El mar de mi infancia


El aroma a césped recién cortado que entra por la ventana me invita a retroceder al tiempo en que era niña allí, en el pueblo.
Me encantaba subirme en la cerca de piedra mientras el viento enredaba mi pelo, contemplar el vaivén de las espigas, aún tiernas, que parecían ser pequeñas olas de un mar esmeralda agitadas por el aliento suave de la brisa y admirar el revoloteo incesante y delicado de las mariposas que, como diminutas gaviotas, sobrevolaban aquellas aguas.
Luego, sin poder contenerme, me zambullía con los brazos extendidos en aquel océano salpicado de amapolas rojas y me llenaba de la fragancia a savia fresca que ascendía de los tallos quebrados, al tiempo que intentaba ahuyentar de mi mente el atisbo de remordimiento y pesadumbre que pugnaba por invadirme al ver el surco de troncos marchitos que iban dejando mis pequeños pies.
No recuerdo si volaba, nadaba o corría entre las espigas; sólo sé que me sentía libre.