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EL PROFESOR DE DIBUJO

Joaquín esperaba el ómnibus de las ocho de la mañana, como todos los días, en la parada de siempre. Lo vio acercarse, un tanto destartalado pero cumpliendo todavía con los pasajeros.
Subió, buscando como de costumbre un asiento del lado derecho. Colocó las carpetas y el abrigo sobre el portaequipajes y la matera junto al asiento.
Se sentó tratando de no pensar en nada y deseando que nadie se ubicara a su lado. Pero en la siguiente parada vio que subía mucha gente. Eso era lo que más le molestaba. Viajar, no tanto. Viajar para trabajar no era tan duro, después de todo. Las clases de dibujo que daba en el liceo de un pueblo distante sesenta kilómetros le permitían sobrevivir sin sobresaltos. Eran pocas sus exigencias de muchacho soltero de veintisiete años.
Pero sentir la presencia de tanta gente dentro del espacio reducido del ómnibus le oprimía la garganta. Sabía perfectamente que cualquier día podría pasar algo.
El ómnibus se llenó. Los abrigos de invierno hacían que cada uno ocupara el doble del espacio correspondiente a su cuerpo. Una mujer gorda pidió permiso y se sentó a su lado. Joaquín asintió con un gruñido y cerró los ojos, tratando de aislarse de ese mundo poblado de seres desconocidos. Tratando de no pensar.
Aunque no mirara, intuía que iban saliendo de la ciudad y empezaban a ganar la ruta.
Los murmullos a su alrededor crecían de a ratos y trozos de conversación desperdigados e inconexos pugnaban por meterse en su pensamiento. Tal vez se durmiera, deseó con todas sus fuerzas. Pero de pronto, el chofer frenó bruscamente y el cuerpo se le fue hacia delante. Una oleada de furor se le instaló en la garganta, pero se contuvo.
Miró por la ventanilla hacia los campos casi vacíos y vio desfilar en sentido inverso los árboles, las suaves ondulaciones del terreno, los alambrados. Como hipnotizado se concentró en los alambrados siempre iguales, y en su fuga vertiginosa hacia atrás.
Pero el ómnibus se detuvo, ahora para que subieran algunos escolares. Ya no quedaban asientos vacíos y tres o cuatro personas viajaban de pie, silenciosos, mirando hacia la lejanía. Los tres niños y una niña quedaron también parados en el pasillo.
Joaquín los conocía. Todos los días menos los sábados ascendían en la parada del kilómetro 235 y se bajaban unos veinte minutos más adelante, frente a la escuela granja 108.
Los contempló uno por uno. El más alto tenía los cabellos largos y lacios, mal cortados. Tendría unos trece años y la túnica vieja y amarillenta le quedaba corta. Se veía que era callado y huidizo. Por las mangas que ya no le cubrían todo el brazo, aparecían sus manos grandes, con dedos terminados en uñas roídas, bordeadas de un contorno negro. Seguro que trabajaba en la tierra, tal vez en la misma escuela granja.
Joaquín volvió a cerrar los ojos. Quería evadirse del imán de los niños. No sabía muy bien por qué le interesaban tanto. Él no deseaba interesarse, temía que le viniera el tumulto de imágenes sangrientas que lo perseguía siempre que algún niño capturaba su atención. Por suerte nunca le pasaba con sus alumnos. En el aula observaba cómo inclinaban su cabeza mientras dibujaban absortos, prendidos a la música de Mozart que solía llevar para ambientar la clase.
El coche se detuvo una vez más y Joaquín abrió los ojos. Dos fornidos hombres de campo, vestidos con sus ropas de trabajo, charlaban y reían animadamente, mientras se ubicaban en el pasillo un poco más allá de los niños. Sus voces roncas y altas lo distrajeron un momento, aunque de su conversación sólo le llegó con nitidez el nombre de Perico. .
¡Perico! La palabra estalló en su mente. Cerró de nuevo los ojos y el pensamiento se le fue hacia aquella tarde en que a su perro Perico lo atropelló la camioneta blanca de la Intendencia. Él tenía doce años y su perro era desde hacía mucho tiempo su único amigo. Recordaba con insólita claridad el cuerpo alargado sobre el medio de la avenida, bien enfrente a su casa, rodeado de la sangre que se le escapaba a chorros de una herida sobre el espinazo, las vértebras rotas asomando blancas e indefensas entre el pelaje marrón claro, ahora rojizo.
Lo había contemplado estático, paralizado por la imagen fatal, mientras los vecinos lo rodeaban y la mano fuerte de su padre apretaba su hombro y su voz desde muy lejos le decía que Perico se iba a morir. En efecto, la muerte lo ganó en pocos minutos. No recordaba nada más que la figura ensangrentada de Perico muerto en medio de la avenida, frente a su casa.
Enseguida se había encerrado en su cuarto. Incapaz de llorar, dibujó ese cuerpo sangriento que lo fascinaba aun trece años después. Lo dibujó una y otra vez, mil veces, en los días siguientes al accidente. Su madre, con la frialdad de siempre, se había limitado a decirle que dejara ya de hacer esos dibujos patéticos. Sin que Joaquín lo deseara, apareció en su mente la gélida mirada de su madre.
Abrió los ojos para desterrar esa mirada y posó la suya una vez más en los niños parados en el pasillo del ómnibus. Qué raro que aun no hubiesen llegado a la escuela 108. Miró el reloj. Apenas ocho y veinte. Faltaban cuarenta minutos para llegar al pueblo donde trabajaba.
Contempló a otro de los chiquillos, un niño risueño de pícara expresión, y lo imaginó muerto en medio de la ruta, atropellado por el mismo ómnibus en que viajaban. Quiso espantar esa imagen y recordó que hacía unos días había visto en el noticiero de las diecinueve que en la Costa de Oro se produjo un accidente así, cuando un escolar fue a cruzar por delante del ómnibus hacia la acera opuesta. Morbosamente quiso ver el cuerpo estrellado en la pantallita del televisor, pero estaba cubierto por un trapo oscuro. Se sintió defraudado. Hubiera deseado verlo para dibujarlo. Lo dibujó, de todos modos, aunque inventando el rostro y las heridas, la posición del cuerpo y la sangre rodeándolo.
Miró los cabellos rubios y revueltos del chico, sus ojos de un azul intenso y no pudo evitar que le volviera el deseo de siempre. ¿Y si lo matara allí mismo?
Empezó a evaluar la situación. Los hombres fornidos más allá de los niños no conversaban ahora; uno de ellos descansaba todo el peso de su cuerpo sobre el pie izquierdo, mientras miraba distraídamente hacia el campo despoblado. El otro fingía dormir, aunque parado, el brazo levantado, sosteniéndose del portaequipajes. A su lado, la mujer gorda dormitaba. Todos parecían distraídos.
¿Con qué lo mataría? La trincheta con que hacía punta a los lápices de sus alumnos estaba guardada en la carpeta que había dejado en el portaequipajes. Pero en el bolsillo derecho de su pantalón llevaba su navaja suiza compacta multiuso. La sacaría de allí y comenzaría a limpiarse las uñas con el alicate, mientras subrepticiamente dejaría libre la hoja de la navaja. Saltaría como un gato por encima de la gorda, se abalanzaría sobre el rubio que ahora reía conversando con la niña que probablemente fuera su hermanita, antes de que los distraídos pasajeros pudieran reaccionar y le clavaría la hoja afilada de la navajita.
El ómnibus se detuvo frente a la escuela granja 108. Los chicos descendieron y corrieron hacia tres niñas que saltaban a la cuerda en el patio de entrada, mientras un perrito lanudo escarbaba vertiginosamente en unas matas bajas.
El ómnibus arrancó. Joaquín cerró los ojos y se durmió.

Iris Mabel Cal. Uruguay, julio de 2001

Texto agregado el 06-07-2002, y leído por 1629 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-06-2007 si muy bueno ..pero el final no me gusto ...he de ser sinsero pero capturaste mi atencin hasta llegar al final .de la historia .saludos desde mi mundo mal hecho... saxmiguel7
02-02-2005 Al Igual que mi amiga chilena Lorenap me gusta tu forma de relatar: te considero completa;Me da la sensación que el personaje, por experiencia propia, consideraba que el niño debía de pasar por algo trágico, como sucedió con él. Claramente, a partir de la pérdida de us mascota, SAe volvió un adicto a las imágenes sangrientas. microman
21-07-2004 es un buen relato, me gusta la forma de narrar, besos lorenap
 
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