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Para Dante, quien en su partida me dejó la semilla de un nuevo comienzo.

Suspiro

Dante exhaló un último suspiro y emprendió la marcha. Viajó a través de un túnel de luz a velocidades hiperlumínicas y se halló, tras un segundo de travesía, a billones de kilómetros de su hogar, envuelto en la negrura del espacio. La vacuidad era evidente en todas las direcciones espaciales de aquel lugar, casi como lo que uno esperaría encontrar en el interior de un agujero negro, excepto por el brillo sempiterno de las estrellas lejanas fielmente adosadas a la frágil seda de la realidad.
Dante miró buscando por algo interesante en aquel sitio. En otra oportunidad, aquella vacía oscuridad hubiese significado una monotonía tediosa, insufrible, pero ahora que él había comenzado una nueva vida, fresca, madura de experiencias tamizadas por el recuerdo, todo era visto con un prisma distinto. Su cosmovisión era sutil, refinada, capaz de apreciar hasta las más nimias cualidades en la aparente nada que lo rodeaba: aquí, una microscópica mota de polvo interestelar circundaba su etérea nariz; allá, la luz era desviada por una infinitesimal singularidad, la lápida que había dejado una anciana estrella para ser recordada por todo aquel dispuesto a observar más allá de lo vulgarmente visible; acullá, la radiación de fondo era extrañamente más débil de lo normal, donde el frío congelaba las estrechas hebras del espacio-tiempo. La vana existencia no era del todo insustancial si uno se lo proponía.
No bien hubo aprehendido todo aquello, Dante abordó una vez más la rauda carretera que ahora sabía lo llevaría lejos de allí, hacia paraderos desconocidos. En el batir de alas de un picaflor, Dante dejó atrás el espacio vacío y se encontró contemplando un hermoso planeta de mares verdegay, diáfanos como el cristal, y escasos continentes. Sabía que aquel mundo era mucho más abundante en agua que La Tierra (recordaba a la perfección las lecciones de primaria de la profesora Martínez cuando ésta había dicho que el planeta Tierra era dos terceras partes de agua). Aquel mundo debía tener menos de un octavo de su superficie en tierra firme. Tras un pensamiento, Dante se encontró surcando la brisa marina en los océanos del ignoto orbe, equilibrándose sobre las ráfagas de viento con la elegancia de una patinadora en hielo, mientras su mano creía recordar la frescura del agua cuando rozaba la superficie del piélago. Aquella era la misma sensación que había vivido de niño la primera vez que sus inocentes pies habían conocido el frío de las olas, cuando su padre lo había llevado a conocer la playa. Ese sentimiento era imposible de olvidar, pensó Dante. Imposible olvidar aquel escalofrío que transmitía el agua helada y que, como una onda de descubrimiento, recorría todo el cuerpo hasta bañar las más diminutas fibras de cabello. Bastaba unos minutos para que el cuerpo se adecuara a la temperatura del mar y uno podía disfrutar igual que un pez, dejándose llevar por una memoria ancestral oculta en los vericuetos de la mente.
De pronto, mientras se hallaba inmerso en sus recuerdos de juventud, un animal aborigen salió disparado de entre las aguas y flotó junto a Dante durante un instante. Parecía un pez pero el muchacho no se apresuró a clasificarlo como tal. Después de todo, la ballena tenía apariencia de pez pero era un mamífero acuático. Además, a Dante no le interesaba hacer taxonomía. Aquel era un ser vivo, un animal oriundo de aquel maravilloso planeta oceánico, tan hermoso como La Tierra, y eso era suficiente. Tan veloz como había aparecido, la extraña criatura volvió a sumergirse y se desvaneció en las profundidades del mar.
Aquella era una lección, pensó Dante. En aquel mundo donde los humanos no existían, los animales podían vivir felices sus vidas, libres del yugo al que habían sido sometidos sus parientes terrícolas desde el albor de la humanidad. Allí en los océanos de un planeta remoto, iluminados por un incógnito astro impúber de luz blanquecina, las criaturas vivían su existencia como había sido diseñada en el inicio, en un perfecto ciclo ecológico. El joven se preguntó si algún día aquella perfección se vería diezmada por la aparición del pensamiento lógico, la sobreestimada maravilla de la mente humana, y un ser se alzaría por sobre sus compañeros para cazar no por necesidad sino por alarde de poder.
El muchacho se entristeció por la nostalgia de su planeta nativo. No necesitaba seguir en aquel planeta virgen para comprender más sobre la existencia en La Tierra. El tubo luminoso lo alejó de allí a la velocidad del pensamiento y Dante se dejó arrastrar sin reparos a través del viejo cosmos, surcando las antiguas poblaciones de la Galaxia, habitaciones deterioradas por el paso de los eones que antaño habían albergado a las juventudes astrales ávidas de fulgor y deseos de creación. Ahora, desperdigadas en débiles fogatas ahogadas por el tiempo, las estrellas fenecían. Algunas habían logrado su objetivo calentando a miles de especies bajo su tutela invariable, dotando de vida a sus hijos planetarios con su tórrida luz, mas otros no habían corrido con la misma suerte y habían sido condenadas a pasar su existencia sin la familia cósmica que tanto habían añorado. Allí donde las estrellas morían, unas, evanescentes expirando el helio de sus corazones; otras, comprimiéndose hasta el tamaño de un núcleo atómico, Dante sentía la calidez que sólo había conocido en su hogar. Los soles moribundos eran como parientes lejanos que sólo conocía después de la adultez, una madurez alcanzada en tiempo de hormiga para la edad de aquellas incandescentes entidades, cuyas muertes se veían ahora entrelazadas por el destino. Eran las exequias del cosmos que el Universo le regalaba al muchacho, la danza astral de una despedida que había hallado ausente en su tierra.
El joven se detuvo. Era el centro de la Vía Láctea, un cementerio de ancianos incineradores que ocultaban con su evaporada luz al amo supremo de toda la vida en la galaxia, un diminuto personaje que era invisible para la totalidad de los seres pero cuyos devastadores efectos eran suficientes para anunciar su poderío. Era el máximo succionador, la gravedad misma aprisionada en la cabeza de un alfiler; un emperador que hacía del caos el cosmos, extendiendo sus brazos de camuflado altruismo a través del espacio, cobijando a toda la galaxia del frío imperecedero con su candoroso núcleo inflamado de amor.
Dante observó maravillado al personaje responsable del nacimiento de su vecindario galáctico, y consecuentemente de su propia existencia, y el agujero lo miró de vuelta, abismal como la más negra de las almas en el infierno, radiante como un coro de ángeles entonando un aria dominical. Era el alfa y el omega de la joven Vía Láctea, donde todo había comenzado miles de millones de años en el pasado y donde todo culminaría en un minuto insabible del futuro. Aquella era una experiencia quimérica pero que muchos habían vivido antes, asistidos por el mismo corredor astral y camino al mismo sitio edénico.
Dante sondeó con sus inexistentes ojos las catacumbas donde la energía y la materia rezaban el último culto al demiurgo estelar, danzando en espiral imbuidos en un trance deletéreo hacia el más allá, y oyó los gritos de las estrellas en su frenesí ritual. Era una salmodia intransmitida en la inmensidad material que irradiaba metafísicamente hasta los impulsos eléctricos del muchacho, clamando por ayuda. No ayuda para ellos, sino para los que aún permanecían alejados de la verdad de la que allí era testigo el muchacho. Un grito de auxilio religioso con la esperanza de despertar la cordura en el actuar humano y en todas las razas evolucionadas de la galaxia que habían perdido el rumbo.
Esa era la realidad, pensó el joven. Ahora sabía que la guerra no era la creación distintiva del hombre, ni la destrucción el final exclusivo de la humanidad. Había en las estrellas desperdigadas de la Vía Láctea más razas como la suya, deslizándose inevitablemente como en un tobogán hacia las aguas pestíferas que ellos mismos habían cultivado en su inconciencia. Era un panorama que debía ser observado por más pestilente que le resultara al ahora vago recuerdo de su nariz. Era una obligación más que una necesidad.
El mozuelo llamó y la luz acudió a su encuentro. Ya no era una energía ajena; la luz era él, todos sus potenciales de acción agrupados en una emisión de fondo, sobrevivientes bizarros del cruento adiós de la carne. Era un instante mágico de revelaciones, millones de conocimientos aprehendidos a lo largo de la eternidad ardían en una mente universal, de la cual el joven alguna vez llamado Dante formaba escasa pero esencial parte. La entidad simbiótica obedeció al incorporado fragmento de su ser e inició el fugaz viaje a través del Universo. En tan sólo un abrir y cerrar de ojos, el muchacho estuvo en mil lugares, cientos de soles, millares de historias que valían la pena ser oídas. Estuvo en millones de atardeceres, algunos idénticos a los que había experimentado a lo largo de su vida, la rubicunda cara del sol descendiendo parsimoniosamente tras el mar acompañado de la música formada por el océano; otras, nada menos parecido, parejas de estrellas danzando entre sí, un vals amarillo y rojo que quemaba la vista al desaparecer tras el horizonte de escarpadas montañas. Estuvo en millones de nacimientos y de muertes, a cada paso una más insignificante que la anterior, opacadas por la eternidad de la que el muchacho era parte. Estuvo en cientos de guerras, la gente asesinando a la gente y a su mundo, miles de heridos clamando por ayuda, inocentes arrastrados por la sed de poder de sus gobernantes; aquí, una historia de amor; allí, una madre perdió a su hijo en combate; allá, un piloto sacrificó su vida para salvar a una aldea; acullá, la guerra concluía en paz, en muerte, en amistad, en victorias pírricas de los ambiciosos que destruían el planeta para luego poseer aquella misma destrucción. Panoramas conocidos para el joven; un retrato fiel de la cándida Tierra.
Pero el viaje continuaba. Miles de planetas, millones de civilizaciones. Alguien moría ahogado en el lago en una galaxia espiral, un niño elevaba una cometa de extraño diseño en los confines del cosmos, una anciana mujer vivía con sus mascotas en la soledad de su elíptica galaxia. Millones de historias, trillones de seres. Todos conocían el odio y la guerra. Todos conocían el amor y la esperanza. Suspiro, suspiro, suspiro. El joven se movía a través de los corazones de los enamorados a través del Universo: amores correspondidos, penas, desilusiones, familias rivales, diferencias de edad, amores platónicos, obsesivos, manipuladores, incondicionales, sexuales, prohibidos, enfermizos. Latidos, latidos, latidos. Las grandes válvulas se abrían y propagaban la sangre a través de los prendados cuerpos, sangres rojas, azules, verdes y negras, todas infestadas de amor. Todos eran distintos, ninguna raza se parecía a la anterior. Era un carrusel interminable de figuras asombrosas, peculiares y hermosas, todas diferentes pero iguales en su interior, con las mismas penas y glorias. Los mundos eran incontables: terrestres, acuáticos, anfibios, selváticos, gaseosos, subterráneos; los seres eran retratos de pulpos, reptiles, calamares, cuervos, ardillas, delfines; todo era distinto e igual. El joven veía aquella película hecha de cortos y recordaba su hogar sin proponérselo. Las extrañas criaturas pasaban su existencia viviendo un fidedigno recuerdo de su propia vida. Aquella era la sensación que embargaba su alma pero que carecía de recuerdos para corroborar. Lo sacudió la extraña sensación de que debía recordar algo, un sentimiento que a menudo experimentaba en su anterior vida. ¿Era así? No podía recordar con certeza si había hecho esto o aquello. Sus memorias se entrelazaban en una mixtura universal. Ya no era un simple muchacho (¿eso había sido?), era un todo. Era todo los seres que el universo físico había dejado atrás, era un fragmento más en la conciencia colectiva del cosmos.
De pronto supo todo lo que el Universo solía esconderle antes de morir. Miles de interrogantes que se había cuestionado con pesar durante su corta existencia ahora parecían obvias certezas. Era casi divertido. Lo sabía todo. Incluso quién había sido. Su nombre había sido Dante, ¿no era cierto? Pero le parecía ajeno, como si no hubiese sido exactamente él. Y así era. El había sido Dante, pero también había sido Roberto, María, Jason, Gregory, Elizabeth, Hassan, Yin, Shoun, Ulank, Tyss-Ik, Huhuojh, Rin-t-y. Cientos de hombres y mujeres de todo el Universo. Incluso había sido Gengis Kan, Hitler, Jesús y millones de seres humanos y no-humanos. Era su abuelo y la flor que le había dejado en su tumba y que se había marchitado diez años atrás. Era su perro que había fallecido un año antes y los gusanos que se habían devorado sus restos. Era el fumigador y las hormigas que habían fallecido en su casa una semana antes de morir. Era todo lo que alguna vez había vivido. Era la esencia misma de la vida.
¿Dante? Sí, ése había sido su nombre. Recordaba su trágica muerte y a su esposa llorando por no haber podido despedirse de él. Ella había llorado durante meses. Incluso había pensado en el suicidio. Su ingente multitud se revolvió ante el carnal deseo de dejarla cometer aquella estupidez. Así volverían a estar juntos. Serían uno mismo. Por siempre. Aún quedaba suficiente humanidad en él para esas egoístas añoranzas. Pero también deseaba que ella viviera y que fuese feliz. No la dejaría. No era necesario.
El tiempo era un capricho de mortales para él. Se hallaba junto a su lápida y tan sólo había pasado un suspiro desde que terminara la misa en su nombre. Un suspiro. No permitiría que su muerte acarreara meses, años incluso, de dolor indecible. Su esposa reposaba ahogada en congoja frente a la tumba. La habían dejado en paz para que se despidiera. Pero sus pensamientos vagaban en torno a la locura. ¿Por qué me dejaste?, decía. ¿Qué haré sola? ¿Por qué me dejaste? Su mente nadaba sobre rápidos de culpabilidad, arremetiendo con frecuencia contra la arena de un inexistente dios creador. Ella no lo sabía. Ahora Dante era el mismo Dios. La culpa no tenía nada que ver. Era así como corrían las aguas del equilibrio universal. Algún día ella moriría igualmente y lo entendería todo. Algún día. Pero no hoy.
Con el último rastrojo de humanidad, Dante acarició la mejilla de su amada con una fantasmagórica mano que le trajo mudos recuerdos de pasión y amor. Ahora ella se tranquilizaría. No pensaría jamás otra vez en la muerte. Podría ser feliz. Sería feliz. Dante sintió que su humanidad se le escapaba con este gesto. Hubiese podido llorar, mas no lo hizo.
La extraña frente a él suspiró. Su rostro estaba empapado en lágrimas. Estaba en un cementerio. Una lápida reposaba impertérrita a su lado. Alguien había muerto. Ella lloraba a su esposo. Leyó las letras sobre la fría piedra.
Dante…




Texto agregado el 26-01-2007, y leído por 97 visitantes. (0 votos)


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