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Henchido de orgullo por la victoria sobre la tribu rebelde que intercedía en la felicidad de su pueblo, Túpac Yupanqui, el hijo del Sol, celebraba alegremente la caída de sus oponentes. Con sus gentes danzando al son de los tambores y el fuego ardiendo en pequeños círculos esgrimidos en el suelo, los vencedores cantaban y vitoreaban sin medida a aquel que les guiara, su príncipe. El suelo, cubierto por un blanco manto de espesa nieve, se hundía bajo sus pies y recordaba el frío que antecedía a la frescura del agua y sus manantiales brotando por entre las rocas de las montañas circundantes. No bastaba la helada para paliar a los férvidos danzantes, orgullosos de mostrar lo mejor de sus cualidades a Túpac. En el momento más álgido de la celebración, sucedió que un buitre herido cayó del cielo, desde lo más alto de la cima de una montaña y vino a aterrizar en busca de la muerte junto al príncipe, manchando la blancura en derredor con el rojo brillante e intenso de su sangre. Aquello no paralizó ni mucho menos la fiesta, pero el sacerdote que allí estaba no pudo contener el mal presagio que aquel acontecimiento vaticinaba y, dirigiéndose al príncipe le advirtió seriamente sobre aquel mal agüero.

- Príncipe Túpac – dijo con gran pesar – este incidente acusa grandes desgracias para tu pueblo... la llegada de un pueblo invasor será el origen de tal ineluctable hecho... – y se retiró cabizbajo.

Túpac Yupanqui asintió sin el más mínimo atisbo de preocupación, bausán como a veces se mostraba, diluyó las palabras del sacerdote apurando de un trago el licor que mantenía entre sus manos y dejó que las últimas gotas cayeran del cuenco junto al cadáver del pájaro, generando unos pequeños surcos que pronto fueron rebosados por el hilo de sangre.

- No estropeéis la fiesta... – dijo Túpac con cierta sorna – y retirad este inmundo estropicio cadavérico.

La conmemoración de la batalla ganada no fue interrumpida y, como era costumbre, se agasajó al príncipe con una bella cautiva para saciar sus más privados placeres. La tomó agradecido sin apenas percibir la tristeza que de la muchacha emanaba. Arrebatada de los dulces arrumacos de su amado, no podía más que mostrarse abatida y dolida. Cuando fue entregada a Túpac no pudo contener el llanto al ver que su amado también se encontraba prisionero y, si bien, a ella le esperaba la obligación de complacer a un vástago real, sabía que su amado no correría más suerte que la de ser conducido a una muerte segura. Recordaba la chica, mientras era conducida hacía el conquistador, el momento en que fueron salteados y amenazados con fuertes macanas. En ese momento les separaron y no volvieron a verse hasta que entre la muchedumbre se cruzaron sus angustiadas miradas. Cuando la fiesta fue menguando y las brasas se fueron consumiendo, ambos amantes se sorprendieron cautivos muy cerca el uno del otro. Esta visión les profirió fuerzas de donde no las tenían y consiguieron escapar del yugo de la esclavitud que les había sido impuesta. Cogidos ahora de la mano corrieron como nunca, pero pronto los guardias fueron alarmados y persiguieron con tesón a los renegados. No tardaron en darles alcance. Sin escapatoria posible, acorralados, los fugitivos giraban sobre sí mismos alertas ante el posible ataque de sus adversarios. Uno de los persecutores entonces se abalanzó sobre la muchacha y acabó matando al chico, que a tiempo había intercedido entre el agresor y la potencial agredida. La pena se instaló presta en el corazón de la joven cautiva que no hizo más que dejarse arrastrar de nuevo hacia el poblado, viendo como el cuerpo de su amado quedaba relegado a las sombras entre la maleza. Túpac Yupanqui entonces emitió su veredicto y ordenó la muerte inmediata de la infiel e infame esclava. Una sonrisa nació repentinamente en el rostro de la bella pues sabía que aquel sacrificio no significaba otra cosa que la certeza de reunirse con su amado para siempre y saborear las mieles que este amor les otorgaría por toda la eternidad.

Así la chica fue inmolada, bajo la imperturbable mirada del hijo del Sol, ignorante de la leyenda negra que a partir de ese momento subsistiría en aquel lugar. Bien es sabido que, desde entonces, una roca con la forma de la esclava señala el lugar de su muerte y previene a los viajeros de la desgracia. Pues aquel que osa atravesar aquel camino una vez la noche cae, es devorado sin piedad por el fantasma de la piedra que allí mora.

Extraído del libro "Senderos de Mitología Olvidada" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 26-12-2006, y leído por 84 visitantes. (0 votos)


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