Él la miró, ella volteó y lo miró también. Él pudo sentir la frialdad de su mirada mientras seguía de pie bajo el umbral de la puerta. Era un lugar frío, un café que solía frecuentar, un lugar oscuro, inhóspito... frío. Aún así guardaba un halo de dulzura, muy en el fondo, con sus lámparas a media luz. Como ella.

Se sentó en la mesa de siempre; estaba desocupada, como siempre...

Tomó sus lentes, dio un vistazo a esa figura que lo intrigaba, que le atraía, ansiando que sus ojos se encontraran nuevamente y lo inundaran de esa fría dulzura que lo había invadido hace unos instantes, pero la frialdad de la indiferencia llenó aquél espacio que anhelaba convertir en fuego. Entonces, bajó la cabeza

Volvió a la tierra, a su libro, a sus hojas, pero no podía dejar de mirarla. Lo llamaba, lo confundía con lo que hacía.. pero ¿qué hacía? nada... ¿entonces por qué lo cautivaba así?, ¿por qué no podía dejar de buscar a esa criatura ajena a sus ojos?

Tomó el lápiz y trató de escribir. Sólo pensaba en ella, y las únicas palabras que circulaban sumergiendo el ambiente en un estado de profunda ansiedad, eran de ella, le pertenecían. Él se las obsequiaba en cada respiro, en cada suspiro, a través del aire que entraba y salía de sus pulmones dibujando en el espacio que los mantenía separados algo irreconocible, una figura de dimensiones inconmensurables, ahogada en el humo que podía verse volar por el lugar, emanado por los cigarros de sus frecuentes clientes hacia un camino que no lo lleva a ninguna parte, que lo invita a mezclarse con la nada.
Mírame... mírame, pensaba, mientras intentaba llenar el vacío de las páginas tristes que esperaban nerviosas la historia que albergaba aquel templo de inspiración. Aquella imagen frágil que no le decía nada. Y era... sólo era. Era... era una mezcla entre el hielo y el fuego... Era, era la visión más perfecta de un ángel, quizás una rosa... No, no era una niña, no era una mujer. Era ella, sólo ella, que no tenía nombre, ella que estaba sentada tan lejos y a la vez tan cerca que lo quemaba con el brillo de sus ojos al mirar la nada. Ella, que estaba iluminada perfectamente con la media luz del ambiente... ella, sumergiendo en su hermosura al prisionero de sus sueños... ella... ella.

Entonces, en su profunda necesidad, comenzó a tejerse en su mundo un sueño al que tácitamente la invitó en una mirada. En este sueño él era el dueño de su ser, la arrancaba del mundo para internarla en su mundo de fantasía y hacerla prisionera de ese espacio entre el corazón y la razón.



Ella sintió su mirada y lo miró. Lo miró con una timidez expectante, que albergaba dulzura. Mas bajó la mirada y se sumergió en el café que besaban sus labios.

Descubrió en aquella figura dibujada perfectamente entre la penumbra al misterio que inventó alguna vez pensando en un ladrón de almas... aquél personaje que le añadía fantasía a su mundo de sueños, ese mundo, su mundo, el que había creado en la ilusión de vivir en un misterio perpetuo, esclavizada por la incertidumbre autoprovocada del vivir sin vivir.

Y ahora el deseo de averiguarlo atormentaba su razón, ardía prisionera de una aventura absurda...

¿ Qué hacía tergiversando realidades escasamente descubiertas?. Tal vez era preciso aguardar en el silencio e imaginar que sí era, pues averiguarlo rompería el hechizo y dejaría de serlo.

Entonces frenó el impulso irracional de voltearse y mirarlo; mas su pasión la obligó a actuar, y sin pensarlo, volteó y lo observó absorto en un montón de hojas, soñando un sueño. (que añoró, en ese momento, fuera de ella)

... Y no la vio

Ella... inmersa en la ciega esperanza del que no espera, (y soborna a la cobardía para que se haga su fiel compañera) volvió a besar al café... inmutable, en paz con sus sueños, conforme con sus miedos.