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Inicio / Cuenteros Locales / vmc_icon / La Bondad y la Maldad suelen vivir juntas

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Cuentan que apartados de la ciudad vivía una pareja de ancianos, Mitsuro y Otohime. Japón estaba creciendo estrepitosamente y, educados en la cultura más tradicional, no se creían preparados para la urbe moderna. Apenas importaba esta minucia, pues el matrimonio ya en el ocaso de su vida eran capaces de mantenerse holgados con el alimento que del campo de cultivo extraían.

Mitsuro compartía el almuerzo con Ayomi, su perro. Sentado en un tocón de madera vieja, con el aire matutino azotando livianamente su ajada cara, mezclaba el arroz blanco con un poco de carne y setas que su mujer había preparado. A medio bocado, Ayomi dio un brinco por encima del banasto que su amo había traído consigo y empezó a escarbar con ansia la tierra húmeda. Mitsuro intrigado dejó el bol sobre la parte plana del tocón y se acercó alimentando su jovial curiosidad.

- ¿Qué buscas Ayomi, eh? Venga chico, déjalo, déjalo... – decía con graciosa dejadez.

El can seguía insistiendo, lanzando tierra mojada por entre sus patas traseras. Cuando las arrugas del anciano empezaron a arrugarse como inicio de una leve reprimenda, el perro dejó de cavar y pareció que arañaba algo, como indicando a su amo que había encontrado lo que buscaba. Mitsuro se acercó al agujero y pudo ver un trozo de madera parcialmente oculto por la tierra parda. Golpeó con los nudillos, sonaba firme. Con ayuda de Ayomi desenterró un poco más el objeto y pudo observar sin ninguna duda que se trataba de un pequeño cofre. La curiosidad empezaba a dar paso a la euforia y la sorpresa, acarició la cabeza del perro y abrió el contenedor de madera. El brillo del Sol reflejado en las monedas y joyas doradas del interior hizo que Mitsuro cayera de espaldas lanzando una sonora carcajada.

- ¡Muy bien muchacho! ¡Muy bien! – Acarició nuevamente a su fiel amigo.

Cuando llegó a casa y mostró el tesoro a Otohime, ésta saltó de alegría. Pronto decidieron que lo mejor que podían hacer con tal inesperada fortuna era repartir una parte entre los pobres y el resto invertirlo en tierras de cultivo. Así, abandonaron su casa al día siguiente para hacer efectivos sus propósitos, estarían todo el día fuera y Ayomi se encargaría de cuidarles la hacienda. Aprovecharían también para visitar a sus cognado más íntimo, sus hijos.

Una vez lejos de casa, ajenos a cualquier acontecimiento que transcurriera en su hogar, Ayomi ladraba con furia a sus vecinos. La ira de Ayomi era bien motivada, pues el matrimonio que ocupaba la casa vecina era de un carácter más bien avaro y egoísta y en aquel momento intentaban engatusar al can para que fuese con ellos a cambio de un trozo de sanguinolenta carne. El perro no se inmutó, permaneció inerme. Esto hizo enfurecer al anciano, que quería arrancar de los brazos de Mitsuro a su fiel cómplice para que buscase un tesoro para él y su esposa. Viendo el malévolo viejo que Ayomi no se movía ni comía, agarró un trozo de madera y lo apaleó hasta darle muerte. Cuando Mitsuro regresó a casa encontró los restos de Ayomi, los recogió y los quemó. Lloró mientras se desvanecía en volutas de humo. Mitsuro hizo de su funeral una bonita despedida. Cuando se hubieron extinguido las últimas llamas, enterró las cenizas y plantó un pino sobre la tumba. Este no tardó en crecer y convertirse en un corpulento y frondoso árbol.

Pasado un tiempo de la muerte del perro, Ayomi se le aparecía en sueños a su amo instándole a que talara el pino que había sobre su tumba y construyese con él una mesita donde limpiar el arroz de la cosecha. El anciano le hizo caso y cuando golpeaba el arroz para limpiarlo este se transformaba en granos de oro. Su vecino, envidioso y avaro, siempre andaba curioseando por los alrededores del hogar de Mitsuro y no tardó en percatarse de tal milagro. Así que, con falsa inocencia, pidió prestada la mesita a su vecino. La bondad de Mitsuro no conocía límites y no dudó en dejar que su vecino se llevara la mesa, pero cuando colocó el arroz sobre esta y lo golpeaba, lo desquebrajaba como único resultado. Rojo de rabia, golpeó la mesa hasta hacer de ella un montón de astillas.

Ayomi volvió a aparecer en los sueños de Mitsuro, esta vez le aconsejaba que recogiera las astillas de la mesita mágica para posteriormente esparcirlas sobre un árbol seco, así lo hizo. Al instante el árbol cobró vida, floreciendo con inesperada belleza. El árbol viejo y desvencijado fue resucitado milagrosamente. Mitsuro viajó por los pueblos colindantes con el fin de mostrar tal prodigio a las gentes y olvidarse por un tiempo de sus perversos vecinos. Pronto llegó a oídos del emperador tal proeza y Mitsuro fue invitado a palacio junto con su esposa. Cuando hubo visto con sus propios ojos el milagro de la vida que infundaban las astillas en manos de Mitsuro al arrojarlas contra cualquier moribundo árbol, el emperador quedó satisfecho y sorprendido. Cuando el maligno vecino de Mitsuro supo de la noticia de la visita de sus vecinos al palacio del emperador, se introdujo a hurtadillas en su casa y robó algunas de las astillas que aún guardaba el anciano. Entonces se animó a decir que él también podía revivir árboles lastimeros con el poder que las astillas mágicas le habían conferido. El emperador oyó el comentar de las gentes e invitó al anciano a demostrar aquello de lo que presumía para comprobar si una segunda persona era capaz de tal asombroso acto. En el hodierno de sus quehaceres, el emperador recibió al malicioso vecino de Mitsuro. Cuando éste quiso demostrar su hazaña, no sólo no pudo hacer brotar ni una sola flor del apagado árbol sino que las astillas vinieron a clavarse en la cara del monarca. Enfurecido mandó que lo apresaran y cortaran la cabeza. Mitsuro que aún rondaba por palacio como invitado, al oír tal noticia se apresuró a pedir clemencia al egregio emperador en nombre de su vecino. Éste aceptó en honor a la amistad y respeto por Mitsuro, el cual prometió que su esposa y él harían todo lo posible por encauzar en el buen camino a su vecino.

Ayomi no volvió a aparecer en los sueños de Mitsuro. Sus vecinos aprendieron que la maldad siempre ofrece frutos prohibidos a quien la prueba y que el cultivo de la misma no da más que una cosecha podrida y hedionda. Las dos parejas de ancianos vivieron en paz, pero Mitsuro, empeñado en ver cumplida su promesa, siempre anduvo con un ojo abierto incluso mientras dormía. Evitando cualquier malvado acto en el camino de la bienaventuranza que debían seguir sus vecinos.

Mitsuro satisfecho por la sucesión de acontecimientos quiso agradecer al can por su papel en aquella historia. Construyó un pequeño arca con las astillas de la mesita mágica y en su interior introdujo algunas de las cenizas que aún permanecían enterradas en su tumba. Cuando la primavera vino a saludarlo, Mitsuro se acercó al océano y en una broa cercana dejó la pequeña nave para que las aguas la arrastrasen mar adentro. Sintió como Ayomi se despedía de él y le deseaba lo mejor. El arca flotó eternamente, sin ver nunca interrumpido su curso a lo largo de los mares y, a su paso, inmensos bancos de peces emergían danzarines, anunciando la vida que la muerte les traía, infestando de arrecifes coralinos las profundidades marinas.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 706 visitantes. (0 votos)


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