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Tomó pues, una copa, y brindó. Hacía ya mucho tiempo que no probaba un buen trago de coñac. Aproximadamente 6 años, desde la última vez que el espirituoso licor tocó su paladar e inundó sus papilas con su fuerte sabor. En aquella taberna, en aquella mesa. La misma que tenía enfrente. Nada había cambiado, al parecer. Mismos árboles, mismas personas, mismas mentiras… era como si en ese lugar el tiempo hubiese estado de vacaciones. Conocía muy bien esa sensación. La misma que le helaba el alma, volviéndola minúsculos fragmentos de un material desconocido, incluso para él mismo. De nada servían los grados universitarios, ni la tertulia innecesaria. No, eso era ya parte de un pasado que siempre le seguía, aunque él lo negara...

Echó un vistazo a la barriada que lo había visto nacer y crecer, amar y llorar, odiar y perdonar. Buscó entre las casuchas destartaladas algún rostro familiar, pero solamente encontró el eco del silencio. Caminó un poco y recordó aquellas tardes de lunes que pasaban aceleradamente, mientras él anhelaba sus besos. Entre guitarra y poemas, entre los paseos nocturnos y las charlas con la luna, se había enamorado. De ella, de sus negros cabellos, lisos y suaves. De sus labios delgados y rojos, de sus ojos avellanados y pequeños, de su delgada figura, la cual se paseaba entre los callejones de aquella inerte colonia. Y fue ella la razón de sus desvelos, la sincera luz que en sus pupilas brillaba. En ese entonces, ella se dio cuenta. De sus constantes olvidos, de la ausencia de palabras cuando se encontraban, de las miradas fugaces y furtivas, que lejos de ocultar, gritaban a voz en cuello un secreto a voces. Y entonces sonrió. Todavía la recordaba, cuan regia como era, como una ígnea silueta que se dibujaba entre las primeras sombras de la noche. Siguió caminando y entonces, se detuvo, frente a una abandonada capilla, ahora derruida y llena de toda clase de porquerías. Volvió a él la memoria, como una trepidante sensación que descargaba adrenalina por todo su cuerpo, entonces, se estremeció. Hacía ya 6 años, en ese mismo lugar, frente al altar, había declarado amor eterno y solidaridad sempiterna a esa mujer, a la que le robaba versos noche a noche. Encontraron las lágrimas su camino a través de las mejillas, y sin darse cuenta, una había caído al suelo. Entonces miró hacia el cielo y notó los nubarrones, que anunciaban una tempestad inminente, sobre su cabeza. Rugió el cielo, y las nubes dejaron caer su llanto, elevando una elegía a los que dejan este mundo con algún pesar en sus almas.

Lo siguiente le pareció un sueño, pues aunque caminaba, aparentemente hacia ningún lugar, deliraba acerca de los manantiales que en ella había descubierto, en sus pechos pequeños y redondos, en su terso vientre, en el camino a la gloria que solamente una vez había andado. Y despertó. A su alrededor, tumbas tristes, cruces, que señalaban la última morada de los que encuentran el descanso eterno. Y justa frente suya, su tumba. Decidió guardar silencio, pues sabía muy bien que ella le conocía. Se limitó a arrancar algunas pequeñas flores que estaban cerca y con ellas hizo un pequeño arreglo, el cual colocó sobre la cruz de mármol blanco que le recordaba que ella se había ido, sin decir adiós, sin un beso de despedida, sin una palabra de aliento. Simplemente se había ido.

Sacó de su morral una carta, y la besó, para después dejarla cerca de las flores. Se dio la media vuelta y musitó una pequeña oración, para luego culminar con un suave “te extraño”. Comenzó entonces a caminar, luego a correr, luego a llorar, hasta finalmente desaparecer, allá en el horizonte infinito.

Texto agregado el 15-01-2007, y leído por 113 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-01-2007 Bien -Vera-
15-01-2007 nada mal, nada mal. pierre_menard
 
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