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El Mendigo

No fue hace mucho que iba caminando, triste yo por el triste centro de la ciudad. Eran las nueve de la noche y ya todo estaba oscuro, los negros perros salían a escudriñar entre la basura y los mendigos junto a las prostitutas plagaban las calles y en número alcanzaban al de las moscas que rondaban la basura. Y seguía yo con mi triste caminar.

Vivía por el centro, así que no temía a un penoso y cruel encuentro, que podía tener su motivo en mi inocencia, en mi inseguridad que se fundaba en mis cortos diecisiete años. Pedir ayuda era fácil, le gritaba a un vecino o corría desesperado, como loco, hacia la puerta de mi casa, a la seguridad que me significaba el sonido de ésta cuando se bloqueaba, cuando la cerraba. Me faltaban ya no más de dos cuadras para tener en mi historia un final feliz, hasta que del portal de una casa antigua, de esas típicas de Arequipa, de un sillar que debería ser blanco pero que en realidad es negro por el humo impregnado de los carros, salió un mendigo, un típico vago. La barba crecida, el pelo enredado y entreverado, como un árbol que no supo crecer; y sus ojos rojos, iluminados, de una mirada seca y dirigida a sus arrugadas y negras manos, lo caracterizaban. Pasé junto a él, pues ya era imposible evitarlo cruzando la calle; hubiese sido muy obvia mi acción, muy ofensiva. Y me habló, me dijo “hola”, le respondí y seguí con mi camino. No avancé más de un metro hasta que me tomó del brazo: “¿Quieres conocer mi casa?”. Sin escuchar mi respuesta desesperada, paró un taxi, “no tengo plata”, le dije, pensando que eso era lo que realmente quería, a lo que me respondió con un burlón “yo sí”. “A Cayma, a Los Ángeles”. Y nos dirigimos a la zona más exclusiva de la ciudad.

Llegamos a su casa, una casa aparentemente noble de material noble, tenía una cerca blanca y un jardín enorme. Un pastor alemán ladraba a lo lejos desde su “casa”. Entramos a la sala y di un paso, dirigiéndome hacia aquel rojo sofá de aparente comodidad, y fue ahí cuando el mendigo me apuntó con una pistola. Al ver mi reacción prendió un cigarro y se sentó en el aparentemente cómodo sofá. “Es muy simple lo que te voy a pedir, si lo haces vives y si no, mueres, es muy simple, hijo”.

Dos horas después de esa frase, abandoné aquella casa en un taxi con el corazón aún latiendo y en mi mente el recuerdo de la rubia esposa del mendigo, rubia teñida, por cierto, del sexo que tuvimos junto a su hija, aquella rosada niña rubia natural; y de la filmación que se me hizo, que sería comercializada en el mercado negro de pornografía europea.

Y fue así como perdí mi virginidad.

Texto agregado el 04-11-2006, y leído por 129 visitantes. (0 votos)


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