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Historia de un sacerdote culpable.


Es obvio que no me encuentro en mi sano juicio cuando redacto estas líneas, se me escapan los días y continuo encerrado en este gris habitáculo que llaman celda. Esta celda del monasterio, es el lugar desde donde he repasado una y mil veces lo que ocurrió. Lo que escribo. ocurrió hace muchos años, ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Yo era un joven sacerdote, un católico de fe, que me vi abocado a colaborar con el régimen nazi, a la hora de consolar el alma de los prisioneros que eran conducidos a ser fusilados.

Les acompañaba en el camión, desde que comenzaba su marcha hasta que llegaban al lugar donde iban a ser fusilados. Les acompañaba durante los 15 kilómetros de la muerte. Yo en el trayecto trataba de calmar o confesar a los que iban a ser ejecutados. Mi trabajo era complicado, cruel y poco gratificante, pero debía servir de ayuda a los pobres hombres que iban a morir. Aquel día eran quince prisioneros. Yo prefería ignorar cuales eran las causas que los llevaban allí, yo quería ayudarles a que se enfrentarán con calma a la muerte. Recuerdo esos quince prisioneros, recuerdo cada rostro como sí lo estuviera viendo hoy. Pero recuerdo sobre todo, el de un adolescente de dieciséis años que sentado en el suelo se apoyaba en una esquina del camión con las lágrimas bajando por su rostro. Recuerdo sus dientes castañeteando, sus ojos envueltos en lágrimas y su rostro compungido .Recuerdo su edad, esa edad que le hacía que no tuviera, la actitud de indiferencia de unos o de miedo, odio y rabia de otros ante la muerte que se avecinaba. Intenté hablarle, tranquilizarle y convencerle; de que lo que le esperaba era la vida eterna, que había de confiar en Dios. El adolescente lloraba y repetía: ”Yo no he hecho nada. Soy inocente, yo no he hecho nada.”- Repetía esta frase con su voz entrecortada y mezclada con el llanto.

Yo me di la vuelta para consolar a otros prisioneros. El adolescente se percató de que la lona que cubría el remolque del camión estaba rota y que por tanto había un ligero hueco por donde podría huir. No lo pensó dos veces y saltó, nadie lo vio. Los guardias sentados en la entrada del camión miraban hacía la carretera. Yo fui el único en darme cuenta de su huida, porque saltó del camión hacía la suave y húmeda hierba de la madrugada justo en el momento en que yo me giraba para consolarle. Me quedé sorprendido y atónito, el resto de prisioneros me miraron con esa mirada marcada con la esperanza en mi compasión silenciosa. La mente me dio vueltas, millones de ideas me rondaban la cabeza; ¿Qué debía hacer?, no sé la razón pero grité. El conductor detuvo el camión y dos soldados armados saltaron del camión en busca del prisionero, alcanzándolo. Aquella mañana el muchacho murió. Yo también en esta ocasión había apretado el gatillo y no sé porque razón yo también había muerto aquella mañana. Desde aquel día, mi mente da vueltas a lo sucedido y no halló una explicación.Mi fé impide el suicidio, pero aún sigo muerto hoy.

Texto agregado el 28-03-2007, y leído por 152 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
29-03-2007 Hasta donde dice :"el muchacho murió", el cuento se va contruyendo bien. Pero de ahí en adelante me da la impresión que te apuras en obtener un final, y privilegias la moraleja por sobre lo literario. La idea me gusto es valiente, pero repensaría el final, el sacerdote algo descubrió y eso merece ser explicado mejor. morse
 
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