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Estaba sentado frente al loquero, en una silla cómoda que recibía delicadamente cada parte de mi cuerpo. El me miraba sin decir nada con la boca y tampoco con la expresión de su rostro; pensaba para mis adentros que esta gente debe dedicar mucho tiempo de su vida para aprender como no dejar reflejar en sus gestos lo que pasa por su cabeza. Mucha gente dice que para ser psiquiatra se debe estar un poco loco y me siento afortunado que les enseñen a ocultar lo que piensan, aunque, para ser franco, la curiosidad siempre estaba presente en estas reuniones en las que yo hablaba sin recibir retroalimentación alguna, era como hablar con una pared que hacía las preguntas calculadas y precisas para evaluarme, medirme y conocer mis más profundas motivaciones y secretos.
Muchas veces me ha tocado estar sentado en estas mismas circunstancias, con un licenciado evaluando mis respuestas y observando detenidamente mis gestos anotando todo en un cuadernillo y grabando mis palabras e inflexiones de voz en una grabadora ordinaria. Pasé por muchos psiquiatras antes de llegar al actual, con el que estaba en tratamiento hace por lo menos un año. Era el médico jefe del centro donde me habían recluido, donde desperté después del evento. Pero más tarde llegaré a eso. Ahora estoy sentado esperando que el doctor Mario Becerra comience su análisis. A nadie le he contado que es lo que desató el evento porque me avergüenza que vean en el más grande tenor que ha existido una debilidad tan grande y ridícula. El más grande tenor del mundo no debería estar limitado por una tan simple y aberrante circunstancia, si, por el contrario, me afectara algún mal a la altura de mi genialidad, lo diría sin temor ya que mi necesidad dramática estaría perfectamente satisfecha. Pero al no ser el caso, me limitaré a seguir escondiendo la causa de mis pesares en todas las entrevistas médicas a que decidan someterme.
Yo estaba acostumbrado al ritual de inicio de las entrevistas, el doctor acomodó su cuaderno de notas sobre la mesa, le sacó punta al lápiz y lo dejó a un lado del cuaderno, perfectamente alineado. Puso una cinta nueva en la grabadora, apoyó los antebrazos en la mesa y se dispuso a empezar.
-Buenas tardes Claudio- dijo con voz cuidadamente serena.
-Buenas tardes doctor, ¿Cómo está su señora?-
-Está mejorando, solo fue un resfrío un poco más duro de lo habitual, pero Raquel es muy fuerte y ya está en plena recuperación. Gracias por preguntar. Pero me gustaría que habláramos de ti. Que piensas de estar en este lugar, porque crees que estás aquí.
-Si lo recordara no haríamos estas entrevistas. No sé por que me encerraron pero me imagino que algo habré hecho.
-Bueno, eso es lo que nos tiene a todos muy intrigados. Desde que entraste a este centro no he visto en ti comportamiento alguno que se asemeje al debacle que fue tu última presentación en público. Por lo mismo, me interesa mucho tu caso....
Así que le interesa mi caso, mis pensamientos apagaron la voz del doctor que bajó a un segundo plano apenas audible y mientras su voz se convertía en murmullos inestables del medio ambiente, mi cerebro tomó rumbo propio, como muchas veces lo hacía. Si el doctor adivinara la razón que tengo para no develar mi vergonzoso secreto, seguramente no me recluiría aquí por mi limitación, sino que por esa razón, inentendible para la mente inferior que no está preparada para vivir la genialidad dramática de un cantante de ópera. La última presentación que tuve en público la recuerdo muy bien; los sentimientos que recorrían mi cuerpo esa noche memorable todavía están presentes en mi memoria. Iba a cantar Aida, la tan famosa aria de Verdi que solo pueden interpretar los más eximios exponentes de este arte, entre los cuales, sin lugar a dudas, yo ocupaba el más alto sitial existente. El silencio de la habitación me alejó de mis pensamientos, el doctor había terminado de hablar y me miraba inquisidoramente, estudiándome.
-Perdón doctor, no le escuché la última frase- dije tranquilamente.
-No te preocupes- dijo acercándome un posillo con deliciosos cuadraditos de chocolate, limpio, fino y puro chocolate. Tomé uno sin demora y empecé a juguetear con el en mi boca.
-Para retomar la entrevista me gustaría que me contaras como fue el día del evento, que sentiste antes y después, con quien estuviste y todo lo que vayas recordando.
-¿Otra vez doctor?... me parece que hemos repetido está experiencia un montón de veces.
-Y siempre sale algo nuevo, esperemos que ahora sea lo que buscamos.
Di un suspiro y empecé a repetir monótonamente la historia que me sabía de memoria. Mientras estuviera contándola decidiría si agregarle o no algún detalle nuevo para dejar al doctor tranquilo, para darle su pastilla, simulando un avance en el tratamiento.
-Llevaba preparando esa presentación hace mucho tiempo, practicando todos los días desde muy temprano en la mañana hasta altas horas de la noche. Mi estado físico era sublime, cada músculo de mi cuerpo estaba a tono y mis cuerdas vocales me permitían un virtuosismo excepcional. Siempre me ayudaba un amigo que tocaba el piano a mi lado y actuaba como público exigente, criticando mis errores con inusitada violencia, mientras que, por el contrario, mis aciertos no eran adulados, solo eran aprobados con un leve gesto afirmativo de su cabeza haciéndome entender que cuando lo hacía bien estaba cumpliendo mi labor, que era lo que se esperaba de mi. Este amigo que me acompañó tanto tiempo era mi máximo secreto, porque no quería que nadie supiera que mi perfeccionamiento no solo se debiera a mi calidad sino que a un oído perfecto, técnica e interpretativamente, que me impulsaba a cruzar barreras que solo no me hubiera atrevido a saltar. Quería que todo el crédito fuera para mí. Que solo a mi me admiraran. Mi amigo, intuía mi egoísmo, natural en este tipo de profesión, y me dejaba hacer. Aunque poco a poco un resentimiento cada vez más evidente aparecía en las actitudes y comentarios de este fiel amigo. En ese entonces no me di cuenta de las señales, o por lo menos no muy concientemente, pero ahora, que estoy recluido en este sanatorio, puedo ver más claro, sin la nebulosa que la fama tendía sobre mis ojos.
El doctor me miraba sin asomo de expresión en sus gestos. Anotaba cuidadosa y meticulosamente en su libreta algunos detalles de mi conversación. Para mis adentros pensaba que debía estar anotando algunos detalles de mi amigo, detalles que estaba profundizando más en esta versión que en las anteriores.
-Como iba diciendo, la práctica con mi amigo era cada vez más descarnada, el quería que mi presentación fuera perfecta y, cada vez que emitía algún comentario era para retocar mi canto, subiendo una milésima de volumen en esta parte, bajando un poco la velocidad aquí, aumentando el tono allá. Todo iba dirigido a mi gloria y lo aceptaba dócilmente y con cierto dolor ya que no iba a permitir que sus enseñanzas llegaran a otros. No quería competencia, este era mi momento y me aferraría a el yo solo.
Estaba reviviendo la historia como nunca antes, quizás incluir más detalles de la vida de mi amigo era un error porque iba a perder el control y llegar a contarlo todo. El odio que sentía por el era grande, me hizo subir a lo más alto para dejarme caer. Pude comprender en el momento de la caída el viejo adagio que dice “Mientras más altos, más fuerte caen”. Era verdad, una cruel verdad, y como toda verdad, no depende de lo que yo quiera creer, sino que existe indefectiblemente. El relato me había agarrado, necesitaba seguir. Apenas me daba cuenta del resto de chocolate que paseaba nerviosamente por mi boca. Para mis adentros pensaba que el doctor debería comprar chocolates de mejor calidad, lo que estaba comiendo parecía una bola de azúcar dura, no le di mayor importancia y continué el relato cada vez más inspirado.
-El día de la presentación no canté ninguna sola vez. Me levanté tarde porque quería estar lo más descansado posible, tomé un desayuno sano, unas tostadas con mantequilla y un te de hierbas con un toque de azúcar. Dejé el teléfono descolgado todo el día porque odiaba su impertinente repique. Me duché en la tarde después de pasar todo el día echado en mi sillón preferido escuchando música y leyendo. Cuando ya no faltaban más de treinta minutos para el inicio del espectáculo di los últimos retoques a mi indumentaria, una mirada final al espejo que estaba detrás de la puerta me indicó que todo parecía estar en su lugar y salí decidido por la puerta principal de mi casa a subirme al auto que me esperaba, hace por lo menos veinte minutos, fuera de casa. Recuerdo claramente que era un día frío, corría un poco de viento helado, aunque no molestaba. En todo caso, a mi no me importaba nada más que mi presentación y ningún detalle externo apartaba mi cerebro de la continua repetición de notas, escalas y tiempos que había memorizado este último tiempo. Por supuesto que el chofer del auto era mi compañero de prácticas, con el que cultivaba esta extraña amistad.

Hice una pausa para tomar un poco de aire y, porque no decirlo, para tomar otro chocolate del posillo que el doctor anteriormente me había ofrecido. Recuerdo que durante mi carrera no podía probar el chocolate con toda la libertad que hubiera deseado, por dos razones, la obvia es que me haría subir de peso y la otra, la que en verdad me impedía comerlo, era que cuando comía chocolate la voz se empalagaba y perdía mucho de las sutilezas que era capaz de darle mi educada garganta. Pero bueno, ahora ya no era momento de cuidarme, así que cuando se me presentaba la ocasión, tomaba cuanto chocolate había a mi alcance y disfrutaba deshaciéndolo delicadamente entre la lengua y el paladar. Me gustaba el chocolate de calidad, el que se deshace en la boca y no en las manos; y aunque el chocolate que me ofrecía el doctor no era muy bueno, todavía tenía unas bolitas en la boca que no había podido deshacer, seguía echándome pedazos cuando podía.
-Después de subirme al auto le dije a mi amigo que estaba listo, que me sentía absolutamente dispuesto para cantar Aida como ningún mortal antes se había atrevido a interpretarla. Recuerdo que también le dije que este iba a ser mi más memorable concierto, el que indiscutiblemente me iba a hacer saltar a la fama mundial. Mi amigo no dijo nada, como siempre hacía cuando no había nada importante que decir, encendió el auto y se dirigió al palacio de la ópera. Fue un viaje silencioso, yo recostado en el asiento trasero, con los ojos medio cerrados mirando apenas el paisaje que pasaba, como una película, por la ventana del auto. Llegamos sin novedad al teatro y entramos por el backstage para no ser molestados por el público, después llegaría el momento en que me tocaría hablar con el público, después de mi canto, después de la gloria.
Mientras contaba la historia notaba que la estaba viviendo de nuevo, el doctor se daba cuenta y no quería interrumpirme, sabía que iba a llegar más lejos que de costumbre y una urgencia descabellada estaba tomando posesión de mis palabras. Temía llegar al punto de contar mi secreto, pero igual tenía que seguir. Mi necesidad dramática me impulsaba a contar esta vez todo lo que me pasaba, como si fuera mi última presentación en público. Aunque el público esta vez no fuera de un nivel muy alto, era lo mejor a lo que podía optar. Así que seguí contando mi historia, dispuesto a llegar al final.
-Entré al teatro y por la cortina pude ver los palcos llenos de gente, todos ansiosos de escucharme. Y yo estaba dispuesto a hacerlos escucharme. En el podio desde donde iba a cantar estaba el vaso de agua habitual que mi amigo siempre se encargaba de poner en su lugar. No era ni muy frío ni muy caliente, lo suficiente para aclarar mi garganta, pero no para desestabilizar mis cuerdas vocales. Antes de entrar al escenario metía mi mano al bolsillo de mi chaqueta para tocar lentejas, una cábala estúpida, pero que religiosamente llevaba a cabo antes de salir a escena y durante los cantos siempre las tocaba para sentirme seguro. También era mi amigo el encargado de ponerlas en mi bolsillo. Y él, que conocía todos mis secretos, uso este sencillo método para destruir mi carrera. El sabía de mi terror y lo usó contra mi.
Saqué otro chocolate mientras bailaban en mi boca los pedazos de los chocolates anteriores que no querían deshacerse. El doctor me miraba intrigado, al fin iba a tener las respuestas que tanto tiempo había buscado. Y no lo quise decepcionar.
-Llegó el momento de entrar a cantar y metí mi mano a la chaqueta, toqué las lentejas, que tenían una textura extraña, y di el primer paso. La ovación fue monumental. Otro paso, y otro más. Ya estaba frente al podio, sin micrófono porque mi potente voz no los necesitaba. Apoyé una mano sobre el podio y la otra jugueteaba con las lentejas de mi bolsillo.
El doctor me miraba cada vez más ansioso y yo mascaba nerviosamente los pedazos de chocolate rebelde que no querían deshacerse. Seguí el relato, quería terminar rápido para salir de la consulta y botar este chocolate infecto.
-Todo parecía estar en orden, el vaso de agua en su lugar, el público aplaudiendo de pie mi aparición, la locura, la vibrante emoción de los aplausos, todo era perfecto.
Menos el chocolate que todavía seguía masticando. Cómprese una buena marca pues doctor.
-Saqué la mano de mi bolsillo para hacer callar al público. La levante frente a mi y los aplausos empezaron a menguar y la gente a sentarse. Todos preparándose para escucharme. Estaba en el pináculo de mi gloria. La tensión del ambiente era gigante. No volaba ninguna mosca. En ese momento, en que todo encajaba, vi en mi mano la perdición. Di vuelta mi cara para mirar tras bambalinas a mi amigo, que estaba parado con una sonrisa de odio dibujada en su cara. Se había vengado. Esta era su hora de gloria, una gloria oscura, pero gloria al fin y al cabo. Pegada a mi dedo, arrugada y sucia, estaba la causa de todos mis miedos. De mis ridículos y poco dramáticos miedos. De mis sencillos y pueriles miedos. Había una pasa, una uva marchita por el sol, un desperfecto de la vida, pegada como una lapa, resbalando de a poco, yo con mi mano inmóvil junté aire para un grito, un grito de niño asustado. La pasa cayó al suelo y mis ojos ya no pudieron despegarse de ella cuando caí arrodillado junto a ella y grité y lloré, desvalido ante el mayor de mis temores. Eso es todo lo que recuerdo doctor, y ese es el terrible secreto que he guardado tanto tiempo. El más grande tenor de nuestro tiempo le tiene miedo a las pasas, unas fobia incontrolable contra esta deformidad de la creación. Desde niño me a perseguido este terror y nunca lo he enfrentado. No me va a creer pero nunca he probado una pasa, y no puedo llegar a imaginarme que pasaría si tuviera una de esas pastillas venenosas en mi boca. Bueno, eso es todo, espero que le haya servido.
Terminé la historia con los ojos bajos, sin mirar al doctor, rumiando el chocolate de mala calidad que no se deshacía en mi boca. Esperé un rato con los ojos bajos a que el doctor dijera algo, pero el silencio era sepulcral. Ni siquiera escuchaba el monótono roce que producía el lápiz del doctor en el cuadernillo. Finalmente levanté la vista y miré fijamente al doctor. Lo que vi me dejó helado. El doctor me miraba con la cara desencajada, estaba pálido, el lápiz se le había resbalado de los dedos y estaba tirado sobre la mesa. Todavía masticaba el chocolate cuando mi cerebro hizo clic. Abrí la boca y escupí una masa latiguda y oscura sobre mi mano. Lo que había estado masticando no era chocolate, eran pasas. Mientras contaba mi historia había tenido en mi boca ese sucio manjar. Había envenenado mis dientes, mi paladar, mi lengua. Todo entero estaba lleno de veneno, lleno de pasas. El terror se apoderó de mi, mientras corría por los pasillos del sanatorio con convulsiones incontrolables, mientras sentía que mi cerebro rompía sus últimas ataduras con la realidad y pensaba que ahora sí que había una razón para que me tuvieran aquí dentro.

Texto agregado el 05-04-2007, y leído por 247 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
03-11-2007 Excelente. Hay que mantenerlas vivas porque son las que nos llenan thare
13-04-2007 Regresé a la re-lectura, una verdadera joya. gfdsa_elisa
08-04-2007 muy bello5* neison
08-04-2007 muy bueno heavy
05-04-2007 He tardado un poco en aceptar tu invitación a la lectura ¡Qué pena! Así es la maldad, un reptil sigiloso que culebrea incansable para inocular todo su veneno, y matar todas las ilusiones a la víctima picándole precisamente en sus miedos y fobias, en su frágilidad. Mis cinco estrellas. maravillas
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