(A propòsito del Dìa de Muertos)
El viajero de mil caminos se dejò caer en espera de la Muerte. La deseaba. Anhelaba que èsta llegara y pusiera fin a su sufrimiento. No lo atormentaba el dolor fìsico de su cuerpo maltrecho y de las heridas inflingidas por el sol de muchas jornadas. Le dolìa la ignorancia de no saber què hay mas allà de la frontera de la vida. ¿Que sigue despuès de exhalar el ùltimo aliento? Habìa viajado por todos los continentes, visitado sabios y consultado oràculos y la llaga de la ignorancia seguìa atormentàndolo. "¿Ubi sunt qui ante nos in mundo fuere?" La Muerte debìa conocer la respuesta a todas sus preguntas. Ella, que se los llevò a todos antes que èl, que tuvo el postrer atisbo a sus miradas ùltimas, que tuvo el privilegio, como una madre orgullosa de sus hijos, de observar sus primeros pasos tras cruzar la ùltima puerta.
Pero la Muerte, cual veleidosa amante, se tardaba en llegar. Porque esta dama no llega a capricho nuestro, sino en sus propios tiempos, y a veces, coqueteando con nuestros deseos, nos deja esperando, y otras se aparece de improviso como un intruso en la noche que se sienta a nuestra mesa sin ser invitado.
Gruesas làgrimas rodaron por sus secas mejillas, pero cuando la viò llegar, engalanada como para un baile, todo su ser se llenò de alegrìa. Ella abriò su boca desdentada y obscura, " ¡por fin!, el secreto a punto de ser revelado" -pensò el viajero- pero de la boca de la Muerte no saliò ni un sonido, solo señalò con su huesudo dedo el tiempo pasado. El viajero tuvo frente a sì toda su vida en un segundo, y entendiò que con todo lo bueno y con todo lo malo, su existencia habìa sido plena. Y ahora conocerìa la plenitud de la muerte sin remordimientos. Iniciò su ùltimo viaje en el silencio mas absoluto, y del brazo de su dama, mudos los dos, atravesaron el abismo.
TIGRILLA
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