Al volver a casa, seguramente se acostara de inmediato. Me imagino que le había pasado un día exigente. Tuvo varias reuniones y encuentros—unos casuales y otros un poco peligrosos. Perdió dos hombres suyos, como usted ya se debe de haber enterado, Mariano y Efrén. De la noche se quedó mucho en La Ardilla Roja, en la calle Fronteras, donde bebió a tutiplén. Adempero siguió con sus deberes; tuvo una reunión con don Chuche y sus gorilas; después habló con Fernando Pilares, de quien, por supuesto, se sabe poco hasta ahora. Desaparece con frecuencia y me imagino que no tiene muchos compadres que pudiéramos interrogar.

Después de todo eso, lo perseguí hasta su casa, como me mandó usted. Debió de saber que lo seguía. Sabe lo que hace, le he dicho. Esperó bastante ratito antes de siquiera pretender salir. ¡Tenía las luces apagadas por dos horas! No exagero, jefe. Yo, tan cansado como él debía de estar, me acosté en el coche por accidente, pero sólo por una hora, durante la cual debió de salir a hurtadillas. Lo siento mucho.