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“Hay que estar verdaderamente loco, para pensar que uno no está loco”. La tarde se le había caído encima como baldazo de portero a la mañana temprano sobre la vereda. Creía que no lo resistiría otra noche más. “Y hay que estar terriblemente cuerdo para tener conciencia de esta locura galopante”. Un hombro cuadrado y duro le golpeó feo en un brazo, que llevaba hacia el costado de manera floja, descuidada. El plexo se quejó, como crujen los gajos ante una tormenta súbita, y se detuvo. El dolor lo estremeció. Se volvió, furioso, para encarar al hijo de puta ese. Estaba molesto por haber sido despertado bruscamente. Apretó el brazo con la otra mano, lo entablilló contra el pecho. Al morderse los labios pensó que, aunque las cosas ocurren porque sí, y el sin sentido se percibe hasta en el aire que se respira, uno tiende a buscar significados, significados que suelen tranquilizar, como absorber al nadador que emerge de pronto y aparece triunfante en la superficie...¿triunfante de qué? ¿de qué batalla que no conocemos viene a hablarnos? Y esos significados quedan bailando como pájaros muertos colgados de ramas deshojadas, en un invierno que regresa al otoño, porque la primavera es una estación donde el tren no para, y al “llamador de ángeles” lo volteó un gato negro de un salto y un zarpazo gigantesco, y ya no hay quien lo sepa armar de nuevo. El crepúsculo se anunció con una puntada en las sienes que le reclamó el ácido acetilsalicílico en doble dosis. Para empezar. ¿Empezar con qué...? Ya había caminado cuatro cuadras hacia alguna parte, y buscó dónde bajarse de sí mismo. Buscaba ese sitio y no lo buscaba, porque daba lo mismo conformarse con cualquier sitio, porque la voluntad era un núcleo ajeno a la ropa que hoy llevaba puesta. “Alguien debería hacerse cargo de esto”, pensó con desinterés, mientras arrojaba la lata de gaseosa en un cesto. Y allí fue la voluntad, un envase de hojalata vacío y aplastado. Avanzaban las sombras desde arriba, las luces de neón irritaban las pupilas. Autos, gente, gritos, ruidos, sonidos estridentes que golpeaban sin intermitencia. “Llegar a ninguna parte, es como llegar a algún sitio”, se animó al sentir que llegaba el alivio. “Y ese sitio, es más sitio que ninguno, porque todos los sitios que conozco están en otra parte”. Cruzó la calle con el semáforo en rojo. “Y esa parte donde está lo conocido me es ajena”, y alguien lo estaba insultando desde la ventanilla abierta de un auto. Sintió el roce de un guardabarros en una pierna. No se detuvo. Encaró una vereda solitaria. Al fondo, las sombras de unos árboles le señalaron la presencia de una plaza.

“Después de leer a Virginia Woolf, ya no se puede escribir”, dijo al sentarse en la madera fría de un banco. Fumaba. El reloj interior se detuvo de pronto. Cuarto intermedio. Recreo. Tal vez el comienzo de una moratoria...para volver a empezar, y la calesita inició el movimiento de olas y música de muñecas a cuerda. Las sombras subían y bajaban, como el humo y las risas que golpeaban contra las piedritas rojas del camino de grava. Miraba la punta de sus zapatos. Allí terminaba él. Apretó las suelas contra el piso. Allí estaba el mundo. Allí. “Tampoco se puede leer otra cosa después de ella”. Jugó con las piedritas, que le subieron grumos duros desde la planta de los pies. Aplastó el cigarrillo. Y comprendió.

Cuando se incorporó, sabía que esa noche no sería otra noche más. “Quiero tu compañía”, pensó, “para este viaje hacia ninguna parte”. “Quiero...”, y la música de un póstumo Schubert con su melancólica sonrisa deslizó poco a poco en sus oídos internos una corriente que se acomodaba a sus movimientos, a esos pasos tan alejados de sí como del mundo, del mundo que se abriría de golpe y se lo tragaría como si fuera una verde y turgente aceituna. Se lo tragaría luego de morderlo a conciencia.

El golpe duro y seco del carozo escupido contra la loza del plato marcaría el eco del otro sonido, del sonido de huesos contra el pavimento.

Texto agregado el 17-01-2007, y leído por 203 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
25-01-2007 Me ha gustado mucho este soliloquio acompañado de Schubert. "Miraba la punta de sus zapatos. Allí terminaba él. Apretó las suelas contra el piso. Allí estaba el mundo." Hay muchas más a destacar, pero éstas son maravillas
 
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