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Marcela, huesuda y risueña era la única nieta de la señora Marta. Vivía con ella todos los veranos y alegraba con sus travesuras la monótona vida de la anciana. Le gustaba correr detrás de los gorriones y observarlos ensimismada como si se hubiera ido volando con ellos. Sabía hacer muchas cosas a pesar de sus ocho años y se esforzaba en no molestar a ninguna de las sirvientes de su abuela.

Era alta para su edad y las curvas debajo de sus vestidos infantiles anunciaban la hermosa mujer que pronto dejaría de correr por el gran jardín. Sus ojos negros, tan grandes que parecían dos túneles inescrutables, contrastaban con sus labios llenos de húmedos deseos. Poseía esa extraña mezcla de niña ingenua y malvada, aunque de su boca nadie había escuchado sonido alguno. Sus orejas, más bien pequeñas, tenían el extraño don de moverse a voluntad.

Su madre nunca pudo aceptar que no hablara. Se pasó la vida tratando de buscar una respuesta al eterno silencio de su hija, que se olvidó de ella. Se pasaba los días en las bibliotecas y universidades, hablando con médicos y asistiendo a seminarios. Entró a estudiar medicina y se especializó en trastornos psicológicos. Para ella la razón de la mudez de su hija fue un susto al nacer. Su objetivo era hipnotizarla y regresarla al momento del parto para ver lo que había sucedido antes del primer y único llanto que dejó escapar en toda su vida. Sometía a su hija a extraños experimentos y rituales. Viajó desde la milenaria India hasta las heladas aguas de los esquimales buscando la única respuesta que ella quería escuchar.

Su padre, en cambio, se refugió en exitosos negocios. Gracias a su dedicación, la familia de Marcela logró amasar una buena fortuna que poco a poco sería consumida por el capricho de su madre. Esteban, el padre de Marcela era un hombre tranquilo, lleno de grandes ideas y de pocas palabras. Muy admirado por sus amigos y poco cariñoso. Cuando los médicos le dijeron que Marcela no hablaría pensó que no era cierto. Durante un tiempo se empeñó junto a su esposa en la búsqueda de la dichosa respuesta, pero poco a poco se fue alejando. Llegó a consolarse pensando que no le sería difícil casarse, una esposa muda en aquellos días era muy apetecible. Un año le duró el consuelo, terminó por refugiarse en sus negocios y olvidándose de aquella hija, castigo de quizás qué pecados juveniles.

Marcela creció en medio de dos enfermeras que fueron las únicas madres que llegó a conocer realmente, ida de la realidad la mayoría del tiempo gracias a las investigaciones de su madre y sin sentir nada especial por aquel señor que le daba un beso en la mañana y otro en la noche, antes de dormirse. La única persona importante era su abuela Marta y la parcela de su abuela fue el único lugar real que conoció. Con ella no necesitaba su cuadernito para explicar lo que quería. A los tres años su madre la había obligado a aprender a escribir. Se tardó dos años, uno consiente y el otro hipnotizada; y cuando finalmente lo logró, su madre se tituló de psicóloga y ella se ganó un molesto compañero.

La abuela de Marcela era una señora enfermiza, había tenido un sólo hijo y un marido que siempre la protegió para que ella nunca se molestara. Marta nunca en su vida tuvo que pensar ni siquiera en el menú del almuerzo del día siguiente o en la ropa con que vestiría a su hijo. Para eso estaba su marido. Vivió una vida con olor a remedios y a sueños, tan feliz que nunca supo que había sido feliz hasta el día en que su esposo amaneció colgado en el sótano de la casa. Su corazón se hizo tan pequeño que apenas lo sintió y el aire parecía no querer entrar en su fina boca a menos que ella hiciera un gran esfuerzo. Fue un día oscuro para Marta, no sólo conoció la pena sino que también supo lo que era la felicidad. Para suerte de ella su hijo era todo un hombre y se hizo cargo de la situación. Fue en ese único momento en el que la señora Marta pensó. Su hijo se encargó de seguir pensando por ella hasta el día en que se enamoró y la dejó para ir a casarse con la mujer de sus sueños, que en nada se parecía a su madre.

Marta cayó en cama y no se levantó de ahí hasta el día en que nació su nieta. Desde entonces las dos se unieron como dos cristales fundidos por las manos de un artesano caprichoso. La gran casa amarilla, con una inmensidad verde a su alrededor, fue el refugio perfecto para una niña enfermiza y muda como Marcela, y se transformaba en el paisaje que la anciana había soñado por tantos años. Por vez primera usó sus manos para alimentar a otra persona que no fuera ella misma. Por primera vez se la vio preocupada, aunque ni la propia Marta sabía por qué. Ella fue la primera que arrancó una mueca parecida a una sonrisa en la cara de la bebé silente.

La señora Marta había ocupado su larga vida de no pensar en coleccionar toda clase de objetos, algunos muy valiosos como las finas joyas que le regalaba su esposo con el secreto pensamiento de sacarla de su estado de quietud. Otros no tanto, como más de quinientas piedrecillas multicolores que recogió en sus pocas salidas al jardín mientras su marido aún vivía. Después de la muerte de éste y de la partida de su hijo, la anciana ahogó sus penas en el alcohol, y sus momentos de sobriedad los pasó mirando las botellas que estaban esparcidas por toda la habitación. Las borracheras al principio la hicieron sentir como fuera de su cuerpo. Sentía en su interior la misma sensación de cuando su marido la sacó de la casa paterna para llevarla a la cama, con el permiso otorgado por el cura del pueblo.

A medida que transcurrían los días, las semanas y los meses el alcohol ya no le producía nada diferente. Siempre había vivido en una burbuja llena de sueños y mientras más bebía más se encerraba en ella.

La habitación olía a cantina y las sirvientas, que para no dejarla sola tomaban con ella, apenas si tenían fuerzas para recoger las numerosas botellas que se acumulaban por montones en el suelo. Las tres mujeres solían inventar historias vagando en una semiinconsciencia. La mayoría de las veces no se podían sus cuerpos reblandecidos y arrugados por el ardor del ron en el cuerpo.

La abuela de Marcela llegó a tener tantas botellas como estrellas en el cielo. Un día gris de invierno comenzó a hablar con ellas. Desde entonces se le escuchaba todo el tiempo hablando. Les cantaba, les contaba historias, incluso reía y lloraba con ellas. La botella de whisky era la que ella más respetaba. Decía que ese brebaje dorado era el que más malestar le había provocado después de la pérdida de su esposo, por esa razón tenía una sola de esas botellas. A ella le contaba sus más íntimos secretos y solamente cuando estaba sola. Las sirvientas no lograron hablar con las amigas de vidrio y poco a poco empezaron a recobrar la conciencia y la cordura. Habían transcurrido cinco años.
Los padres de Marcela, que vivían sumidos en la desgracia de tener una hija muda no se percataron del estilo de vida que llevaba la anciana. Sólo se limitaban a enviarle el dinero correspondiente a la pensión de viudez y uno que otro regalito típico de abuelita, como una linda y sobria bufanda para los fríos días invernales, o deliciosos malvaviscos para su cumpleaños.

La noche que nació Marcela, Marta se despertó de su encantamiento y se levantó de la cama por primera vez después de muchos años. Por vez primera mandó que le prepararan un buen baño, con agua de rosas y leche. Las sirvientas no salían de su asombro y a duras penas se dispusieron con los preparativos. El cuerpo de Marta, que ya había pasado de los sesenta estaba curvado. Las piernas apenas le obedecieron cuando quiso salir de su cuarto. El camisón, que ella siempre creyó como su piel, estaba pegado a su espalda, y su cabello que antaño desenredara su delicado esposo, parecía una maraña de hilos plateados remojados en una agua turbia y hedionda.

Exigió a las sirvientas que la bañaran, la vistieran y la peinaran, e hizo llamar al cura, único hombre que la visitaba de vez en cuando, para que la llevara a la ciudad a ver a su nieta.

Desde ese día, cuando sus miradas se encontraron, se unieron para siempre. La anciana comenzó a soñar cosas lindas en su vida y mandó a ventilar toda su casa. Nunca supo por qué había que ordenar, sólo le pareció más bonito. Les exigió a sus empleadas que tuvieran todo bonito, todos los días, pero esas sirvientes que la habían acompañado durante los treinta años que vivió flotando, ya no estaban en condiciones de cargar con toda la casa. Una de ellas terminó colgada con la misma cuerda que usara el marido de Marta y la otra desapareció un día para nunca más volver.

Por primera vez en su no pensada vida Marta estaba sola. No sabía vestirse, no sabía lavarse, ni hacer un huevo. Menos encender la estufa, ni tampoco usar el teléfono para pedir ayuda, aunque tampoco sabía pedir ayuda, sólo sabía cantar, reír y llorar y hablar con las botellas. Afortunadamente para la mujer su hijo acertó a pasar una tarde y se ocupó de darle almuerzo, poner orden y contratar un nuevo servicio doméstico.
Su colección de piedrecillas y la de botellas eran sus preciados bienes. Poseía las más diversas botellas que habían contenido el néctar de los más exquisitos brebajes. Solía olerlos de vez en cuando para rememorar esas perdidas sensaciones de flotación.

Marcela, la ‘mudita huesuda’, como le decían cariñosamente las sirvientas, pasaba horas encerrada con su abuela en la casa. A Marcela le gustaba sacar el olor perdido de aquellas figuras heladas. Una vez la abuela le contó que las botellas podían hablar y Marcela se pasó tres días sin moverse del lado de una botella de whisky, esperando que ésta le permitiera hablar con las demás. Según la anciana esa era la botella que mandaba a las demás.

Para poder conocerlas mejor, abuela y nieta decidieron ponerlas en fila, primero la del whisky- porque le gustaba a su abuelo-, después el pisco, por ser el oficial del país, luego las botella de ron, cachaza, tequila, vino, vodka y al final las de los licores dulces que habían sido de colores. Como Marcela no sabía contar, sólo escribía en su cuadernito, nunca supo que en el cuarto había más de mil botellas de las formas más extraordinarias y de todas las texturas del mundo.

La abuela de ‘mudita huesuda’, que era tan huesuda como su nieta, hablaba con ellas. Las acariciaba y las contaba, por si a alguien se le hubiese ocurrido sacarlas. Todas las botellas estaban esmeradamente brillantes y en cada una de ellas se podía sentir el olor de su antiguo contenido. Nunca fueron llenadas con otros líquidos ni menos con otras substancias raras. Abuela y nieta compartían el secreto de hablar con las botellas.

Como Marcela era muda y la abuela estaba un poco loca, y además nunca aprendió a leer ni a escribir, todo el mundo se preguntaba cómo se entendían esas dos. Cada vez, después de la fiesta del año nuevo, Esteban dejaba a su hija en la parcela de su madre y respiraba tranquilo. Dos meses para olvidar el extraño engendro que había hecho con su adorada esposa. Para la madre de Marcela era un sacrificio total deshacerse de su conejita de laboratorio, pero por más que argumentara, chillara o pataleara, su marido era inflexible. Para Esteban era más asombroso el mejoramiento que mostraba su madre, que la situación de su hija.
Una tarde, mientras Marcela y su abuela conversaban con las botellas, un griterío llenó el aire. Las dos mujeres se miraron asustadas al sentir que llamaban en la puerta del cuarto. Una de las sirvientas reclamaba a la anciana y le decía que había un incendio. Marcela entendió y dirigió a su abuela una mirada de pánico. Por segunda vez en su vida Marta reaccionó, agarró su colección de piedritas del jardín y las lanzó contra la ventana. El vidrio estalló en millones de brillantes pedacitos dando un espectáculo genial. Marcela quedó anonadada con la visión y algo pareció aflojarse en su interior. Algo helado en su hombro la sacó del asombro, la abuela con cara de iluminada le estaba pasando las botellas para que las tirara hacia afuera.

-Hay que salvarlas del fuego o se derretirán- decía su boca desdentada.

Marcela la miraba con cara de idiota. No podían tirar las botellas. Se romperían y después no querrían hablar más con ellas. La impaciencia de la abuela se transformó en ira y comenzó a tirar botellas por doquier. La temperatura en el cuarto esta subiendo rápidamente. Marcela entendió la situación de peligro de sus adoradas y numerosas amigas, que le decían -rómpenos, no importa, pero escucha bien, después tienes que recoger todos los pedazos para poder juntarnos otra vez- exclamaban con sus voces cristalinas.

Marcela empezó a abrazarlas a todas. La abuela no dejaba de zamarrearla para que las tirara por la ventana, pero la niña parecía sumida en una llorosa despedida. Esta vez, igual a cuando nació, Marcela empezó a llorar y a gritar. Los sonidos que salían de su boca eran imprecisos y desafinados, como un viejo violín, pero fueron las únicas palabras que salieron de aquella joven boca.

La abuela yacía tirada sobre los restos de sus más queridas botellas, muerta. De su deforme cuerpo sólo quedaban los huesos negros por el fuego. La mayoría de sus botellas estaban negras, pero enteras. De Marcela nunca se supo.

Desde aquel terrible incendio, la parcela fue cerrada. Esteban no quiso venderla, ni arreglarla, ni nada. Levantó un muro muy alto y gris. En la parte superior colocó un montón de vidrios incrustados para evitar que algún intruso quisiera entrar.
Los vecinos del lugar aseguran que cada verano se escucha un sonar de vidrios y voces, como si alguien jugara a hablar con botellas.

Patra

Texto agregado el 02-12-2006, y leído por 136 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-12-2006 Una historia bien narrada y que te sumerge en continuar leyendo , con un final inesperado!!****** terref
02-12-2006 Muy buena historia, una mezcla de magia con costumbrismo, narrada de una forma muy entretenida. Mis *s para ud. Otro_Jota
 
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