Juntos y desnudos 
La lluvia apareció de improviso. Hacía calor y me gustó que refrescara. 
 Sorteando charcos de agua y gente que corría de un lado a otro  
subí al colectivo que tenía un solo asiento libre. El viaje fue eterno y  
las pocas calles que faltaban para llegar parecieron  
multiplicarse debido a mi nerviosismo y ansiedad. Una ráfaga de viento   
entró con el último pasajero y sentí un escalofrío. 
 Algunas cuadras después llegué a destino. La noche había caído de golpe  
debido al cielo encapotado. Las luces del Shopping parpadeaban desde las ventanas abiertas. 
Las escaleras estaban en el centro del vestíbulo. Las subí sintiendo  
que los latidos de mi corazón competían con voces dispersas, músicas en  
algún lugar y la voz de un locutor trasmitiendo  fútbol. ¿Cómo  
sería? ¿Estaría ahí o me haría una broma y se ubicaría en algún lugar  
alejado para estudiarme antes de hablarme? Pero no. En la primera mesa  
frente a la escalera estaba  sonriendo. Se levantó y vino a mi encuentro.  
Lo había imaginado más alto. Me gustó. 
Nos sentamos frente a frente con una mesita baja de por medio y nos  
intercambiamos unos libros. Comentamos el estado del tiempo como si eso  
fuese muy importante. Yo miré los textos para disimular mi nerviosismo, que  
desobediente, se manifestó en el temblor de mis manos al hojear unas páginas  
al azar. Quedé en silencio y no podía disimular mi incomodidad. Él estaba  
tranquilo y se notaba que no era la primera vez que estaba en una situación  
similar. 
-¿Con nervios?- preguntó mientras me miraba a través de sus lentes  
pequeños. 
-No. Sí- respondí sin poder sostenerle la mirada. 
-Estás mejor en las fotos. Eso te digo ya. 
-Sos el primero que me dice eso- Y era verdad, todas las personas que me  
habían visto en internet al conocerme habían dicho lo contrario. 
Sonreí en forma estúpida y miré un punto fijo en el techo. 
Pensé que no le gusté. ¿Cuánto tiempo podría quedarme sin parecer  
descortés? Calculé que unos diez o quince minutos más serían suficientes.  
La situación me causó risa. Quise detenerla pero no pude. 
-¿Por qué te reís? 
-Por nada. 
-¿Querés comer algo? 
Ante mi negación dijo que él sí tenía apetito y desapareció por  
unos minutos. La voz del locutor cantó un gol que fue festejado por los que miraban el partido con gritos de alegría. 
Volvió con tres empanadas y una gaseosa. Mientras las comía me miró y  
sonrió. Me inspiraba simpatía. El  fútbol había finalizado y  
mucha gente que lo miraba por televisión se había marchado. La música a  
todo volumen impedía hablar con voz normal. Me ofreció la gaseosa. Tomé  
la pajita y le di un sorbo. La mano que me la ofreció era bella, de dedos  
largos y elegantes. Le devolví la botella y miré los labios sensuales que  
formaron una "o" perfecta al aprisionar la pajita para tomar el líquido.  
Pensé que me gustaría sentirlos así sobre mi boca. Mientras tomaba la  
bebida, los ojos profundos y aterciopelados se detuvieron en los míos, yo  
al fin le sostuve la mirada y una corriente de complicidad nos envolvió. 
-Tenés una belleza clásica, con esos pómulos altos. 
-¿No era que estaba mejor en las fotos? 
-Dije que estabas mejor que la fotos. 
No dije nada. Para qué. Recordé como en una película acelerada algunas  
>conversaciones picantes en el chat y me sonrojé. 
Terminaba su tercera empanada cuando  me tocó el brazo en un conato de  
caricia. Y ahí lo supe. Que sí. Que me quedaría  y que las dudas que  
había tenido se disiparon como la niebla se evapora ante el sol de la  
mañana. Así que iríamos, como lo habíamos planeado, a oír música a su  
departamento. 
Nos miramos a los ojos y sonreímos. No supe si pensó lo mismo que yo, pero  
su sonrisa era tan elocuente que me ruboricé. Recordé algunas fotos  
atrevidas suyas y pensé qué pasaría si en un arrebato de locura lo  
desnudase y acariciase ahí frente a la gente que charlaba, reía y comía  
ajena a nosotros. 
Nos fuimos. Caminamos por calles oscuras y silenciosas hasta llegar a su  
departamento que estaba en la mitad de una cuadra cualquiera. Me dejó en la  
antesala y tardó unos minutos en volver. Dudé cuando estuve sin él. Por un  
instante pensé que sería mejor irme. Pero  pronto estuvo de vuelta y  
entramos al dormitorio. 
-No debemos hacer ruido. Mi hermano duerme en la otra habitación- dijo en  
un susurro. 
Colocó dos sillas frente a la computadora y me ofreció una a mí. Fue  
poniendo músicas y explicándome el nombre de los intérpretes y autores.  
Algunos los conocía, otros no. 
-Conocés esta- preguntó y se elevaron en el aire los sones de mi canción  
preferida. 
La tarareé despacito y alcé la mirada para agradecérselo, bajó la cara  
y me besó. Fue el primer beso que nos dimos. Fue largo y muy dulce, acabó  
por romper el último vestigio de hielo que había entre nosotros. 
-¿Querés que te haga masaje?-dijo en voz baja. 
Respondí que sí. 
La cama estaba en un rincón de la alcoba en penumbras. Me tendí boca abajo  
y después de sacarme la remera subió sobre mí y me masajeó toda la espalda.  
La música lenta y el almibarado aroma del incienso me adormecieron.- 
-¿Quieres que continúe? 
-Sí, por favor- murmuré en un susurro. 
-Tenés que sacarte el pantalón. 
Unos momentos más y me desperté del todo. 
Me di la vuelta y nos besamos. Mientras lo hacíamos le saqué la camiseta. Se sacó el pantalón y lo tiró al suelo. 
En la luz difusa de la pieza resaltaba su cuerpo blanco, de rasgos suaves y  
perfectos. Las fotos que me había enviado no le habían hecho justicia.  
Pronto estuvimos uno pegado al otro. Lo acaricié torpemente y su miembro  
reaccionó al instante como una cobra airada. Él buscó todos mis secretos  
que le ofrendé sin retaceos. El cosquilleo familiar nacía cuando menos lo  
esperaba y daba inicio a tiernas batallas que nos dejaban exhaustos y  
sudorosos. Ardimos juntos la noche entera. Hasta que el sueño nos venció.  
La madrugada llegó sin aviso y nos encontró juntos y desnudos en el lecho.  
Una vez más el fuego fue compañero de nuestros jadeos y gemidos. Ya  
vestidos nos abrazamos sin decir nada. Fue tan maravilloso que pensé que  
había sido irreal. 
En la puerta me despedí con la mano en alto. 
Me miró a los ojos y preguntó: 
-¿Cuándo nos vemos otra vez, Martín? 
Y entonces supe que podrìa soñar.  |