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Inicio / Cuenteros Locales / abrakadabra / Hay que seguir luchando.

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Llevo más de dos horas sentado en este banco. Está cayendo la tarde, y lentamente las sombras en el parque se hacen más intensas, más frías, más amenazantes. Laura juró que vendría. No entiendo qué puede haber pasado. Aunque debo admitir que todo esto fue una locura, desde el principio.

Nos conocimos en el verano, en el Sur, donde su familia acostumbra pasar las vacaciones. Yo estaba de paso, trabajando en la cosecha. Uno de tantos jornaleros que contratan cada año en la estancia de su padre. Uno más, sin nombre, sólo un número en la lista del capataz. Ese año había problemas con los peones del campo, protestas por los salarios y las condiciones de trabajo. Así que nos extendieron el plazo, seguimos trabajando como rompehuelgas. Yo no lo sabía. No lo hubiera aceptado. Me enteré de la peor manera. Una mañana, los huelguistas apedrearon el camión que nos llevaba. Una piedra me pegó en la frente. Un golpe contundente, cortante. La sangre me cubrió rápidamente los ojos, creo que me desmayé. Cuando desperté, estaba acostado en un catre, tenía la cabeza vendada y un dolor horrible atravesándome el ojo izquierdo. Laura estaba allí, parada cerca de la puerta, muy pálida, mirándome con ojos asustados.
Más tarde me contaron que su coche pasó poco después del ataque, y ella insistió con el chofer para que ayudara a los heridos. Nos llevaron a la casa del capataz, y allí su mujer improvisó vendas y curaciones.
Desde ese día seguimos viéndonos a escondidas. Me arriesgué a ser sorprendido y a que me despidieran, pero no me importaba. Sólo quería estar con ella. Esos pocos minutos robados eran un premio que justificaba cualquier represalia.
A mitad del verano, Laura tuvo que volver con su familia a la Capital. Su padre había sido nombrado Ministro del Gobierno. Y yo decidí seguirla.
Fue entonces cuando conocí a Rodríguez y los muchachos. Anarquistas por convicción, luchadores por necesidad. Gente acostumbrada a matar o morir por sus ideales. Compartíamos la pieza en una pensión miserable. Allí también se improvisaban las reuniones para discutir los reclamos obreros y las luchas sindicales. Era un mundo nuevo para mí, la primera oportunidad de hacer algo importante en mi vida. Rodríguez ocupó el lugar del padre que no conocí, y me gustaba pensar en los obreros y campesinos del mundo como mis hermanos, todos unidos por la misma causa. Es difícil resistir esa tentación. Cuando se ha sobrevivido solo, como yo lo hice, el sentirse parte de algo mayor, tener ideales y defenderlos, es demasiado fuerte. Y no importa el costo. Uno de esos costos será, tal vez, no volver a verla.
Tenemos que partir mañana hacia el Norte, hay problemas allá, y Rodríguez dice que debemos ir a apoyar a los compañeros en la huelga.
Laura quería acompañarme, dijo que también es su lucha. La pobre se siente responsable por los abusos con los que su padre y muchos como él hicieron su fortuna. Yo no pienso llevarla. Sé que es imposible. Pero quería, por lo menos, despedirme. Tengo que encontrar un forma de verla esta noche. Voy a volver a la pensión, tal vez me haya mandado un mensaje.
El camino se me está haciendo interminable, voy con cuidado, evitando que me sigan. La policía nos estuvo marcando en los últimos días, hay rumores de revuelta y nosotros somos siempre los principales sospechosos. Rodríguez dice que la revolución no pasa de fin de mes, que si no se levanta el pueblo se va a levantar el ejército. Eso sí que sería una farsa, igual, ellos siempre tuvieron la sartén por el mango. Rodríguez dice que si la gente no aprende a organizarse nos van a madrugar, como otras veces. Yo no sé qué pensar. Algo anda mal, hay demasiada gente en la calle, y una agitación que no es común a esta hora.

Al llegar, veo a Rodríguez en la puerta,
- Por fin volviste, ¿dónde estabas?
- En el parque.
- ¿Estás loco ?, ¿no sabés lo que está pasando?. Hubo un atentado, un levantamiento dentro del gobierno, y estalló la revolución. El gallego y los otros llegaron de la plaza hace como una hora. Casi no la cuentan. La gente salió a la calle y los milicos están reprimiendo, como hijos de puta que son.
- Pero, nosotros no estamos en esta.- Le digo, sin entender.
- Vamos pibe, no seas ingenuo. Nosotros estamos donde hay kilombo, y si no estamos nos meten de prepo. ¿Qué hacías en el parque ?
- Esperaba a Laura. Quería despedirme, pero no vino. Me voy para su casa, capaz que el chofer me ayuda a verla.
- ¡No! – me grita, y tratando de controlarse agrega - ¿No oíste lo que te dije ?, esto está muy jodido. No podés andar boludeando por la calle. Tenemos que irnos enseguida. Hay un auto esperando para llevarnos hasta la provincia, y de ahí seguimos al Norte, a dedo o como sea. La cosa se va a poner fulera por allá, tenemos que ir a apoyar a los compañeros. Levantá tus cosas y nos vamos.

Estoy aturdido, todo está pasando demasiado rápido. De pronto, la puerta se abre y entra el gallego, al verme se pone pálido y mira a Rodríguez, como esperando instrucciones.

- ¿Le has dicho? - pregunta balbuceante.
- Sí. - responde Rodríguez secamente.
- Pero, ¿le has dicho todo ?.
- ¿Qué es lo que me tenías que decir ? - le pregunto, mirándolo directo a los ojos.
- Nada, que nos vamos -. Algo en su mirada lo traiciona, está mintiendo.
- Dale Rodríguez, ¿qué pasa?
- Mirá pibe, es mejor dejarlo así. Apurate. - Dice, mientras me empuja hacia la puerta.

Afuera la confusión es total. La gente corre en todas direcciones, muchos fueron sorprendidos cuando salían del trabajo. La policía salió con los caballos a la calle, y hay patrullas registrando las casas. El auto nos está esperando en un callejón, a pocas cuadras. Corremos esquivando barricadas. Hay mucho humo, es difícil respirar. Subimos al auto. La ciudad está a oscuras, dificilmente logro reconocer por dónde vamos. Al cruzar una esquina, descubro la silueta de edificios conocidos. Es la Avenida Central, a pocas cuadras de la casa de Laura. Al menos podré dar un último vistazo a su ventana, pienso, a modo de despedida. No sé cuando volveré a verla.
Al doblar la última esquina, ya casi frente a su casa, comprendo lo que Rodríguez no se atrevió a decirme. La mansión está en llamas, completamente destruída. La voz se me atora en la garganta. Siento los dientes y los puños apretados, no sé cómo esconder las lágrimas. Cierro los ojos, y recuerdo su carita pálida, mirándome asustada, aquella mañana en el Sur. Rodríguez me da una palmada en la espalda.

El auto apura la marcha. Hay que seguir luchando.

Texto agregado el 14-02-2007, y leído por 358 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
24-07-2008 Este no lo había leído. Me gustó mucho, tiene tu sello de calidad. aicila
31-10-2007 Más que un cuento diría yo que es una crónica perpetua "Hay que seguir luchando" es el lema perenne de la lucha contra las injusticias. goruzedri
13-03-2007 un buen texto sigue adelante neison
15-02-2007 Facilito y agradable de leer, se nota preocupacion por las formas y eso siempre se agradece... bien, bueno y gracias. pisa-papel
 
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