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A media tarde, la analgesia del alma se produce tras otro sorbo de exquisito y oscuro mate, bebido con lentitud, diseccionando los recovecos insólitos de la hierba madre, analizando los matices de su sabor y aroma. Pedro solía tumbarse de medio lado en un mullido sofá al fondo del antro de Tomás. La languidez de las luces apenas hacían acto de presencia y se perdían entre los rincones, dando lumbre escasa a la tapicería y sus agujeros ennegrecidos por las chustas mal apagadas. Alguna telaraña se escondía en la esquina oriental con vistas a la barra y disfrutaba de la más absoluta seguridad, nadie movería un dedo por privar al pequeño arácnido del don de la vida, al contrario, daba al local un aspecto más hogareño. Era habitual convivir con pequeños insectos en aquella zona de matojo espeso, de verde frondoso pisando el traje de cola a la civilización desposada con la polución y la revolución industrial tecnológica. Pedro sólo sabía de tabaco, de plantarlo y fumarlo. Aunque a veces necesitara desconectar del trabajo adulterando la solanácea con algún condimento que él llamaba mágico, la plantación era su vida y no se imaginaba ni remotamente en tierras ajenas a aquellas. Era un hombre comprometido con su profesión, tanto que, con los años, había adquirido una sindactilia prodigiosa para liar aquel magnífico tabaco de aroma suave.

En las últimas semanas había acontecido algo que inquietaba de forma considerable a Pedro y en cierto modo suscitaba una señal de pronunciada alarma a la que el muchacho no podía hacer oídos sordos. Cada día impar desde hacía tres semanas, Pedro amanecía con la extraña sensación de no haber descansado lo suficiente y quejumbroso se acercaba al ventanal que daba a la plantación, acariciando perezoso su vientre y estirándose hasta casi tocar el techo de la casita en la cual vivía. Con una taza de leche de cabra fresquita se espabilaba y se vestía de faena. Cuando llegaba al lugar donde comenzaba la tarea de supervisión de las plantas, algo raro le acometía. Notaba plantas rotas, pisadas y, para su gran desdicha, algunas incluso habían desaparecido dejando un hueco irremplazable hasta la próxima vez que plantara. En tres semanas esto no había dejado de repetirse el día cinco, el siete, el nueve... siempre en días impares. Una noche decidió montar guardia para intentar echar el guante de improviso a aquel que tan burlonamente sustraía parte del pan que le alimentaba, pero no tardó en caer en brazos de Morfeo. A las seis de la mañana bien pasadas amaneció ladeado en la incómoda silla de madera vieja a las puertas de su casita y el ladrón, en un acto de chulería había arrancado un par de tallos de la hilera de plantas que se encontraban justo en frente de Pedro. Aquello desató su ira de forma inusual, pues era un hombre tranquilo, pacífico y de talante sosegado.

Una de esas noches en las que mal dormía, una voz sorprendentemente eufónica hizo que despertara y aún con los ojos entrecerrados se asomara a la ventana. Un lampo casi le tira de espaldas, su brillo cegador obligó a Pedro a cerrar los ojos con fuerza y cubrir su cara con el antebrazo. No daba crédito a lo que sucedía, un hombrecillo danzaba de aquí para allá entre las plantas de tabaco, rodeado de pajarillos, de los cuales provenía aquella dulce cadencia y que Pedro había confundido con una melódica voz. Sin duda los mitos a veces cobran vida y este parecía ser la resolución del misterio que tanto abrumaba a Pedro. Sin duda alguna se trataba de un Pombero, el duende más popular de Brasil y al tiempo el más escurridizo. Siempre lo creyó una leyenda de las que se cuentan alrededor de la hoguera entre amigos, o una anécdota del anciano del lugar que lo vio de niño... nunca habría creído en estas historias de no haberlo visto con sus propios ojos, allí delante, bailando y riendo, robando su tabaco.

Cuando Pedro reaccionó y borró la parálisis de su cuerpo, abrió la ventana y la cruzó de un salto aún descalzo y en calzoncillos como estaba. En un alarde de valentía profirió una bravata con un tono amenazante que alertó al Pombero, éste poseía el don de la invisibilidad, pero ante lo inesperado de verse sorprendido por aquel humano, con semejante indumentaria, no pudo más que salir corriendo a cuatro patas por toda la plantación. Pedro lo persiguió guiado por los pájaros que le seguían de cerca. El duende, que no tendría más de medio metro de altura y que gozaba de unas patas muy cortas y brazos muy largos, corría como un caballo desbocado sin norte, así acabó tropezando con la entrada de la casita de Pedro. Acorralado como se vio el duende, apuntado fríamente por el cañón de un fusil, arremetió contra la puerta colándose por el ojo de la cerradura. Cuando Pedro abrió la puerta, la casa de toque minimalista por necesidad, estaba completamente desordenada y la ventana que daba a la parte trasera abierta. El Pombero había escapado. Pedro jamás volvió a recibir la visita de este ser, al menos él así lo creía, pero no era inusual ver al muchacho aparecer desconcertado por el cuchitril de Tomás golpeándose la sien derecha con los dedos, al parecer para intentar recordar dónde diablos había dejado las llaves de casa o la petaca del tabaco. Y siempre, siempre, entraba al bar con el mismo talante, se acercaba a la barra y levantando la mano con aire distraído decía:

- Anda Tomás, pon un mate antes que el Pombero también me lo extravíe.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 70 visitantes. (1 voto)


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