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Inicio / Cuenteros Locales / javierpsilocybin / El gran plan de Boinas

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Me dijo que para hacer una bomba de ruido se necesitaba:

1. una botella de Kem Piña (200 cc.)
2. con ácido muriático
3. y monedas de peso

Las cuestiones sonaban lo suficientemente fuerte como para asustar a un montón varios metros a la redonda. Y, por supuesto, dependiendo del contexto donde se la use y los fines con que se la use, los efectos podían ser aún mayores.

ii

A las 10 de la noche de un día miércoles recibí su llamada al celular. Estaba llamando desde un teléfono público en alguna parte de Providencia o Ñuñoa, vaya uno a saber. Me dijo que necesitaba –por favor– que le llevara monedas de un peso, todas las que tuviera o pudiera conseguir, y que se las fuera a dejar a Los Leones, o al Cine Hoyts, donde me conviniera más. Le pregunte que para qué las quería y me dijo que era una explicación larga, y que se le iba a acabar la plata, pero era un asunto importante y no me podía correr con el favor. Y después, pip pip piiip, fin de la comunicación.

Como casi siempre que me piden favores, no los cumplo o los cumplo a medias o los cumplo con mala gana. Pero como le debía un favor de hace poco –me había convidado salvia divinorum, una droga increíble que había importado desde Argentina a través de Internet– tuve que concederle el favor y –de mala gana– tomé el metro y me fui a Los Leones.

Una vez en camino corroboré que tenía el pedido: en efecto, siempre tengo monedas de un peso. Así cuando voy al supermercado y la cajera me dice que son mil trescientos veintisiete pesos, yo voy y le paso los mil trescientos veintisiete pesos y me siento más astuto que el Hogar de Cristo.

Llego a estación Los Leones y vuelve a sonar mi celular. Digo aló. Es él de nuevo. Camina hacia dentro, me dice. Y dónde es adentro, le pregunto yo. Hacia allá, me dice como si pudiera verlo, anda pa' Campus Oriente. Y yo le digo que oquéi y le corto.

iii

Boinas había leído en un foro la siguiente información: el decano de la facultad de Teología era poseedor de un texto antiquísimo avalado en algunos miles de dólares. Se trataba de una página del Evangelio según San Lucas que databa del siglo IV después de Cristo. El contenido más importante sería la parábola de la dracma perdida. Y por sobre todo, un logion jesuano que no aparecería en otras versiones contemporáneas del evangelio y que revelaría algunas características idiosincrásicas de la comunidad en que fue copiado el texto.

Ciertas casualidades que sólo se dan en el mundo de la red, hizo que Boinas conociera un comprador de reliquias que estaba dispuesto a comprar el texto en algunos cientos de dólares. Aunque el trato era bastante desfavorable para Boinas, la suma no era nada despreciable.
Con el tiempo la posibilidad de conseguir ese dinero rondó la mente de Boinas. Pero por sobre todo sabía que esa cantidad de dinero sería suficiente para comprar todos los materiales que necesitaba para poder instalar su fábrica de psilocybe cubensis, una especie de hongos alucinógenos que importaría desde Ámsterdam y que –según él– lo haría millonario acá en Chile, debido a un agujero en la ley que le permitiría recolectar el suficiente capital antes de tener problemas serios. Después su fantasía contemplaba un cambio de domicilio a unas tierras al sur de Chile, una conversación con Tompkins y la instalación de una productora clandestina de hongos que proveería a clientes de todo el mundo. La fantasía era peor aún que eso, pero para efectos de dar el primer paso, sólo necesitaba unos cientos de dólares que podía conseguir haciendo un trabajito sencillo.

Contactó al comprador de antigüedades y cerró el trato. Le conseguiría la reliquia dentro de un plazo no mayor a dos meses.

iv

Durante ese tiempo, Boinas visitó la Facultad de Teología incansables veces. Hizo las averiguaciones necesarias y llegó a la conclusión de que la mejor forma de concretar su misión era robando la reliquia en un plan maestro que ya comenzaba a urdir.
Los materiales para llevar a cabo su plan eran los siguientes:

* Una bomba de humo (construida según las indicaciones que encontró en un foro anarquista, a base de glicerina en un tarro nescafé). Peso: 320 gr.
* Tres bombas de ruido. Peso: 270 gr. cada una
* Aluminio en polvo: 100 gr.
* Un walkie-talkie sintonizado en la misma frecuencia que lo ocupan los guardias de seguridad (otro dato obtenido de una página anarquista). 450 gr.
* Una mecha, un encendedor y monedas de peso: 80 gr.

El tiempo requerido para la operación era de 24 minutos. En ese lapso sería capaz de franquear la seguridad a la entrada del campus, distraer a los guardias, irrumpir en la oficina del decano, sacar la reliquia y transportarla fuera del campus sana y salva para la posterior transacción.

v

Boinas se despidió de mí a la entrada del campus. Estaba vestido de azul marino, con un pasamontañas y unos guantes. Por supuesto, no llevaba la boina que lo caracterizaba. Llevaba un pequeño morral con todos los utensilios. Amarrado a su espalda, llevaba un bate de béisbol bastante macizo. Seguramente de acero o algún material así. De hecho, se veía bastante incómodo y pesado como para andarlo acarreando en una misión tan secreta. Cuando le pregunté por qué, me dijo que era el precio del error. Si me equivoco, quizás haya que romperle la pierna a alguien o algo así. Me estrechó la mano y saltó la reja por uno de los costados.

La primera fase del plan consistía en dirigirse a la parte trasera del campus, allí donde está la pista de atletismo, e instalar una primera bomba de ruido, una segunda un poco más lejos y una tercera aún más allá. La bomba de humo sería puesta en el otro extremo junto a una casucha.

Cuando sonó la primera bomba de ruido, me sobresalté. Imaginé que se las habría ingeniado para utilizar la laberíntica infraestructura del campus como una gran bóveda de resonancia. Inmediatamente vi prenderse la luz de la caseta que da hacia Diagonal Oriente (o Av. Jaime Guzmán Errázuriz) y salir al guardia con cara de qué-ha-pasado-aquí o dónde-estoy, que para estos casos es casi la misma.

En ese momento Boinas tomaría su walkie-talkie y en una jerga imposible (el código de los guardias de seguridad, aprendido también vía foro) les señalaría que se dirigieran hacia el fondo del campus. Esta era la parte más peligrosa, toda mi vida imaginé que en casos de emergencia, los guardias dispondrían de un estratagema especial para diseminarse eficientemente por el campus y controlar todos los puntos. Pero según Boinas eso no es así: he visto a todos los guardias de un banco yéndose al estacionamiento de atrás, sólo porque un gil no sabía usar la maquinita para salir. Absurdo o no, eso fue lo que pasó. Y lentamente los guardias empezaron a desplazarse y dejaron las vías despejadas para que Boina retornara hacia la facultad de Teología.

Las siguientes bombas de ruido explotaron en un intervalo menor. El ruido fue diferente pero no menos estruendoso. Me fijé que en algunas casas se prendían luces, y la gente salía a mirar. En otras casas se apagaban las luces y se corrían las cortinas levemente. No pude evitar pensar que estando yo ahí, parado en la mitad de la calle, podía involucrarme con el asunto. Así que corrí a esconderme (en realidad no corrí, sólo troté, o quizás ni siquiera eso), pero mientras lo hacía no pude evitar pensar que haciendo eso sí que disiparía toda duda acerca de que yo estuviera involucrado en el asunto. Entonces me paré. Y caminé lo más normalmente posible (lo que en esos momentos es imposible para la percepción subjetiva). Fue cuando escuché un oiga y el corazón me empezó a latir a mil. Me di vuelta instintivamente. Era un taxista que quería compartir su extrañeza conmigo. Mientras me metía conversa, Boinas ya estaría en la tercera fase del plan.

Boinas se paró fuera de la puerta de la facultad y colocó la mecha con el aluminio en polvo junto a la ranura y la chapa. Según él, no había necesidad de forzar una puerta si se podía derretir la chapa con aluminio hirviendo. Puesto que el material fue prohibido después del 73 por el posible uso militar que podía dársele, Boinas tuvo que conseguir el suyo recurriendo a un colegio: los laboratorios de colegio casi siempre tienen sus materiales juntando polvo en una gaveta.

Con la facilidad que el aluminio en polvo llega a temperaturas de miles de grados celsius en un par de segundos, Boinas ya estaba listo para entrar a la cuarta fase del plan. La parte que tenía que realizar más rápido, porque la alarma comenzaría a sonar apenas el diera un paso dentro del hall. A toda velocidad corrió, se dirigió a la oficina del Decano y rompió el vidrio que hacía de muralla junto a la puerta. Prendió la luz instintivamente y buscó la caja que estaba junto a una versión de "Die heilige Schrift" de 1805. La caja estaba sellada, pero no había duda: tenía que ser la caja con el texto.

Salió rápidamente del lugar con la caja en su bolso y se dirigió a la escalera este, la que baja y lleva directamente a los estacionamientos. Cuando cruzó el umbral vio dos sombras que venían hacia él desde la cancha trasera. Entonces empezó a correr hacia la salida. Sólo un par de metros lo distanciaban de la calle.

Desde donde yo estaba podía escuchar las voces de la persecución. Y vi cuando Boinas se subía a la reja y trataba de saltarla. Logré reconocer su cara. Había olvidado algo: el picadillo de paciflora. Este elemento con inhibidor de la monoaminooxidasa demoraba la degradación de la adrenalina, algo que le hubiera permitido –según él– saltar la reja de un sólo salto. De todas formas, los guardias no lo alcanzaban desde el piso. Pero uno de ellos tenía la llave y comenzaba a abrir la reja. Será que cuando uno está más apurado no atina a achuntarle a la llave correcta, o quizás justo se había echado a perder el candado. Lo cierto es que para cuando los guardias lograron abrir el portón, Boinas ya estaba dentro del taxi –el del taxista que me quiso conversar– y se metían por una calle perpendicular (o debiera decir oblicua) a Diagonal Oriente.

vi

A los diez días, el noticiario mostró la captura del presunto malhechor: un estudiante de cuarto año de la carrera de Arte Precolombino en ARCIS. Con ello se daba por concluido el caso y todo el mundo quedó satisfecho –excepto la gente de ARCIS. Nadie dudó de la culpabilidad del individuo, ni siquiera yo. Algo malo tendría que haber hecho de todas formas.

Lo cierto es que Boinas seguía como siempre. Cuando le pregunté cómo le había ido con la transacción, no me quiso decir. Nunca le vi ninguna fábrica de hongos ni nada que se le asemejara. Cuando le tocaban el tema, decía que no podía contar, que era secreto. Pasó el tiempo y no nos quedó otra que olvidar el asunto.

Al año siguiente, Boinas se salió de la carrera y dio la PSU de nuevo. Entró a la Chile, a Bachillerato.

Desde entonces, no vuelto a verlo.

Texto agregado el 18-11-2006, y leído por 88 visitantes. (0 votos)


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