Fuma el último cigarrillo. Hace rato está fumando el último y sabe que vendrán otros después de este, pero le gusta creer que tiene todo bajo control.

Hace un tiempo también piensa en su edad, en sus cuarenta y cinco años. Le ha dado por hacer matemáticas con sus frustraciones. Compara sus hechos con los logros de las estrellas de la música, los artistas famosos, los músico reconocidos… Casi todos son menores que él y eso le aprieta los huevos. “Fulano logró con veinte hacer esto y yo con veinte no tenía idea de nada”, piensa muy seguido.

Se ha quedado solo. Nadie los soporta, nadie lo invita a comer, nadie quiere saber nada de él. Es lógico, piensa, con lo mierda que he sido hasta yo me odiaría de conocerme como amigo.

Enciende otro cigarro… el último. Tiene esperanzas de lograr que sea el último.

No tiene hijos, ni mujer, ni casa, ni ahorros y nada que lo llene de orgullo ajeno.

Quiere encender otro cigarrillo y recuerda que se le acabaron. La cajetilla está vacía. Es hora de irse a la mierda, de acabar con los días grises y de limpiar las lágrimas. Saca la soga, la cuelga de la rama del árbol, en el parque. Es de noche, así que nadie interrumpirá su único acto de iniciativa propia. Las estrellas brillan en lo alto y la luna se burla con su media sonrisa de la amargura del pobre diablo.

Las ranas cantan. Los pájaros se asustan cuando la soga cae sobre una rama.

Nuestro personaje se pone la soga en el cuello… imagina la figura trágica que forman él y la cuerda, con la noche de trasfondo.

Quiere un último cigarrillo.

Bueno, lo del suicidio puede esperar un poco más, no hay que ser tan radicales. Se quita la soga, baja del árbol y se larga a comprar otro paquete de cigarros.

Para morir siempre hay tiempo.