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Aquella vez, nos encontramos en una esquina de la plaza. Llegó como siempre, corriendo, muy agitado, y me llevó directamente a la calesita. Compró todos los boletos que pudo, y subió cuando empezaba a girar. Los papelitos le llenaban las manos y tuvo que afirmarse con los codos para no perder el equilibrio. Me hizo una seña invitándome a subir, pero no acepté. Yo estaba demasiado ocupado observando los movimientos de la gente como para poder participar de ellos. Mi amigo se sentó en un avión, luego pasó a un caballo, después montó un león, manejó un automóvil, y cuando aún no había terminado la música, ya estaba otra vez en el suelo. Corrió hasta el dueño de la calesita, que en ese momento ofrecía la sortija a los más pequeños, y le pidió que le cambiara los boletos. Yo lo miraba, medio escondido detrás de un árbol, mientras él discutía con el hombre; finalmente triunfó y nos fuimos a los juegos. Se balanceó vertiginosamente en una hamaca, se largó varias veces por el tobogán, me dio una tregua en el sube y baja, y después me abandonó para ir a jugar a la pelota con otros chicos.
Inmediatamente, sentí alivio y tristeza. Respiré hondamente, y empecé a caminar por los senderos de la plaza. No sabía qué hacer, pero no me importaba demasiado. Caminaba sin rumbo, pateando de vez en cuando alguna piedra, alguna rama, alguna semilla de esos grandiosos árboles que allí, muy arriba, alcanzaban a unirse, convirtiendo por momentos al sendero en un enorme túnel. Observaba a las parejas que se abrazaban, a los viejos con sus perros o sus partidas de ajedrez.
Cuando volví a encontrarlo, corría hacia mí completamente rojo, sudoroso y agitado. Sentí ganas de estar en la otra punta de la plaza. Sin embargo, me detuve y lo esperé. Llegó y comenzó a explicarme con palabras que se le atragantaban, las vicisitudes del partido de fútbol. Quise alejarme; volver de una vez a mi casa, pero no podía dejar de escucharlo. Sus ojos brillaban; sus labios se acercaban a mi cara moviéndose sin parar y emitiendo una nube de partículas. Cuando me agarró de un brazo, sentí que ya no podía soportarlo más y me sacudí, empujándolo.
-¡Eh, ché! ¿Qué te pasa? ¿No somos amigos, acaso?- dijo él, jadeando aún, completamente sorprendido.
-¿Qué tiene eso que ver?- respondí, para decir algo. Después aclaré:- No me pasa nada. ¿No ves que no me pasa nada?
El empezó a saltar, alejándose sin darme la espalda. De golpe, levantó una mano y gritó:
- Chau, loco, lunático. Chau, morite solo, chau-. Se volvió y se fue corriendo.
Regresé a mi casa confundido; caminaba sin despegar la mirada de las baldosas de la vereda. No entendía bien lo que me sucedía. Si él era mi amigo, ¿por qué no lo soportaba cuando lo tenía cerca? Se me hizo un nudo en el estómago y empecé a sentir ganas de llorar. Me di cuenta de que necesitaba estar solo, pero no me gustaban las consecuencias que
acarreaba esa necesidad. Y me había quedado sin amigos; él era el único que me aguantaba. Levanté de golpe la cabeza y corrí hasta llegar a mi casa. Busqué el teléfono y lo llamé, proponiéndole que al día siguiente nos encontráramos otra vez en la plaza.
No aceptó, y encima me mandó a freír churros.


Nos volvimos a encontrar tres años más tarde, cuando empezamos el último grado en el mismo colegio. No me alegré demasiado al verlo, ni me acerqué a él, que a su vez me ignoró desde el primer día de clase. Tenía ya un grupo de amigos. En la clase me sentaba lejos de ellos.
Un día, mientras la maestra escribía en el pizarrón, él tiró una goma de borrar, que pegó con fuerza contra el escritorio. La señorita se volvió sorprendida, y cuando vio la goma en el piso se puso seria. La recogió, nos miró a todos y preguntó:
-¿A quién se le cayó esto? - y luego, ya directamente: -Vamos, ¿quién fue? - y mostraba la goma.
Le contestó un silencio absoluto. Empecé a sentirme incómodo. ¿Por qué él no se decidía de una vez? Ella bajó de la tarima y caminó a lo largo de los bancos. Miraba a los alumnos uno por uno, sin decir ni una palabra. Cuando pasó junto a él, la miró desafiante sin moverse del asiento. Al llegar a mi lado, ya me había resuelto y me puse de pie.
-Yo fui, señorita- dije con una voz muy baja; aclaré la garganta y seguí-: Fue un descuido, ¿sabe?
En ese momento, él se puso de pie de un salto, haciendo ruido con el pupitre. Agitó la mano y llamó:
-¡Señorita, no fue él! ¡A mí se me cayó la goma, señorita!
Ella nos miraba alternativamente. Se había cruzado de brazos y movía la cabeza. Parecía pensar mucho y con gran rapidez. En ese momento se oyó el timbre y dejó salir al recreo a los demás. Nos quedamos con ella, que nos llevó hasta su escritorio.
-A ver si nos ponemos de acuerdo, ¿eh? Si no me dicen quién fue, los mando a los dos a la Dirección. ¿Entendieron?
Ambos insistimos en la posesión de la goma. Y debimos presentamos en la Dirección, donde nos aplicaron cinco amonestaciones a cada uno.
En la clase, los demás nos aguardaban interrogantes. Nos separamos sin hablar, pero a la salida de la escuela allí estaba, moviéndose continuamente, devorado por la ansiedad.
- ¡Vamos a la plaza!- me gritó con rabia-. Esto lo arreglamos ahora en la plaza.
El desenlace me resultó casi obligado, irremediable. Físicamente me sentía inferior a él; no tenía ganas de pelear, pero también reconocía que me lo había buscado yo solito.
Llegamos; nos quitamos los guardapolvos y empezamos a trompearnos. Al rato, la sangre brotaba a chorros de mi nariz, y los jueces detuvieron la pelea. Era suficiente. El se me acercó, ya sin bronca:
-Podrás ser boludo, flaco, pero maricón seguro que no sos- me elogió con una voz ronca, todavía agitada.
Lo miré y me encogí de hombros. Empezaba a entender lo que había ocurrido, y el dolor físico en mi cara vapuleada se alivió casi inmediatamente. Con un pañuelo intentaba sujetar la sangre de la nariz,
cuando sentí su mano que se apoyaba con fuerza sobre mi hombro.
-Un día de estos podemos organizar un partidito, ¿eh flaco?- dijo con una voz que me hizo recordar otros tiempos. Lo miré nuevamente, asentí con la cabeza y empecé a caminar lentamente hacia mi casa. Mi aspecto, bastante lamentable, unido al dolor en la cara, no me impedían sentirme medianamente bien. Sí, señor, bastante bien. Ya podía caminar solo
rumbo a casa, porque no estaba solo. No señor, y ya empezaba a saborear las probables vicisitudes del inminente partido. Sí señor, porque así nomás iba a ser.






Texto agregado el 12-02-2004, y leído por 455 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
10-03-2004 Precioso, lo he leído varias veces y me ha recordado mi barrio de infancia. Más chicos que chicas así que te adaptabas al fútbol o jajajaja. Bonitas imágenes. Me han hecho pensar en algunos amigos que se quedaron por ahí después de una ida al parque. Besos. Flor_marina
12-02-2004 Jeje, buena historia de niños y juegos que va más allá de todo ello, un beso AnaCecilia
 
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