Les había matado anteayer, y aún en casa pensaba que nada olía mal. Ya se preocuparía de sacar la basura luego.
En ese instante sólo quería ver la película de la semana, sentado ante la gran pantalla de plasma y soñando que ahora esas vidas eran suyas.
Ambos cadáveres yacían sobre la cama, con los ojos cerrados y el edredón azul tapando la sangre.
La película era un clásico, por más que su director insistiese en que él no hacía esa clase de cosas. “La maldición del escorpión de Jade” imitaba el cine de los cuarenta y le divertía porque le recordaba a “el apartamento”, de Billy Wilder.
Le goteaba sangre de la ceja derecha y su pantalón estaba empapado. Pero aquello tampoco le preocupaba. Helen Hunt y sus frases eran más relevantes.
En la calle llovía un mar frío y abrió las ventanas en un intento de que aquello se congelase. Le dolía el puño, porque el maldito hombre de la casa se las había dado de duro en el último momento.
Le apetecía fumar, y beberse una copa como en la escena del bar que veía. Abrió todos los cajones pero no encontró más que fotos y cintas de papel rosadas. No había bar y la nevera sólo contenía zumos y frutas.
Pensó que, en realidad, aquella no fue una gran elección. Se dejó llevar por esa enorme pantalla. Y las colecciones de cine que veía a través de su ventana.
En la avenida los sonidos de ambulancias y bomberos. Una carcajada salió corriendo de su garganta.
Desde el sofá observó el humo procedente de su departamento y extrañó el olor dulce del gas.