo muera será mi día de mala suerte. A San Pedro se le habrán perdido las llaves. Como debe ser, en el “cielo” no hay salas de esperas, ni revistas ni libros. Entonces quedaré callado y parado, doliéndome los pies como me duelen en los buses llenos, sin cogerme de nada y todos cogiéndose de mí. Miro una paloma pasar, plomísima. Rascándome la ceja, acomodándome el cuello de la camisa, metiendo mis manos en los bolsillos, pensando en que “penetrar” es una palabra muy sexual y malentendida, y luego dejándola de pensar con miedo, porque ¿y si no me abren las puertas del “cielo”?.

Luego intentaré buscar una libreta, un lápiz, y me dirán que está prohibido escribir. Yo no diré nada. Cuando muera seguiré siendo tímido, por eso no diré nada. No pediré cafés, ni preguntaré la hora a extraños. No miraré a extraños. Talvez a extrañas, pero no tanto, ni a tantas.

Bueno, si no encuentran la llave del “cielo” el día que me muera, seguro ese día no debí morir.

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Me lavaba los dientes, y me miré al espejo. “Soy como cualquier otro hombre”, me di cuenta. Escupí la espuma y enjuagué el cepillo. Tuve que escribirlo de inmediato. No vaya a ser que de pronto comience a pensar que no soy como cualquier otro hombre, sino solo Lucas.

Me lavaba los dientes no es lo mismo que limpiarme las palabras.
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Hace unos días le “respondí” una encuesta a una señorita. ¿He sido fiel? ¿Confío en la gente? ¿Soy honesto? ¿Cuál valor es más importante? ¿Confían en mí?

Ella tenía una bonita cicatriz, muy pequeña, en el mentón. Eso es la atracción. Una cicatriz en el mentón, además el contexto facial era bueno. A cada pregunta no sabía qué contestar, entonces ella pasaba a la siguiente.

“¿Vamos a tomar un café?”, le dije. Entonces habrá pensado que era infiel, desconfiado y desconfiable, deshonesto; nihilista.

Y se fue casi corriendo.
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La poetisa me esperaba a metros de donde yo la esperaba hace media hora. Era, todo, una falsa impuntualidad, consecuencia de la improvisación y el desconocimiento. Yo andaba con una cara de Tom Waits, con cigarro y café sobre la mesa. Las últimas veces me habían tenido esperando varias horas, y estaba decidido que la primera pregunta a la poetisa debía ser: ¿Los literatos llevan un curso intensivo de cómo ser impuntuales?
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Tengo dos dedos tuyos frente a mí. Esa vez en el café. ¿Recuerdas? Jugando con la cera derretida de una vela de mesa. Te enseñé a quemarte los dedos despacito, y hacer un molde perfecto de tus dedos. Ahora los tengo cerca de mí, y puedo tocarlos y pasarlos por mi frente como hubiera querido que suceda. Miro esa copia escultórica, rajadas, descompuestas, como una vieja estatua de diosa griega. ¿Recuerdas eso que te dije cuando miré una foto tuya? “Tienes un perfil de estatua griega”. Y esa conversación que inventamos… “Los dioses arman grandes disputas por ser tu cama”. Yo, en cambio... escucho Vivaldi y eres eso que suena, o suena el timbre y aunque no seas tú, creo que te espero. Mira, si pudieras hacerlo, verías a este sujeto que está frente a mi, escondido entre las páginas de un libro y auscultando su reloj, esperando a alguien. Siempre lo veo, sentado y leyendo y esperando a alguien. Y estoy seguro que no sabe cómo matar relojes por barrancos, ni silbar canciones algebraicas, ni siquiera aritméticas (sino que las resuelve), tampoco, por ejemplo, decir, como nosotros decíamos, que si tuviéramos un cine haríamos que los asientos empiecen desde la mitad de la sala hacia arriba, porque los primeros asientos son inútiles. (Eso sí, inventaríamos algo para los púberes febriles en descubrimiento del otro sexo). Ese sujeto, no creo que haya descubierto que siguiendo los mapas de la ciudad de siempre se descubre otra ciudad, dudo que se reinvente con sus amigos, o que en algún momento encuentre en los números una suerte de arte abstracto.
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Eduardo, me dijo la chica del café, que se llama aquel sujeto. Me revienta su obsoleta manera de beber el café, su exceso de azúcar y su interminable vicio por el tabaco. Espera a alguien, siempre espera a alguien con su cara de Tom Waits. Lo describo, porque es de esos sujetos que tienes que acordarte. Viene con su libreta y apunta todo. No sé porque se me ha dado por pensar que viene acá por mí, y me inventa una vida con su lápiz y su cabeza; me mira y voltea y escribe. Hace unos días era el libro de Sarraute, hoy Eielson. ¿Sabrá quién diablos es Eielson? Como todos no lo sabrá seguramente. Pero lo lee o aparenta.

Otro cigarro, bebe del café, cruza una pierna. Es de los sujetos que yo detesto. No sé porqué. Eduardo y sus amigos. Cuadro idiota, fotografía feliz de amistad cariñosa. Yo en cambio, no espero a nadie. Odette, lejana como siempre, a ella la espero; pero no llega. “No creo que regrese a Lima”, me ha dicho. Y esa pelicorto, Elí, la miro desde lejos. La ucraniana amiga de Eduardo, la he mirado hasta el cansancio y no me atrevo a acercarme. Y André, y el alemán aquel, o la chica que canta. Todos con Eduardo. Diablos, siempre termino pensando es él. Ya pronto le escribiré un cuento, un diario. Diario de Eduardo, por Lucas. Que estúpida idea. Digna de Lucas.
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Llega un momento en que quisiera olvidarlo todo y recomenzar. Memoria de sábanas blancas. Dignidad desde cero. Sentir que nunca he besado a alguien. Basar mis historias en nada, escupirlas solamente, sin tener que armar reyertas, levantar viejas batallas de experiencia con tal o cual persona. Extirparme el orgullo en un corte de cabello. Afeitarme el miedo. Distraer a todo mi pasado y correrme.
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Esta es mi puerta de escape.
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En un sueño me vi caminando detrás de ti. Un poco feliz, un poco lejano. Pero feliz, pero lejano. ¿Has visto el interminable descanso de un pez? ¿Su cara tranquila de tristeza? ¿O la aurora cansada del oficio de amanecer? ¿Has visto eso, o me viste detrás de ti, caminando? ¿El orificio por donde se escapan las palabras que desechamos antes de decirlas? ¿El lúgubre placer de escucharnos en grabaciones, cuando fuimos felices? ¿?

Texto agregado el 14-10-2006, y leído por 144 visitantes. (1 voto)


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