Iba un día como otro cualquiera con mi madre a la compra. Me quedé en el coche. De repente entraron por la puerta del garaje unos extraños hombres. Por la voz se les reconocía asiáticos. De repente, en un abrir y cerrar de ojos rompieron el cristal del coche en el que yo estaba tranquilamente esperando a mi madre. Aquellos hombres me cogieron y me llevaron en coche hasta un lugar lejano de aquel supermercado. Yo estaba atada de manos y pies, con un calcetín en la boca, y con una bolsa de plástico en la cabeza. Estaba sangrando. El golpe que dieron al cristal me abrió una brecha en la cabeza, la acción de un pequeño cristal fue el que hizo tal suceso. De repente el coche pegó un frenazo. Se abre la puerta y me arrojaron a un vacío que no sabía reconocer. La noche fue fría y larga. Los sonidos de la naturaleza me aterraban. No conseguí dormir.
Al día siguiente pasaron de nuevo esos mismos extraños, que en aquel momento eran los dueños de mi vida. Esta vez me llevaron a un lugar más cálido. Me quitaron la bolsa de la cabeza. El único sol que tuve en nueve meses fue la luz que pasaba por debajo de la puerta. No sabía si pasaban días, meses, o semanas. Llevaba nueve meses buscando un por qué. La comida que me daban sabía a barro.
En ese momento pensaba que el día más feliz de mi vida era ese día, ese día en el que se pactaba la entrega de esos millones debajo de aquel sombrío y triste puente. Perdí la cuenta de los años que tenía. Perdí ese gozo de vivir una vida. Mi única esperanza era esperar a ese día.
Ellos me dejaron ciega. Mis padres estaban desesperados. Mi madre tuvo intentos de suicidio en cuanto recibió la única prueba que aseguraba que estaba viva: mis ojos.
Por fin llego ese día. La entrega se pactó con una voz manipulada. En ese momento mi esperanza era que todo saliera bien. Estaba allí cuando de repente oí una voz familiar. Empezaron a sonar impactos de bala. Uno de los trayectos de una bala fue el fondo de mi corazón. Los planes debieron de cambiar.