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A ella la sentaron en tu mesa el primer día, o te sentaron a ti en la suya, es irrelevante realmente. Pero en base a aquella tendencia chibolar de reducir el mundo real a proporciones manejables, redujiste la existencia a las tres personas que se sentaban alrededor tuyo en una mesa de colores patéticos a lo Barney o Teletubbies, redujiste tu propósito a ella (como desde entonces tiendes a hacer), y porque viste demasiadas pelis y demasiada tele empezaste a atar cabos en tu mente, a hilar cabos, a proyectarte como un Clark Gable de seis años, solo que (sin saberlo) un poquito más cojudo. No, eras mucho más cojudo. Cojudo.

Te acuerdas de su nombre, pero no hay por qué ser acusador. A la mierda, se llamaba Verónica, y por alguna razón más mediática que real se convirtió en la mujer de tu vida, tu futura esposa y madre de tus hijos, eras demasiadamente cojudo (pero que no se malinterprete ese pretérito como un cambio de estado con respecto al presente). Y se sentaba enfrente tuyo, y estaba dentro de tus proporciones manejables, y si todo funcionaba como en la tele ella ya estaba perdidamente enamorada de ti y juntos volarían a la tierra del Nunca Jamás para ser casados por Papá Pitufo y jugar a la casita hasta el fin de los tiempos. Por esas épocas, el juego de la casita aún no incluía elementos sexuales sórdidos, violencia familiar, infidelidades, más elementos sexuales, economía doméstica, problemas conyugales, o aún más elementos sexuales. Se ceñía, digamos, a los lineamientos morales del siglo XVI o a la emoción de la vida privada de esa tía abuela loca que todos tienen por ahí y que solo la ves en las navidades, cuando te regala una colonia para mujer, un polo inusable o la sétima billetera en siete años.

Pero ajá, no todo funcionaba como en la tele. No todo encuadraba perfectamente dentro del delirio de negación infantil que es la tierra del Nunca Jamás, y nunca entendiste como se reproducían los pitufos habiendo solo una mujer en su villa (mejor dicho, siempre lo entendiste, pero realmente nunca quisiste aceptarlo). Porque ella no te miraba, no te daba ni la hora, poco más y te consideraba una desagradable criatura subhumana que contaminaba su oxígeno cuando estabas cerca, y así no funcionaba en la tele, y eso te mataba. Le diste vueltas y vueltas al asunto, buscando una solución al puro estilo Tom Hanks y Meg Ryan o la dama y el vagabundo – y es casi seguro que buscaste la forma de arreglar una cena con spaghetti para conseguir el punch que buscabas (por eso mismo eso de resaltar la cojudez de toda la situación). Pero finalmente optaste por algo tanto más sencillo, tanto más trillado, pero era una fórmula imbatible, probada y comprobada, porque ninguna mujer se resiste al infinito poder romantizante de una flor, una hermosa rosa roja, con los pétalos brillando de pasión y delicadamente bañados por la bruma de una mañana invernal, una de ESAS rosas.

Sin embargo, es bastante extraño como la proliferación de rosas rojas de dichas características, de ESAS rosas, en los jardines del kindergarten es asombrosamente reducida. Nula, sería un término más adecuado. De ESAS rosas o de cualquier tipo de rosa cercano o lejano, dicho sea de paso. Pero eso jamás podría haber detenido tu plan, capacidad de respuesta le llaman, o desempeño bajo presión, y readaptaste la situación con una igualmente impactante, romántica y apasionada margarita, pequeños y delicados pétalos amarillos, pero que llevaban un mensaje muy muy grande. Aunque en retrospectiva hay que aceptar que probablemente en el momento no podrías haber diferenciado una margarita de una hoja de coca, básicamente te importaba que fuera del reino vegetal y lo habrías considerado flor (aunque el poder romantizante de los helechos es algo sometible a debate). Por supuesto, margaritas pululaban todo el alrededor de los jardines, así que encontrar una no fue problema.

Definitivamente hay que afrontar el hecho de que para estas cosas solías ser mucho más osado. Claro que la explicación de ello recae en la culpabilidad de los medios de comunicación de hacer parecer el amor y el romance como algo tan sencillo, como un boy meets girl, happily ever after, the end. Bueno, te diste pronto cuenta de la falsedad de la fórmula, pero no nos adelantemos. Margarita en mano estabas armado de valor, nada podía posiblemente salir mal (porque tus parámetros eran bastante reducidos), Nunca Jamás estaba a la vuelta de la esquina.

Pero eras más osado, y eso es un hecho. Porque en el inmensísimo camino de veinte pasos que recorriste, margarita en mano, hasta donde ella estaba, nada te intimidó ni amilanó, no señor, recorriste cada uno de esos pasos como Godzilla acosando la ciudad de Okinawa por centésimo quinta vez, con la pequeña variante de la margarita en la mano. Te acercaste a ella con determinación, con una gran sonrisa en el rostro, convencido del final feliz y el happily ever after, llegaste hasta donde ella estaba, la miraste a los ojos, y sin decir una sola palabra le entregaste la margarita más sentida jamás entregada en la historia del kindergarten a lo largo de los tiempos. En ese momento el mundo se puso en cámara lenta, como escena romántica barata de telenovela mexicana, la música de fondo, siempre había una fuente de agua cerca, en medio de unos prados, o algo por el estilo. Cómo te gustaba el nombre, también, Verónica, lo encontrabas medio poético, y eso que no sabías bien lo que era la poesía.

Entonces pasó. Ella cogió la margarita con ambas manos, como si las juntara para una plegaria, y la miraba curiosamente, sin saber realmente qué hacer con ella. Todo esto transcurría normalmente, pero tú lo percibías en mil segundos, en un infinito comprimido, todo se movía leeento. Ella seguía mirando la margarita dentro del universo comprimido, como acariciándola con la mirada, y tú sonreías, sintiendo todo bien, todo dentro de los parámetros, pero entonces se rompió la plegaria, las manos se separaron, y la margarita cayó lentamente. La sentiste gritar mientras caía, pedir auxilio, la sentiste estrecharse hacia ti en busca de soporte y alivio, en busca de una mano de ayuda, y la viste ser consumida por el vacío y la gravedad hasta chocar con el suelo gris y rojo, hasta posarse una última dramática vez y exhalar un último respiro desapasionado y soltar una patética lágrima. Solo una vez que estuvo en el suelo te diste cuenta que el equilibrio se había roto, que tus parámetros estaban completamente quebrados, y solo entonces empezaste a sentir nervios, incluso miedo.

Alzaste la mirada preocupada en busca de una respuesta, en busca de la asesina de tus parámentros, pero ella no se dignó a mirarte, siguió con los ojos fijos en su víctima inocente que ya no lloraba, ya no se quejaba, sino se resignaba a su condena. El tiempo seguía transcurriendo para ti leeentamente en un infinito comprimido que se alargaba, y en esa lentitud de replay la viste elevarse en el aire, siempre con la mirada fija abajo, y caer lentamente, ambos pies bien juntos y calculados, lentamente, sintiendo los nanosegundos, y cayó exactamente donde ella lo quiso, justo encima de la agonizante flor que moría conceptualmente debajo suyo. Un pequeño quejido surgió desde debajo de su zapato, conforme asesinaba con el taco de su zapato toda una serie de sueños y esperanzas enraizados en tu subconsciente. La primera caída fue tal vez la que eliminó tu esperanza en la humanidad, tu confianza en los otros especímenes de tu misma especie, pero fue cuando empezó a proyectarse verticalmente de nuevo que tu esperanza en tí mismo desapareció de a pequeños poquitos, hasta que cayó de nuevo ya no encima de la margarita, sino de tu propia autoestima. La escena, por supuesto, ya había reunido en torno suyo a una buena cantidad de curiosos y burlones que no tardaron mucho en dibujar el panorama, basados tal vez en los mismos parámetros, pero sin tener que confrontarse al asesinato ideológico del romanticismo ante la suela de un zapato negro. Para la tercera proyección y regresión vertical ya no era la flor ni la autoestima bajo la suela, sino tú mismo, el desdoblamiento de tu personalidad que buscaba proteger la margarita del atropello, sin éxito alguno. Poco a poco los segundos se aceleraron, y ya no fueron proyecciones verticales sino meramente saltos crueles, crueles y viciosos, uno tras otro, la margarita encerrada sin oxígeno había sucumbido ya hacía tiempo, sus pétalos inocentes ahora ennegrecidos y mutilados se repartían por el suelo gris y rojo. Y junto a cada uno, minúsculas versiones de ti se arrodillaban y lloraban por ellos.

Después de unos cuantos subires y bajares más, tal vez ella se cansó, tal vez tuvo suficiente, tal vez sencillamente se aburrió, pero se detuvo, dio media vuelta, y volvió con sus amigas, a seguir con algún patético juego de chibolas atorrantes que estuvieran jugando en ese momento. Te quedaste parado, en medio de la nada, hasta los mirones se habían ido, porque realmente no les importaba (sobre todo considerando que eran un público de entre 5 y 6 años), se rieron de lo risible y siguieron con sus vidas. Tú te quedaste parado, no había realmente a dónde ir tampoco, tenías primero que recoger los vestigios remanentes de lo que alguna vez fue un idílico soñador romántico que alguna vez pensó que podría revolucionar el mundo con una margarita. Muy allá abajo, en el suelo, pequeñas versiones de ti seguían llorando por los pétalos, y no sabías ni cómo recogerlos ni cómo reunirlos de nuevo para formar un todo integrado, pero parado donde y como estabas, realmente te importaba muy poco, sobre todo para ser un chibolo de seis años parado en medio de su personalidad fragmentada ante el asesinato ideológico de sus marcos teóricos de referencia, por llamarlos de alguna manera. En medio de lo que alguna vez fue una margarita.

Pero el tiempo había vuelto a su cauce natural, fuera del infinito comprimido, así que seguiste con tu vida, como si no pasara nada. Claro, el recreo eventualmente terminó, y tuviste que volver a la misma mesita de colores patéticos, pero ya no sabías con qué cara, con qué palabras, pero lo bueno de ser chibolo es que la inmediatez es más grande que la trascendencia, y en gran medida el recreo ya era el pasado, porque el mundo se reduce a proporciones manejables de acuerdo a tu proporción con el mundo. No tuviste que decir nada, no tuviste que decir nada cuando se te acercaban virtuales extraños a recriminarte lo que acababas de hacer, a preguntarte entre risas qué había pasado, o sencillamente pasar a tu lado riendo como si fueras una planta, o peor aún, una margarita aplastada en el suelo, mutilada y fragmentada en múltiples personalidades. El hecho quedaría registrado en el subconsciente coelctivo del kindergarten, tú lo olvidarías en mayor medida, los demás también, pero siempre estuvo ahí presente, siempre lo ha estado, quizás exageradamente, quizás con justicia, quizás subestimado, quizás algún psicoterapeuta algún día haga muchísima plata tratando de averiguar realmente que simbolizó aquella margarita, aquella proyección vertical, aquella sádica sonrisa en su rostro con cada caída, que era y no era para ti.

Eventualmente en el salón cambiaron los sitios y movieron a la gente, y ella ya no estuvo dentro de tus proporciones manejables, pero incluso entonces eras ya consciente de que nunca lo había estado, para bien o para mal. La ley natural del desarrollo de las cosas te llevó a odiarla por mucho tiempo, muchos años, hasta que la historia se complicó una vez más para luego volver a lo mismo, y nunca superaste el odio, nunca superaste el rencor, no por una simple margarita, sino por cada pétalo y más allá de la suma de sus partes, por cada funeral que nadie se molestó en realizar. Eventualmente lo superarías. Pero eventualmente, de cuando en cuando, el hecho regresaría a tus ojos, a tu mente, tal vez solo como un recordatorio más que como una pena recurrente, una cachetada antihumanista de esas que uno no quiere tener, pero que a veces, cuando el trauma infantil fue lo suficientemente significativo como para recordarlo más de diez años después, aún ejerce el mismo efecto de presión, el mismo peso de la suela del zapato negro, sucio, pesado, que te presiona contra el suelo y contra la flor, mientras te preguntas infantil y curiosamente dónde está el resto de ti. Por supuesto, no en Nunca Jamás.

Texto agregado el 09-02-2004, y leído por 443 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-02-2004 Las repeticiones de palabras me resultaron incómodas, me hicieron perder el ritmo de la lectura. Sería conveniente buscar algunos sinónimos para no perder la idea sin caer en la repetición que se puede tomar como pobreza del lenguaje. También hay algunas terminaciones "mente" que me saltaron en el texto. Del resto hay cosas mínimas. Un abrazo gammboa
 
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