Desde el frío y húmedo baño de la estación Constitución, cuelga desde hace tiempo una gotera. A pesar de lo inmundo y oscuro del lugar, el agua que por allí cae parece perfectamente pura.

Hace una semana, estando en ese lugar, atrajo a mi atención el brillo cristalino de la próxima gota que estaba por caer. Primero era simplemente una película adherida al techo, pronto se convirtió en una campana invertida que no terminaba de separarse de su progenitora.

Desde un rincón y recostado en el suelo, un borracho me advierte: “De la caída vertical de esa gota depende el equilibrio de todo el universo, o quizás tan solo de ella dependa toda nuestra capacidad para entender el cosmos”.

Volví la mirada a la gota que seguía contorneandose; había adquirido ahora una panza cada vez más definida y por fin, luego de unos interminables segundos, cayó con alivio, dibujando una trayectoria perfectamente recta, como la de todas las cosas que se libran de fuerzas y caen al vacío. Dejó detrás suyo una semilla para que el proceso se repitiera y supuse que con una gota bastaba para contrastar que todo seguiría según el orden acostumbrado.

Reflexioné ya más tranquilo, que todo había sucedido según ley, la gota satisfizo a mi razón y el borracho yacía completamente dormido.