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Para Pica Ayataki

Uno

Cuando el sopor del mediodía formaba espejismos de mercurio en el horizonte, el mensajero divisó a lo lejos el empinado volcán Licancabur con su cumbre gratinada de nieve. Su imponente imagen semejaba un esbelto felino de piedra con su lomo pronunciado apuntando a las estrellas.

Abatido por el inclemente desierto el indio chasqui lanzó un suspiro de alivio al divisar en las faldas del volcán el luminoso destello de los rayos solares golpeando la superficie del lago. A lo lejos en pequeños puntos los flamencos, las alpacas y las chinchillas hacían bullir la vida de golpe devolviendo con ello la fe y la vitalidad al solitario mensajero que avanzaba a pies descalzos como aturdido por la desolación de los salares y la hondura de las quebradas. Llevaba en su cinto un mensaje del sacerdote que anunciaba con urgencia a todos los ayllús emplazados al sur de Machu Pichu, los peligros y los deseos facinerosos del conquistador de la cruz.

El bolo de coca pegado en el paladar le contrajo las tripas y calmó su puna a los pies del mosaico hasta que dio con el abandonado pucará de piedras que servía de refugio a los viajantes. Llevaba días caminando desde el collasuyo rumbo al sur, por eso el sol llenaba de llagas y sarpullidos su ennegrecida piel; heridas y dolores que apenas mitigaba con la pulpa de los cactus que colgaban erectos sobre los cerros de la cordillera andina, los que también servían para calmar la nauseabunda sed.

Al entrar al pucará de inmediato el viento quedó impedido de su humanidad; como pudo tiró toda la carga sobre la tierra y se dejó caer como un saco desplomado al interior del refugio. Hacía dos días se había encontrado con los conquistadores y la imagen de las armaduras sobre los caballos daban vuelta sobre su mente asombrada y confusa; también el peyote que llevaba en sus tripas conspiraba en sus alucinaciones. El fruto del cactus, potente alucinógeno, servía para matar el hambre y avivar su misticismo, claro que solo era conveniente comerlo cuando se llegaba a alguna estación, de otro modo se corría el peligro de terminar desecho en el fondo de alguna quebrada, o congelado por el frío en medio de la soledad del desierto. En aquel momento el peyote hacía sus efectos en el chasqui tendido de espaldas enfrentado a la bóveda de las estrellas. El paisaje lentamente comenzaba a tornarse mortecino ante sus ojos cansados.

Dos.

Cuando el indio volvió a abrir sus ojos el entorno lucía profundamente alterado. Aun permanecía tendido de espalda en el interior del pucará, claro que ahora con la sensación de estar suspendido en el aire. Con una lentitud sideral el mensajero salió de los murallones de piedra y se plantó al borde del cerro que apenas era un grano al lado del enorme volcán endemoniado. De pronto el cielo se le mostró encendido mientras las estrellas danzaban como serpientes de neón. Los efectos del peyote lo hicieron despertar inquieto y ahora le mostraban cóndores de fuego y nubes de algarrobos con formas horripilantes que poco a poco como un vaporoso telón, comenzaban a clausurar el tablero de la noche. Las alucinaciones se sucedieron a raudales hasta que el feroz sonido de un trueno le estremeció los oídos, detrás un manto de lluvia se dejó caer y como pequeñas lancetas las gotas se fueron a clavar sobre su rostro y su mollera. Como un hombre pájaro el indio extendió sus brazos y comenzó a cantar una plegaria a la noche brincando de roca en roca al borde del cerro como una salamandra hasta caer con el abdomen sobre el arenal convertido en un amaru o culebra que contorneaba su irreconocible cuerpo escamoso en la arena en un vertiginoso descenso hacia lo más recóndito de la noche.

Más tarde volaría convertido en lechuza hasta la falda del volcán donde coincidió con los sacerdotes que le hablaron. Mucho antes alcanzó a divisarlos cuando bajaban zigzagueantes por la falda del Licancabur. Ellos fueron los primeros que le presagiaron el final del imperio del sol. Sobre sus cuerpos los quipucamayos o brujos llevaban pintados guanacos y alpacas en gran número; ajustadas a sus cabezas lucían unas coronas que se abrían con sus puntas como el astro sol en las penumbras. En medio de su locura ellos le hablaron del conquistador, de sus afanes y sus cruces demoledoras de cuatro puntas; de sus estolas y sus banderas; de los ojos de fuego y espadas melladas por la sangre del aborigen; de una tal virgen madre de un sedicioso; y de una cobarde traición de los indios yanaconas del imperio. En su abdomen una ardiente llamarada comenzó a quemar las paredes de su cuerpo avivando su sed. Muy poco alcanzó a entenderle a los sacerdotes que durante un largo rato no pararon de hablarle cosas extrañas sobre el apocalipsis de su pueblo. Mientras duró la plegaria de los espíritus nunca pudo verles el rostro con nitidez por más que se esforzó hasta el mismo momento en que se esfumaron bordeando el precipicio.

Al final de la noche el enloquecido mensajero aun presa del crepúsculo de su mente, peregrinó convertido en lagartija hasta bordear la boca del volcán. Más tarde terminó sumergido en un profundo sueño mortuorio de imágenes difusas y agobiantes.

Tres

Apenas el sol entibió la mañana, el indio chasqui reanudó su travesía. Al despertar en la mañana se encontró tirado en el fondo de una húmeda cueva a kilómetros del volcán que la noche anterior lo atrajo como un imán convertido en lagartija. De vuelta a la peregrinación caminó y caminó por el núcleo del desierto bordeando salares, vegas y bofedales hasta encontrarse al mediodía con el luminoso horizonte del pacífico. Al bajar el cerro atraído por la magia del océano el mensajero de pronto se encontró con la columna de conquistadores que formaba una serpentina atravesando la orilla del mar. Como pudo se dejó caer al piso ocultándose entre las rocas intentando mimetizarse. Nunca antes los vio tan de cerca como acontecía en aquel momento; la caravana avanzaba por la línea de alta marea hacia el sur cuando el nervioso aborigen los tuvo a metros de donde se encontraba oculto.

El brillo de las armaduras lo dejaron fascinado, nunca antes vio tantas maravillas juntas. El acero templado de las lanzas y las espadas hicieron estremecer su asombro. Su cosmos se vino abajo o a lo menos quedó en duda cuando pudo constatar la presencia de los indios yanaconas que caminaban tirando de una cuerda las bestias de cuatro patas como las alpacas y las vicuñas con mitad humana, eran verdaderos monstruos que hacían resonar con estruendo sus pasos sobre la arena y el agua del mar. Por un momento pensó que los indios que avanzaban junto a la columna de bestias eran prisioneros tomados a la fuerza para algún oscuro propósito; sin embargo cuando estuvo más cerca pudo notar que ninguno de ellos mostraba signos de maltratos o cuestiones semejantes sino que al contrario se veían mansos, como complacidos de estar ahí con esos extraños seres.

Más tarde los viajeros lo vinieron a descubrir escondido tras unas matas de chañar. Ahí había decidido quedarse dormido a metros del lugar donde la caravana instaló su campamento. Con voz seca le ordenaron levantarse mientras en sus manos empuñaban unas espigadas lanzas puntiagudas que le clavaron levemente en sus costillas. A gritos fue conminado a ponerse de pie mientras los indios, que momentos antes alcanzó a distinguir caminando delante de las bestias, le pedían en su lengua ponerse de pie cuanto antes si no quería desatar la ira de los señores. Lentamente el chasqui se incorporó y caminó al lado de sus captores en dirección al fogón del campamento, el mismo que podía distinguirse desde lo lejos por su gran intensidad. Por un leve instante el indio creyó que todo se trataba de la continuación de las alucinaciones que la víspera asolaron su cabeza, sin embargo extrañamente todo era como real.

Cuatro.

La primera vez que sus captores le dieron a probar esa agua ardiente que calcinó su garganta el indio chasqui se sintió mareado y con unas ganas incontenibles de danzar la saya de sus antepasados incas. La sensación de mareo provocado por el extraño líquido que le dieron a beber mezclado con las intensas ganas de reír; terminarían por turbarlo completamente.

Muy confundido el mensajero solo alcanzaba a notar los gritos escandalosos de los sujetos que se hallaban rodeando el fogón. Estaba mareado y todo le daba vueltas, sin embargo el ardor en su garganta y el hecho de que el frío de la noche no le afectara en lo más mínimo siquiera, instigaron para el inicio de su largo romance con el aguardiente. A cambio de sus indicaciones al conquistador para encontrar el oro oculto en algunos poblados al interior de collasuyo, siempre tuvo a su disposición el bendito alcohol que calmaba sus demonios. También lo conseguía a cambio de lustrar las enormes botas de cuero a los españoles o de dar de comer a los caballos y a las mulas que conformaban la caravana. Con ellos permaneció durante todo el viaje hasta su arribo al cerro Huelén.

Con ellos aprendió a montar, a comprender con éxito el español, y a curar el mellado del hierro. Se hizo sirviente del conquistador a cambio de cuidado, algo de comida y aguardiente. Por ellos sería evangelizado y salvado por la misericordia del Dios Todopoderoso. A cambio de tanta generosidad el indio les entregó las llaves de la corona.

Cinco

Antes de morir bajo el machete del indio Michimalongo en la quema de la ciudad de Santiago, una noche cerca de Pichidangui, el chasqui se descubrió metido en lo más profundo de un bosque de enormes lengas. Allí se sentó a recordar su pacarina o pasado con un dejo de melancolía que le circulaba por la sangre. La rabia se mezclaba con la añoranza de su pueblo y el destino de sus seres más queridos. Sintió verdadera impotencia de no tenerlos a su lado para contarles la divina verdad acerca del cosmos que se le había develado; de las mentiras de Tupac Yupanqui y la esclavitud de la mita. Existía un Dios y ese había mandado a su hijo a la tierra a morir por los pecados de los hombres; su madre virgen; un espíritu santo. Por un segundo sintió vergüenza de su pasado hereje y para mitigarla no tardó en llevar la botella a su boca mientras que con la mano libre se persignaba la cara.

Texto agregado el 02-02-2004, y leído por 3450 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
11-02-2004 Cada vez mas, vas a mas. Y no se a donde vas a llegar. Esto es como un desplegable de postales, pero las tuyas huelen, saben y se sienten. Un abrazo. nomecreona
05-02-2004 Cao, es un tremendo cuento, escrito de forma perfecta, lleno de matices. El costumbrismo lo manejas como si no te costara nada... esa es una enorme virtud. Retrastas con bellas imágenes una colonización terrible desde la forma hasta el fondo, nunca había pensado en el daño que se situaba en el punto de las creencias, la religiosidad, es tremendo tu enfoque. Interesante también como se deja ver el velo sutil del mal que hasta hoy nos ha dejado esta crisis de identidad y de los costos de ello. El personaje está muy bien retratado en la sumición y en la actitud aguda frente a lo desconocido. Cao es un gran trabajo, logras traspasar la historia al lectos. Muy muy bien. Saludos y estrellas para ti. CaroStar
02-02-2004 Un cuento extenso, bellamente escrito, con descripciones e imagenes sobresalientees. No cansa al leerlo, aun de su extensión, lo que indica que mantiene el interes. El fondo es una bofetada a lo que adquirimos. y respeta lo bueno. Tal vez la cabeza la acortaría e intentaria darle mas movimiento. un abrazo ruben sendero
02-02-2004 Un cuento emotivo y mágico. Impresionante en su desarrollo y significado. Fotograma de nuestras culturas carcomidas por extraños. rodrigo
02-02-2004 Alli terminó la vida y comenzó el sobrevivir...Hay textos frente a los cuales uno debe guardar respetuoso y admirado silencio.Este es uno de ellos. Muy bien hecho. Un abrazo. Gracias por compartirlo hache
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