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LUIS ENRIQUE, LEVANTÓ su cerveza. Dijo, salud, dándose un poco de aire y sonriendo a sus amigos. Karla recostó su cabeza sobre el pecho de Quique.
—¿Estás mareada negra? —preguntó el hombre.
—No te preocupes, puedo continuar un rato más —Ella arregló su cabello. Miró a Perseo y a “Moncada” y, antes que levantaran sus hombros, les preguntó: ¿Ustedes qué creen muchachos?
—¡Salud, Karlita! ¡Por nuestra amistad! ¡Porque tu relación con Quique prospere! Y porque mañana nos volvamos a encontrar.
Se despidieron. Ella podía dibujar eses por el camino. Se tomó del brazo de Quique y él le pidió caminar unas cuantas cuadras antes de llegar al edificio donde vivía.
—¿No te queda para el taxi? Me siento mareada.
—A estas horas es difícil confiar en alguien. ¿Y si nos pasa algo?
—No sé... tú me llevas en taxi, no voy a caminar ni un paso más.
—Vamos a buscar un hueco para seguir tomando —rogó Quique.
—Yo quiero estar contigo —dijo ella—. ¿Me tienes miedo?
—No.
—¡Bah! No me hagas caso. ¡Vamos, para a ese idiota que maneja el carro viejo!
En el taxi se quedó ligeramente dormida. Quique le tocó los hombros y ella dio un bostezo. Luego, pasó sus manos por sus senos, y al sentirlos pequeños, sonrió. Se atrevió a introducir sus dedos por entre la blusa pero al darse cuenta que el chofer le miraba de reojo por el espejo retrovisor, hizo como que acomodaba sus manos. “Es una vaina tomar con gusto”, murmuró.
Al llegar al edificio, le ayudó a caminar hasta la reja y le preguntó si se sentía bien. Ella, por toda respuesta, se colgó de su cuello y le dio un beso largo, desesperado, lleno de deseo y lujuria. Abrió la puerta del enrejado, dio unos cuantos pasos y ella volvió a besarlo con insistencia. Quique aprovechó el silencio y la poca luz que alumbraba el pasillo para volver a tocar sus senos. Esta vez levantó su blusa y succionó uno de sus pezones como cuando era un niño e hiciera lo mismo con su prima Clotilde. En ese momento ella se dejó llevar y bajando los brazos acarició el armamento del hombre. Este tuvo miedo. En cualquier momento un vecino o inquilino del edificio saldría a echar un vistazo y entonces los reconocerían. Ella perdió los papeles. Se bajó la falda, hizo notar que llevaba puesto un calzón blanco con un hueco a la altura de la cadera. Ella misma se lo bajó y sin inmutarse, besó desesperadamente a Quique, para luego darse vuelta y ofrecer sus nalgas como se ofrece “Mañuca” cuando está en celo. Quique la acarició, y haciendo a un lado su temor, abrió la entrepierna de Karla, besó sus glúteos y absorbió el aroma de su encanto. No esperó más. Ella lanzó un gemido al sentir la violencia desesperada del hombre. En ese momento alguien prendió la luz. Pero Quique ya no creía en nadie. Karla volvió a gemir hasta que, sin darse cuenta, se fue de bruces contra la escalera. Se quedó echada sobre las gradas, completamente desnuda, con la trusa en el tobillo y las medias atascado entre los zapatos. Buscó el sueño que había estado esperando desde que subió al taxi. Y se dejó llevar, sintiendo que volaba por entre las nubes mientras su cuerpo era ligeramente acariciado por el viento. De pronto no le interesó la postura que había adoptado, ni el sonido de una puerta que se abría despacio. El sueño se había apoderado de ella y sólo deseaba que la dejaran dormir en una buena cama, oyendo esas campanas que se iban acercando más y más. Quique, al escuchar el chirrido de una puerta, intentó levantarla, cubrirla y hacerla caminar hasta su departamento, dejarla en la puerta y, desde la salida, observar si entraba en ella. Pero Karla no estaba para nada. Ante la desesperación de Quique, ella se acurrucó lo más que pudo y puso su rostro del otro lado, dejando ver un moretón en su pómulo. El hombre acomodó la trusa de la mujer y salió corriendo.
Cuando dejó el edificio el sudor bañaba su frente y su camisa. Al llegar a la esquina, se levantó la cremallera, levantó los brazos y exclamó riéndose por largo rato. “Soy todo un hombre, sí señor, ¡todo un hombre...!”




AMANECÍA EN EL PUERTO. El sonido de las lanchas y botes rompían el silencio de la madrugada mientras que, a lo lejos, por entre los cerros, pálidamente asomaba el sol. La bulla empezaba cerca de las ocho, cuando los comerciantes pugnaban por rematar sus mercadería. Pero, a eso de las dos de la tarde, se cerraba el movimiento, a no ser que a última hora se apareciera una lancha llena de mercadería por ofertar. Pero los sábados eran los de menos probabilidades.
Quique era chofer de montacargas y trabajaba en el puerto, en forma eventual, desde hacía más de dos años, gastando el poco dinero que ganaba durante las noches con sus amigos, en un bar de mala muerte o en algún parque, una botella de ron de por medio. Una noche, una amiga de la cuadra le presentó a Karla, una morena que vivía al final de la calle Peña Ríos, en un edificio de cuatro pisos, en compañía de su tía Patricia y su hermana menor.
A ella le gustaban las fiestas y cuanta parranda existiera en la ciudad. Llevaba una vida desenfrenada que continuamente le traía problemas con su tía. Cuando le presentaron a Luis Enrique le pareció una persona agradable, que hablaba con cierta gracia y que no le pidió un beso de entrada como solía pedir Moncada a cuanta amistad femenina le presentaban.
Karla se había hecho la promesa de no enamorarse. Se lo dijo a su tía Patricia y a su hermana menor. Se lo dijo a Quique cuando se lo propuso. Sin embargo, se sentía atraída por Armando Reyes, un profesor que enseñaba cruzando la quebrada, y que le enviaba flores y cajas de bombones cada fin de mes. Le comentó a una amiga que el profesor era para adorarlo, que tenía buena conversación y le gustaba soñar, pero que no iba con ella. Ella era una mujer de arranque, no requería preámbulos, y cuando estaba en la cama se entregaba como una verdadera hembra, sin medir las consecuencias. Pero ahora, se sentía arrepentida... Recordó a Dios, a pesar que no era su costumbre. Demasiado tarde para soñar.
Conoció el verdadero carácter de Quique una noche que fue invitada a una de las tantas actividades que organizaban sus amigas. Esa noche Karla le perdonó que él casi le asentara un golpe por un estúpido celo que tuvo con uno de los tantos tipos que se fijaban en ella. Sabía muy bien que a pesar de haber pasado los treinta, conservaba un cuerpo que hacía la envidia de cuanta quinceañera se le cruzaba. Los hombres la deseaban, sus amigos la deseaban, y al escuchar sus comentarios, ella se esforzaba en caminar con cierta provocación, diciéndoles: “es delicioso hacer el amor...”.
“Se muere por mí. La tengo loca. La puedo hacer bailar en mi mano”, pensaba Quique cuando se encontraba solo.
—¿Luis Enrique —gritó Moncada—, ¿tú crees que puedas devolverme el dinero que te presté? Fíjate que hoy es sábado.
—En cuanto lo tenga, te lo alcanzo.
Karla se apareció como a las seis de la tarde y saludó efusivamente a Quique.
—¿Nos vamos, muchachos?
Caminaron seguidos de Perseo y Moncada. Quique dijo que, a pesar del calor insoportable del verano, quería tomar algo caliente y se detuvo en cafetín del chino Darío.
De pronto se escuchó un poco de música, algo lejana, cruzando el bosque, removiendo las fibras de los jóvenes. Karla ensayó algunos pasos de baile.
—Yo no quiero café. Pide una botella de ron, Perseo. ¿Tú deseas algo, Karlita?
—Sólo un café.
—Te va a hacer daño. Vamos, sírvete un vaso. Te va a caer bien.
Se aparecieron Dulce y Carmen quienes se abrazaron a Perseo y Moncada, llenándoles de besos. Quique quiso irse, argumentando que estaba corto de dinero, pero Moncada le pidió quedarse: si quieres no tomas, pero no te hagas de rogar.
Al poco rato estaban ebrios. Se acercaron a la orilla del río para contemplar a un par de sujetos que caminaban abrazados. Karla y una de las chicas iniciaron una danza. La chica, a quien llamaban Dulce, se levantó el vestido y dijo ser una gitana.
Karla movió sus caderas insinuándose ligeramente. Perseo cerró los ojos. Quique la cogió y fingió un orgasmo.
Moncada se acercó a Quique y al oído le dijo: “Me debes dinero y lo quiero ahora”.
Quique hizo a un lado a Karla quien seguía meneándose, sin importarle la presencia de Moncada y Perseo.
—Estás borracho. ¿Qué pretendes? ¿No te dije que estoy corto?
—Quiero mi dinero.
—¿Lo tienes que pedir ahora? Todavía no he cobrado.
—Me gusta Karla —dijo, Moncada, bajando los ojos—. Yo soy así. Siempre voy al grano.
—Estás loco.
—A Perseo también le gusta Karla.
—Mira estoy ebrio pero me doy cuenta.
—Ella también está ebria y mañana no se dará cuenta. Además, tú la posees cuando quieres. ¿Alguna vez te ha contado los detalles cuando tienen sus relaciones?
—Pero es mi chica. Y la cuido a mi manera.
—Sales con ella que es otra cosa. Pero te olvidas de las otras. Tú no la respetas. No nos vengas con cuentos que te conocemos bastante. Eres un jugador: te gusta el trago, las mujeres, no tienes trabajo fijo, sinvergüenza, acomodado, irritable, celoso, y encima has tratado de golpearla. ¿Te has olvidado de su hermana, aquella a quien embarazaste? Karla no lo sabe y cree que eres un santo. ¡Bah! Eres un pobre diablo.
—¿Estás tratando de chantajearme?
—Tómalo como quieras.
—¿Y piensas salirte con la tuya? ¿Cómo?
—Tu sólo la coges y le acaricias sus nalgas. ¿No te das cuenta que está ebria? No notará que soy yo quien la acaricia. Ella seguirá con la cabeza agachada, con los ojos cerrados..., bueno... luego sigue Perseo y si quieres terminas tú. Verás que al día siguiente ni siquiera te hará un comentario. Yo me he dado cuenta. Nunca recuerda nada después de nuestras juergas. ¡Toma, tú necesitas algo de dinero! —Moncada metió la mano al bolsillo y extrajo unos cuantos billetes que puso en la mano de Quique—. No me debes nada y asunto concluido.
—¿Alguien puede ir a comprar otra botella de ron? —gritó Perseo.
—Pero ella, ¿qué dirá? ¡Dios mío!
—No me hagas reír, ¿acordarte de Dios en estos momentos? ¡Vamos, llámala que me quiero divertir...!
Karla seguía danzando, alzando las manos y gimiendo como un cachorro. Quique se acercó y besándola en el cuello trató de hacerle desistir de su danza.
—Déjame —exclamó—. Estoy un poco triste.
—¿Por qué?
—Mi hermana se marchó de casa. No quiere que le ayudemos a criar a su hijo. Pero creo que siente vergüenza. No ha querido decirnos el nombre del padre. Mi tía Patricia dijo: “que se vaya si es lo que quiere”. Y me confió algo que mi hermana no sabe. ¡Pero yo tengo ganas de tomar! ¿Sabes que tus amigos me caen bien?, especialmente Perseo. Me gusta cómo habla de su mujer y de sus hijos. Han estado hablando de mí, ¿no es cierto? Yo me doy cuenta de todo.
Quique movió la cabeza afirmando. Perseo y Moncada se acercaron y bebieron con Karla hasta que ella sintió las caricias de uno de ellos. Tenía ganas de dormir, quedarse estática. Perseo, cerrando los ojos, adormeció sus manos entre los senos de Karla, apretándolos ligeramente, murmurando palabras que causaron su gracia: “para eso sí eres bueno”.
—Dulce, ¿quieres bailar? —preguntó, haciendo a un lado a Perseo—. Ven sigue mi ritmo.
—Oh no, Karla, estoy ebria. Me quiero tender sobre el grass.
—No seas así. Ven, dame tu mano. Se mueve los pies así, luego... oh, pero ya no jalas... Jajajajaaaa... ¡Eres una debilucha! ¿Dónde está Carmen?
—Está durmiendo por ahí—dijo Perseo.
—Sólo quedas tú. Tendrás que bailar conmigo.
—Ven, Moncada —llamó Perseo—, tiene ganas de bailar contigo. Pero déjame acariciarte. ¡Moncada! Ven que Karla está con ganas de abrazarte.
—Abrazarle, no, tonto, quiero bailar. Ya no me sirvas más ron. Me empiezas a caer bien a pesar que eres un malo.
—No vengas con sentimentalismos ahora.
—Sí, soy muy sentimental. Eso malogra mi venganza.
—¿De quién quieres vengarte?
—¡De Quique! No te imaginas mi venganza.
Moncada y Perseo se acercaron y abrazaron a Karla.
—Suéltenme, muchachos, estoy bien.
Cuando se dio cuenta Moncada la sujetaba de una muñeca mientras que la otra era cogida por Perseo.
—No, no se les ocurra, muchachos. Quique, haz algo. Yo sé lo que les digo.
Pero Quique haciendo a un lado el rostro, mostrando su indiferencia, se retiró unos metros. Perseo se acomodó a sus espaldas y ella sintió que las fuerzas la abandonaban. No gritó, sólo repitió y repitió hasta el cansancio frases que nadie quería entender: ¡No lo hagan por favor! Y ella sintió el jadeo de los amigos de Quique confundiéndose con la música que llegaba desde lejos.
—¿Por qué lo hacen? —dijo. Empezó a llorar. Sus lágrimas fluían con ardor, quemando su rostro. No quiso verlos cuando remató—. Alguien me contagió ¿no se dan cuenta que me estoy pudriendo?...
Por un momento la miraron desconcertados. Luego la cogieron de los pelos, la arrastraron hasta el bosque y la empezaron a patear. Cuando sus gritos lastimaron el ambiente y se escucharon voces que venían desde el puerto, los hombres corrieron hacia el río.
Karla se quedó tendida en la hierba. Quique se acercó a levantarla y ella exclamó levemente:
—¿Sabes que mi hermana ya tuvo el hijo que le engendraste? ¿Creíste que no sabíamos quién era el padre? Lo que hayas hecho conmigo no me interesa, porque al fin y al cabo ya no pertenezco a este mundo. Estoy muerta mucho antes de haberme metido contigo...
Karla se paró a duras penas, se arregló la trusa y acomodó su falda. Caminó arrastrando sus pies, sintiendo que la pesadez la dominaba. Antes de perderse volteó el rostro y vio a Quique tendiéndose sobre la hierba. Quizás estaba llorando...


***

Texto agregado el 21-03-2007, y leído por 232 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
21-03-2007 que bueno!!...imprecionante...siempre con interrogantes vos!! ¿estaba llorando?... para mi, que lo mató karla...y no eran lagrimas, sino gotas...de sangre...;P mis5! Maggie_Lee
21-03-2007 MIERDA! que texto tan bueno, un final inesperado, manejaste bien la historia, aunque la próxima vez sería bueno que no te refirieras al pene como el "Armamento del hombre", siento que le resta categoría al texto, que de por si es bueno. don_pornocracia
 
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