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Era un día especialmente despejado y aún la Luna se veía compartiendo el día en su perigeo con el Sol. Hugh King había decidido darse un respiro de su trabajo como herrero en la víspera del día de Todos los Santos, había cogido los bártulos y se dirigió alegre a la ribera del río más cercano al pueblo, a tan solo unos minutos caminando. Así, motivado por las propicias circunstancias, se dispuso cómodamente en una de las rocas, en la curva sinuosa de uno de los meandros, sacó el aparejo de pesca de la cesta de mimbre y, colocando un jugoso gusano como cebo en el anzuelo, lanzó la caña con un suave movimiento de látigo, primero hacia atrás y luego hacia delante con un golpe seco. Recogió sedal hasta tensar el hilo y esperó. A Hugh le gustaban aquellas escapadas al río, más que por la pesca, por los momentos de deleite imaginativo que propiciaban. Rodeado de la hermosura del bosque, a los pies del río y con una imaginación desbordante, Hugh King disfrutaba divagando mentalmente por esos mundos de fantasía que las leyendas cuentan, llenos de hadas, duendes y magia. Desde bien pequeño iba persiguiendo encontrarse con estos seres aún en sueños. Pero aunque nunca lograra ver a ninguna de estas criaturas mágicas, no le importaba, el sólo placer que le profería dar rienda suelta a su cabecita era más que suficiente para alegrar sus monótonos días en la herrería y la vida en general.

Estando allí sentado en la roca, sin un solo pez en la cesta aún y avanzada la media tarde, Hugh oyó alborotadas risas tras la maleza cercana tras de sí y quiso saber, movido por su curiosidad, que regocijaba tanto a aquellos que reían sin descanso. Asomó su testa por entre un arbusto y, en un diminuto claro, vio a más de una docena de personas que cantaban alegremente con aire festivo. Al verlo lo asaltaron y lo arrastraron entre bailes hacia el centro del claro en el que todos danzaban apretujados.

- Ven, ven... únete a la fiesta... – Hugh sorprendido por tal acogimiento danzó con ellos.
- ¿Qué pasa? ¿a dónde os dirigís? – Preguntó intrigado el joven.
- Vamos a la feria, está aquí al lado, ven con nosotros. Comerás, beberás y bailarás como nunca lo has hecho. Lo pasarás bien. – Decía aquel que le cogiera del brazo, ataviado con unas botas doradas y un divertido tricornio en la cabeza.
- ¡¡Sí, lo pasarás bien!! – Decían el resto a coro mientras reían saltando de aquí para allá.
- Está bien, esperad, cogeré mis cosas... – una vez recogido todo, les acompañó.

Tras unos minutos de divertida caminata por el bosque, llegaron a un espacio abierto de gran tamaño, una era plena de gente disfrutando de la fiesta que de un lado a otro contaminaba el silencio acostumbrado de aquellos parajes. Hugh paseó satisfecho al tiempo que anonadado por entre los puestecillos que había aquí y allá. Unos músicos al fondo extraían dulces notas de sus gaitas y arpas de mano, mientras una dulce voz femenina prodigaba cánticos populares celtas con acertada entonación. Un par de adivinadoras predecían el futuro a la derecha de aquel oculto lugar, unos zapateros ejercían su oficio en el flanco izquierdo y, en el centro, mesas plagadas de los más exquisitos manjares. Habría allí cientos de personas, vestidas con ropas vaporosas y delicadas, bailando sin cesar. Hugh, movido por el deseo que le inspiraba una muchacha de largos cabellos rubios como trigo y alegría danzarina, se envalentonó a acompañarla en su festiva actitud y dejó la cesta en el suelo. Se llevó un gran susto cuando de ésta vio aparecer la figura de un pequeño ser, un viejo duende feo y deforme. Hugh King regresó a la calma cuando el duende habló para darle las gracias.

- Oh, muchas gracias joven por el transporte, sin tu ayuda no habría podido llegar hasta aquí... – explicó a Hugh las numerosas dolencias que le aquejaban y le habrían impedido llegar a tiempo hasta la fiesta.
- No fue nada... – dijo Hugh por decir algo sin parecer descortés.
- Toma joven, unas guineas de oro para que las gastes como te plazca... diviértete muchacho... – El duende sacó una bolsa de cuero anudada por un extremo y la ofreció gentilmente a Hugh.
- Oh... yo... no, no puedo aceptarlo... – apremió tímidamente.
- Vamos, vamos... cógelo, es en muestra de agradecimiento... vamos... – y lanzó la bolsa al aire que fue interceptada por la rápida mano del herrero.
- Gracias. Muchas gracias. – Atisbó una sonrisa y se disponía a bailar con la muchacha cuando el duende se despedía con unas últimas palabras.
- Recuerda muchacho, pásalo lo mejor posible y... no te asustes de nada de lo que aquí veas u oigas. – le guiñó un ojo y desapareció entre la gente dando saltitos.

Con las monedas en el bolsillo Hugh no se privaría de nada, así que empezó a beber, bailar y comer, pasándolo como nunca en su vida lo había hecho, como bien le advirtieran esa misma mañana. Las horas pasaban rápidas y pronto el joven empezó a sentir el cansancio que le arrastraba irremisiblemente hacia el sueño. Se recostó en un árbol para descansar y observar el transcurso de la fiesta plácidamente, casi había cerrado los ojos cuando una hombre de tez oscura y elegantemente vestido se acercó a él y le hizo levantar asiéndolo del brazo. La seriedad que brotaba de sus palabras intimidaba al muchacho, pero se mantuvo tan erguido como pudo y tan atento como el cansancio le permitía.

- ¿Sabes quién es esta gente? ¿Quiénes son los hombres y mujeres que bailan a tu alrededor? – Hugh callaba mientras oteaba a un lado y a otro con incomprensión – Mira bien y dime... ¿Seguro que no les habías visto antes, eh? – El hombre entonces soltó el brazo del muchacho que miró con detenimiento alrededor.

La expresión del joven Hugh fue cambiando paulatinamente, dejando atrás su estado de confusión para dar paso a un estado de estupor, de terror casi, al reconocer entre aquellos que disfrutaban del acto festivo a antiguos paisanos suyos que él sabía con certeza habían muerto tiempo atrás. Entonces cayó en la cuenta de que, lo que él había considerado túnicas y vestidos vaporosos no eran más que los sudarios con que envolvían a los muertos, blancos y largos ropajes de gasa que se llevaban a la tumba. Atormentado por el conocimiento de esto, Hugh intentó escapar en vano, pues le acorralaron e impidieron su huída poniéndose en círculo a su alrededor. Bailaron y rieron, lo tomaron de los brazos intentando llevarlo a la danza. Sentíase en un sucio lupanar, relicto de las más bárbaras civilizaciones, cloaca de la teogonía más subyacente. La risa se transformó en un agudo chillido insoportable que a Hugh le pareció le perforaba el cerebro con intención de llevarle con ellos a la tumba. Se protegió los oídos con ambas manos y empezó a llorar conmovido por tal entuerto. Entonces cayó al suelo extenuado, desmayado y sumido en una especie de trance profundo y surrealista.

Cuando despertó a la mañana siguiente, en el día de Todos los Santos, se encontraba en el interior de un círculo de piedra a las afueras del pueblo. Mientras se despejaba y desperezaba tímidamente aturdido por la pesadilla, el amanecer cubrió su rostro de una luz cálida y anaranjada. La noche se llevaba consigo aquello que casi lo hizo enloquecer y aún pudo ver a lo lejos unas luces pálidas que se alejaban profiriendo unos siniestros cánticos. Así, consternado y con el alma encogida, Hugh se dirigió de vuelta a casa, comprendiendo que lo que había observado era la celebración de las hadas y los espíritus de la fiesta de Todos los Santos, la única noche en la que pueden escapar de las cadenas de la muerte y volver a este mundo. La noche en la cual ambos mundos se unen, difuminándose la delgada línea que habitualmente los separa.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 97 visitantes. (0 votos)


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