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Muy cerca del estrecho de Mesina, vivía una hermosa doncella que se hacía llamar Escila y cada mañana visitaba con entusiasmo las cristalinas aguas del mar a pocos pasos de su hogar. Allí se mojaba primero los pies desnudos para tantear la calidez de líquido elemento y luego, si se terciaba y valoraba como de su agrado la temperatura, se despojaba de sus livianas ropas y se sumergía con un enérgico chapuzón. Cada mañana repetía su paseo y su baño, como si de un ritual se tratase. Cada mañana un admirador escondido en la lejana línea del firmamento que separa el océano del cielo la observaba con cierta admiración y deseo. Amaneció uno de esos días nebuloso y su admirador aprovechó para acortar la distancia que le separaban de su amada y posicionarse a tan sólo unos metros. Era un dios del mar, pero la congoja que oprimía su pecho no le permitía ser más valiente que cualquier otro en lo que al amor se refiere. Glauco, que así era conocido este dios, temía asustar a la muchacha con su cola de pez y su pelo encizañado pero, cuando decidió acercarse y emprender la conquista, no fue aquello lo que la retrajo del dios. Su engreimiento y orgullo, su arrogancia... fue su talante podrido por tales vicios los que provocaron que la joven huyera despavorida de la orilla y se recluyera durante días en casa. Glauco se había envanecido mucho desde que comiera aquella hierba mágica que lo convirtiera en dios.

Dolido y airado por el empellón que la joven Escila había propinado a su estima y decoro se sugirió la idea de utilizar artes menos nobles y fue a visitar a Circe, la maga, a tal efecto. Glauco recibió por parte de la maga una gran negativa, acompañada de recriminaciones acerca de lo inmoral de aquel acto. Así, Circe aconsejó al dios que olvidara a la joven mortal y que hiciera una elección más acertada entre las damas que mejor correspondieran a sus necesidades. Evidentemente, la maga intentaba venderse como un buen partido a aquel que en secreto era dueño de su cautivo corazón. Circe no pudo más que sucumbir a la presión de su amado y, obligada, fabricar una poción para propiciar el amor entre el hombre-pez y la hermosa muchacha. Una vez con la pócima en su poder, Glauco debía seguir las instrucciones de Circe para que la brujería tuviese efecto, así que vertió el contenido del preparado en la umbría caleta donde Escila solía bañarse y esperó pacientemente a que se produjese el metapsíquico efecto.

No hubo de esperar mucho pues, esa misma mañana, el día se mostró espléndido y Escila no pudo resistir la tentación de acercarse a las aguas y medir con el dedo del pie la temperatura que preveía ser apta para su cotidiano baño. Mientras Glauco la observaba tras una roca, Escila se despojó de sus ropas y se introdujo de un chapuzón en las cristalinas aguas. En el mismo momento en que emergía para tomar una bocanada de aire y seguir disfrutando del baño tranquilamente, una horrible catalepsia se apoderó de su cuerpo unos segundos. Una jauría de perros rabiosos ladraban a su alrededor intentando aprisionar su carne entre los afilados colmillos. Cuando hubo recuperado la movilidad de sus extremidades intentó huir de aquellas fieras, pero fue en vano. Horrorizada observó que aquellos canes partían de su cintura. La brujería de Circe había hecho de Escila un ser monstruoso, con torso de mujer y cola de pez, con voraces cabezas de perro emanando de su cintura. Escila tenía tres cabezas, aunque algunos asombrados pescadores que la vieran afirmaban haber contado seis, todas ellas con tres hileras de colmillos bien afilados y poseía doce pies para sostenerse. El horror de tal transformación hizo que Glauco, en la distancia, la viera y perdiera todo interés por ella. Así que se marchó maldiciendo a Circe por tal jugada impregnada con el agrio aroma de los celos.

Los dioses, con el tiempo, se compadecieron de la pobre muchacha antes plena de virtudes y para aplacar su dolor la convirtieron en sempiterna roca. Hoy en día sigue existiendo bajo tal forma en aquellas aguas que tanto deleitaban su vida cotidiana, en el estrecho de Mesina, junto a Caribdis, y constituye un gran peligro para los navegantes que por allí se aventuran.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 66 visitantes. (0 votos)


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