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Leonardo Sarmiento caminó tranquilamente hacia el centro de la aristocrática sala. “Las doce en punto y nadie ha llamado”, fue la sentencia del honorable con voz entrecortada por el nerviosismo. Se acercó a la ventana tratando de mirar abajo, a la enfurecida multitud. En la calle los ánimos estaban caldeados, la gente gritaba con furia desatada. El doctor Sarmiento encendió uno de sus costosos cigarros y se puso a escupir aros de humo. Estaba tan calmado, que hasta parecía satisfecho, y actuaba como si de antemano fuera dueño de la situación. En cierto momento una piedra lanzada desde abajo rozó los vidrios y aterrizó al borde de la cornisa. El honorable, visiblemente alarmado, lo instó a escapar. “Tranquilo”, le dice Leonardo Sarmiento a su empleado. En ese minuto un horrible sonido de balacera comenzó a silbar allá abajo. “Los que iban a llamar”- prosigue el doctor Sarmiento –“están muertos”.
“¿Cómo dice?” El honorable siente una espina de hielo clavada en su conciencia. Su mente gira vertiginosa, pero no llega a comprender. “Lo que oyó” – escupe con sorna el elegante traidor. “Y el responsable de sus muertes, al contrario de lo que usted podría suponer, no es Gonzáles”.

Gonzáles era un asesino único, un criminal dotado, para muchos, de una genuina sensibilidad estética. Sus casos obsesionaron a Periodistas y Público en General, y habían llenado millares de informes policiales. Se lo consideraba poseedor de una crueldad sin límites, y a la vez, de una especie de intensidad poética que había desquiciado a más de uno. Adentrarse en el estudio de sus crímenes era para muchos una tarea apasionante y demencial. (La opinión de consenso era que Gonzáles odiaba la sangre.)

“¿Entonces quien los mató?” Leonardo Sarmiento lanzó una diabólica carcajada. “Yo, por supuesto.” El cuerpo del honorable reaccionó instintivamente al oír estas palabras y fue víctima de un espasmo, pero no alcanzó a decir “traidor”, pues una bala calibre 44 le perforó el cerebro. “Adoro los silenciadores,” pensó el homicida mientras sonreía complacido. Alguien que había entrado sin ser visto tomó el arma de la mano del doctor Sarmiento y cargó con el cadáver. El aristócrata subió por el ascensor hasta llegar a la terraza del edificio, en donde lo esperaba un helicóptero con las hélices en marcha. Mientras él observaba desde el aire, a salvo y orgulloso de su maniobra, abajo la multitud comenzó a matarse a balazos. Desde el aire, Gonzáles se sentía satisfecho por haberse burlado del futuro.

Texto agregado el 30-10-2006, y leído por 220 visitantes. (1 voto)


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