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LA PAZ DE LA ABUELA

Ese verano del 84, la vecina avisó por teléfono de que la abuela se encontraba mal.

Mi madre acudió enseguida y permaneció a su lado, atendiéndola en lo necesario. No llegaban buenas noticias. Hasta que en siete días llegó la de que la abuela había muerto. El resto de la familia nos pusimos en viaje inmediatamente. Al menos llegaríamos al entierro.

Por el camino el silencio se instalaba en el interior del coche, sin duda que cada uno rememorando a solas toda una vida de recuerdos y vivencias relacionados con ella. Siempre había estado en el núcleo más interior de nuestra familia como uno más, ocupando un lugar grato, discreto e importante, lleno de incondicional entrega a todos nosotros. Pese a que aquello era de esperar, resultaba eviadente que todos nos sentíamos consternados sin encajar aún el cómo nos las íbamos a arreglar para renunciar a su cercanía.

Mi hermano César quiso comprarle flores. La prisa con la que viajábamos lo hacía complicado. Ya en Galicia y a punto de llegar a la aldea, nos hizo parar al lado de un gran muro cubierto por una espesura de rosas blancas y silvestres que lo escalaban. Se abrían pequñas y tupidas en su frescura y esplendor.

Mi hermano avanzó con paso decidido hasta el extenso rosal. Hundió sus brazos desnudos en aquella frondosidad, abarcando con ambos una gran porción de la misma y tiró con fuerza. En medio de la estupefacción general, le miramos regresar con sus brazos rodeando un vergel de inmaculadas rosas y cruzados de numerosos rasguños de los que manaba sangre.

- ¿Pero cómo has hecho eso? alguien acertó a decir con asombro.
- ¡Mira como sangras!
- Ella se lo merece -fue lo único que dijo. De pronto pensé que sentía que la abuela nos podía estar contemplando en ese momento, asistiendo a aquél delicado y bello homenaje de amor por ella. Si bien todos estábamos muy unidos entre César y ella siempre existió una complicidad especial.

Llegados a la casa entramos como de costumbre por la escalera de la huerta en lo alto de la cual nos recibió mi madre llorando. La abuela se había ido.

En la salita había gente. Algunos vecinos de la parroquia musitaban entre respetuosos cuchicheos. Todos se quedaron saludando y yo aprovechando el barullo me colé rápida en la habitación donde ella se encontraba. Quería verla lo antes posible. Saludarla la primera. La encontré en su caja de nogal brillante y redondeada próxima a los pies de la cama. Blancos lienzos ocultaban su cuerpo y una especie de cofia de batista blanca, bordada y fruncida, le enmarcaba el rostro.

De inmediato me sorprendió una extraña constatación: ¡Ella no estaba allí! Llegué ignorante de cómo sería la vivencia que me aguardaba, también desconocía cuál sería mi reacción, pero nunca había imaginado que pudiera ser esa. Esa terminante certeza que me envolvió con la suavidad de la luz que irrumpe en la aurora. Me invadió, me prendió como inesperado regalo, y enseguida comencé a ser consciente de que percibí una paz inmensa que se extendía por toda la habitación como si toda ella estuviera hecha de ese aire, de esa sustancia.

Mis ojos, de algún modo queriéndola aún encontrar más estrechamente, escrutaban ese rostro que vagamente evocaba al de mi abuela, ceñido por una pronunciada y sostenida sonrisa que nunca antes le habia pertenecido. Me pareció tratarse de un tronco de árbol quieto y natural, del cual había escapado la vida. Y que la vida era ella. Ella que había salido de allí y ahora, de momento, abarcaba toda la estancia. Me pregunté si se extendería por toda la casa.

No estaba segura de nada, pero sabía que esa paz no provenía de mí. No podía ser. A mi nunca me había pasado algo así y por otro lado mi estado de ánimo tendría que ser todo lo contrario. Alterada, agitada, triste, embargada por sentimientos y palabras de despedida, nostalgia e imposible. Sin embargo no tenía necesidad alguna de pensar. Tampoco deseos. Estaba tan bien así tal cual estaba todo, con esa paz difusa que casi se podía tocar… La sensación era tan buena que no me la quería perder, y no podía apartar de mí la sensación de que era ella la que estaba haciendo aquello, que no sabía de que modo pero provenía de ella… Que ella era la que me estaba regalando algo tan hermoso y lo que más deseaba era aceptarlo, dejarme sentir en aquella extraordinaria paz y así comunicarnos. Hubiera sido una desatención por mi parte pensar, sentir otra cosa que no fuera aquella paz entrañable y liviana.

- Yo estoy bien, muy bien... y quiero que vosotros estéis bien también. Éstas palabras sonaban en mi mente... aunque no era su mismo tono de voz...¿Las ponía yo misma? No me lo parecía, pero me daba igual.

La saludé con la mente y el corazón y le transmití amor y sosiego, felicidad, donde quiera que estuviera. ‘Muy cerca’, me vinieron estas palabras a la mente, ‘está aquí mismo’. Sentí además que era al revés y que ella era la que me transmitía a mí el sosiego. A todos nosotros. No sabía si los demás experimentarían lo mismo que yo, aunque lo dudaba. Nunca había oído hablar de una cosa así. Tan notoria y tan poco mencionada. Ahora, releyendo este cuento, pienso que igual éramos las dos. No lo sé.

Entró mi familia a visitarla. Al poco aproveché para salir afuera, a la sala contigua, a saludar a los vecinos, gentes entrañables que cumplían su habitual tributo de acompañamiento y ternura de tales casos.

Allí fuera la sensación continuaba. No sé si influida por la calma de esa buena, pacífica gente, que parecía sugerir que lo único que estaba teniendo lugar era un acontecimiento natural, como la salida del sol o la recogida de la cosecha. La vida misma expresándose en otra de sus formas.

Saludé a las personas congregadas adaptándome al tono de voz casi susurrante que utilizaban y que parecía tocar el alma… El resto de mi familia había entrado a ver a la abuela, regresando al poco y reanudando la espera y la comunicación con los vecinos, momento que yo aproveché para retornar junto a mi abuela y permanecer a su lado disfrutando de aquella vivencia bella y sutil, dulce y desconocida.

Pronto nos vimos interrumpidas por una visita. Era un paisano de edad, que yo nunca había visto, de Carballedo, la aldea vecina. Así me lo dijo al presentarse. Añadió:

- Yo conocí a tu abuela de moza. Era muy guapa. -Magistral presentación, pensé.

Se movía con ademanes lentos y recogidos. Llevaba pantalones de pana gruesa color canela, un jersey tejido a mano de un verde desvaído y una boina negra. Todo parecía en él un tanto desgastado por el paso del tiempo. Se acercó a mi abuela con actitud mansa y reverente.

Con los ojos fijos en ella y ademanes lentos se descubrió la cabeza, sumergiéndose por breves y concentrados momentos en una emoción callada que parecía transportarle a otro lugar que quizás sólo les pertenecía a elllos. Permaneció así varios minutos, sin pestañear. Sólo sus labios se movían en silencio.

¿Rezaba o hablaba? Tuve la descabellada sensación de estar presenciando un encuentro amoroso, bello, fresco, de una ternura cautivante.

Noté un intenso olor a flores. Las rosas de mi hermano y las de la corona, ambas a la cabecera del ataúd, parecían haber acrecentado repentinamente su perfume. Humm, qué belleza Dios mío. Qué cosas tan hermosas me estaban pasando. Rompía toda lógica, pero era tan bueno todo...

Eché un vistazo al balcón desde donde se divisaban los castaños, pero permanecía cerrado y con las contras entornadas. El hombre se persignó y me miró. Sólo dijo:

- Fue muy guapa y muy buena. -En los fugaces instantes que sostuvimos la mirada, me imaginé escuchar algo más, como un viento dulce y sin tiempo. Lo que sucedía era muy lindo pero también parecía estar impregnado de la esencia de lo misterioso. ¿Qué sería? Si es que era algo.

Pasó a la salita y musitando un blando adiós a los presentes, partió tan quedo como había llegado.

Más tarde se lo comenté a mi madre y me dijo que hubo “uno” de Carballedo que la pretendió al año de quedarse viuda y que ella le dijo que no. De lo cual había pasado muchísimo tiempo, unos cuarenta años, que aquello nunca había tenido importancia alguna y ni siquiera era sabido. Y que el hombre había muerto hacía tiempo y que ese paisano sabe Dios quién era. “Alguien que conociera a la abuela”, concluyó. Curiosamente, en un lugar donde todos se conocían, nadie acertó a decir quién era ese hombre.

Aquel estar diáfano continuó hasta que tuvimos que dejarla al fin en el cementerio, en la tumba familiar, finalmente reunida con sus padres, cerca de su esposo. Del abuelo que nunca conocí.

Les comenté a mis hermanos si habían experimentado esa notoria sensación de paz y respondieron que no sólo la habían sentido sino que en lugar de marcharse del cementerio, se quedaron con la abuela toda la noche en esa misma armonía, sentados sobre su tumba fumando y charlando en medio de las flores, hablando de ella, recordando todas sus cosas. Las cosas con ella, la infancia en la aldea, en la casa de Vila, su pertinaz y acostumbrado cariño... y acompañándola. Y que por la mañana, al poco de amanecer, ella se fue y entonces ellos volvieron a casa.

Esa fue la vivencia de la muerte de mi abuela. Nunca la imaginé así, pero extrañamente, pasó a formar parte de uno sucesos más hermosos de mi vida.


Angeles Yagüe

Texto agregado el 17-10-2006, y leído por 489 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
03-05-2008 Transmites a las mil maravillas todas esas sensaciones, nada fáciles de describir. Un regalo único. volarela
09-02-2007 Las abuelas siempre tienen tiempo para escucharnos y atendernos ,imposible olvidar esos modelos de vida.Mis***** pantera1
11-01-2007 Fina sensibilidad que me emociona. ergo (5*) ergozsoft
02-11-2006 Perfecto. OrlandoTeran
27-10-2006 Buen cuento. Ojalá mi funeral fuera así. Gatoazul
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