NECEDAD

Cuando Rubén abandonó a Corina todos creímos que iba a enloquecer. Era tanto lo que lo quería que no podíamos imaginarnos cómo viviría sin él. Sin embargo, sin perder la sonrisa, nos dijo: - Me ama. Está asustado de lo que siente, pero no puede evitarlo. Va a volver -. Nadie se atrevió a contradecirla.
Corina repetía pequeñas ceremonias diarias. Cada mañana al levantarse, parada a los piés de su cama, abría los brazos y lo pensaba con fuerza. Se imaginaba recorriéndole las venas, latiendo dentro de su pecho. En la oficina, cuando se metía en el baño, se paraba en dirección a la casa de Rubén y lo llamaba con el pensamiento. Escribía su nombre en papeles blancos siempre con tinta azul y los guardaba entre su ropa interior. – Me quiere – repetía – no puede evitarlo.-
Rubén conoció a una mujer una noche en una fiesta y comenzó una relación nueva. Supusimos que Corina moriría de pena, pero no. Siguió sonriendo. A sus pequeños ritos se sumaron otros. Antes que nada, todas las mañanas, tomaba una cucharada de miel para endulzar su futuro. Se dormía envuelta en un viejo suéter que él había dejado, sin importarle los cuarenta grados que nos torturaban cada verano. Cada noche de luna llena, a las nueve y veintidós, encendía una vela blanca junto a un ramo de flores también blancas mientras repetía como una plegaria el mismo deseo: - volvéeeee..... volvéeeeee....-
Tiempo después, Rubén se casó con aquella mujer, y ahí sí temimos de verdad por la vida de Corina. Ella fue al casamiento y se guardó en la cartera un puñado del arroz que voló por el aire. Con la misma calma de los últimos años, repetía: - No se preocupen. Él siempre seguirá enamorado de mí. Tiempo al tiempo. Ya va a volver.-
Con los granos de arroz enhebró un precioso rosario y cada nueva luna se sentaba frente a la ventana a rezar cosas que no entendíamos, una letanía de palabras dulces para él.
Rubén tuvo tres hijos. Corina, además de seguir escribiendo su nombre en papeles blancos, empezó a comerlos. Llegó a comerse diez en un mismo día. Cada año a fines de octubre, se vestía con una túnica blanca y se paraba descalza a la orilla del río. Ponía sobre el agua pequeñas canastas con flores y las miraba alejarse mientras sonreía. Por las noches bailaba girando como un trompo, repitiendo ese nombre hasta caer rendida.
Los hijos de Rubén se casaron; su mujer cedió a cada uno su vestido de bodas como amuleto. Corina asistió a las tres bodas desde el último banco de la iglesia, sonriendo, sin que se le humedecieran los ojos ni un poco. Además de los papeles se comía las flores pétalo por pétalo. – Falta poco. Ya vuelve. Me ama, me ama. Pero tiene miedo.-
En todos estos años nunca perdió esa fe inquebrantable. Pero un día, Rubén murió de viejo. Cuando corrió la noticia, supimos que la frágil cordura de Corina se rompería definitivamente. La espera había terminado y Rubén no había vuelto ni siquiera un poquito. Desesperados, fuimos hasta su casa sin saber con qué nos encontraríamos.
La encontramos sentada en el suelo, rodeada de miles de pétalos de jazmín y pedacitos de papeles blancos, con su rosario de arroz colgado del cuello, vestida con su túnica blanca y descalza.
-¿ Han visto?- nos dijo sin moverse de su sitio y sonriendo desde su rostro arrugado. – Se ha muerto de amor.-


Yanina Martul