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La cárcel

Llegué una mañana de agosto, con un sol implacable y frío; recuerdo el patio; el sol untaba el piso, de hormigón, una inmensa placa gris arenosa y polvorienta. Los zapatos de los muchachos también eran polvorientos, gastados, como si su lustre se viera a través de una placa que intercambiara el brillo por unas manchas opacas, despeluchadas. Hablaban, fumaban.
Bajé del furgón y caminé, mirando el piso, hacia mi celda. Me había seducido la idea de quedarme en el patio, alegre, jovial, conversando con aquellos muchachos, pero caminé hacia mi celda. Yo era tímido, no tímido: retraído. Vamos a ver lo que hacemos ahora, levanten las manos, pongan sus cosas sobre el mostrador y vayan saliendo de a uno sin hacer ruido. Esas fueron mis palabras en el almacén, había quince, veinte personas; yo les hablé como un Dios, parado bajo el marco de la puerta, una puerta ancha, no me titubeaban las palabras, ni las piernas, ni la respiración, por eso digo que no era tímido, era retraído. La primer cena me la pasé mirando el plato, en silencio, sin hablar con nadie. La cafetería, el lugar donde comíamos eran un lugar amplio, con mesas largas, con platos y vasos y tenedores y cuchillos de metal, un metal opaco y gastado como los zapatos de los internos.
La moza era linda.
La moza era hermosa. Una morena de piernas largas, de pelo largo, con unas pestañas bien negras, marcadas por sobre unos ojos también negros. Usaba unas alpargatas deshilachadas, tan ajustadas que le marcaban los dedos y las uñas a través de la tela. La pobreza no está exenta de la belleza. Pero tenía prohibido hablar con nosotros.
Qué es lo que une a dos personas. Mi primer amigo fue Morrison, Morrison era un apellido de preso, o por lo menos eso me parecía a mi, y por eso no me sorprendió ni me pareció raro que así se llamara. Me agradaba su bondad. Tenía los ojos melancólicos, con un halo de dulce ternura, como una tibia alegría que se parecía a la felicidad que se encuentra en la paz. Había matado a su padre. Nunca supe por que. Morrison hablaba con docilidad y se expresaba con precisión, pero no era una precisión de arquitecto, era más bien la precisión de un poeta, o un pintor. Con esa elocuencia me lo dijo una noche.
Era una noche en que estábamos juntos en la carpintería. La cárcel generaba productos para el estado. Muebles, camas, bancos, mesas, sillas, todas cosas de madera que se hacían en la carpintería. También había un sector de herrería, y otro de talabartería, pero Morrison y yo trabajamos con madera; esa noche hacíamos bancos. Había que terminar una entrega de ciento setenta bancos, para escuela, para las escuelas de los barrios pobres, yo y él estábamos encargados de terminar con esa cantidad de bancos y habíamos obtenido permiso para pasar la noche allí. Inundados de aserrín, con olor a barniz y madera impregnado sobre las paredes, las mesas de trabajo, las herramientas.
Fumábamos a riesgo de crear un incendio en la carpintería pero fumábamos igual, no nos importaban tantas cosas, y una de esas cosas era provocar un incendio, otra eran nuestros pulmones, pero eso no nos hacía distinto del resto de los fumadores. Lo que nos hacía distinto era que estábamos encerrados, hacía meses yo, hacía años él, y fumábamos, y no nos importaba arder entre un montón de maderas, en algún galpón en las afueras de la ciudad, una noche, no nos importaba eso y otras cosas, como vestir bien, como comer bien, como jugar, correr, patear, saltear. Tengo en el alma una banda de delincuentes. Eso pensaba en esa época. Mi padre, mi abuelo, mis tíos habían sido delincuentes. Mi padre, mi abuelo, mis tíos habían sido delincuentes y habían muerto en la cárcel, de viejos, de amargura, de cobardía. Yo pensaba eso, que habían sido cobardes, por eso, cuando Morrison aquella noche me dijo lo de la reja, y las sogas, y las pinzas, y el río que conduce al otro pueblo, al costado de la ruta, la cloaca, robar un auto; escapar. No había duda en no ser un cobarde cuando Morrison me lo dijo.
No hablaba en las cenas, ni en los almuerzos. Como si estuviese en una cárcel dentro de la cárcel, privado de la libertad de hablar aunque la tenía, pero no la había elegido. Me remitía a escuchar. En la cena los muchachos reían, conversaban, ¿de qué conversaban?; hablaban de las cosas que habían hecho en el día, de películas, de fútbol (se podían ver los partidos de la liga nacional a través del circuito cerrado de cable), de las mujeres que anhelaban y hacía tiempo que no veían, de las coartadas para conseguir cigarrillos, o droga; algunos masticaban las comida, la escupían en el plato y la volvían a comer, aquello era gracioso porque todos reían, ¿era gracioso?. También hacían reir mis pedos y fue eso lo que me unió al grupo, mis pedos, y las risas que eso provocaba. Y la moza que era tan linda que su presencia convocaba al silencio, un silencio empapado de admiración y deseo y estupefacción.
Ella no nos hablaba, porque tenía prohibido hablarnos; como yo, no hablaba tampoco, a lo mejor también algo me lo prohibía a mi. Vestía un vestido corto, con un delantal blanco, el vestido era celeste y el delantal era pequeño, era más un adorno que una protección para las salsas, y los aceites, y los condimentos que hacían nuestra comida. Por debajo del borde de la tela celeste emigraban las dos piernas morenas, lisas, delicadas, salvajes también. Ricas. Una vez escuché su voz. Me había acercado a la barra a pedir otro plato de comida. No lo pedía como un mendigo, si no como un angurriento, porque ya me había comido dos platos y ella hablaba con una compañera y su voz era tan hermosa como es la voz de las mujeres. Me quedé un rato escuchándola, imaginando que me hablaba a mí. Después con el plato rebalsando de guiso volví a la mesa. Qué es lo que une a dos personas.
Con Morrison no nos sentábamos juntos en la cafetería. El se sentaba con los muchachos de la zona sur, que era donde el había nacido, yo prefería sentarme con los ruidosos, los que se tiraban pedos y vomitaban la comida en los platos para volverla a comer porque eso parecía gracioso. Los que tenían los zapatos gastados, opacos, de tanto jugar al fútbol, los zapatos deshilachados, como las alpargatas de la moza. Las alpargatas que delataban su humildad, su origen humilde. Nosotros éramos todos pobres pero ahora ya no lo éramos más. Habíamos sido humildes, la mayoría de nosotros; por eso robábamos, delinquíamos, pero no ahora, ¿eramos pobres?. Teníamos para comer, todos los días, nunca nos faltaba, tampoco dónde dormir, ni un techo ni una cama, teníamos un trabajo, el mío era en la carpintería, y hacíamos deportes, y leíamos, algunos, y hablaban y nos tirábamos pedos. Ya no éramos pobres, éramos presos, y eso es distinto.
Con Morrison nos unía el trabajo. El aserrín, los trozos de la madera que pasaban de sus manos a las mías, en armonía, en coordinación, nos unía el compañerismo de beber y fumar a escondidas, a riesgo de morir quemados en un galpón, a un costado de la ciudad, como dos sardinas enlatadas hervidas a las cuales no le importaba morir fritos en un galpón. Que me unía con los muchachos de la cafetería, hubiera dicho los pedos, pero no eran los pedos, era la necesidad de reir, de exorcizar las tristezas expulsando la angustia del pecho, así fuese a fuerza de carcajadas. Sentirnos juntos. La bruma tibia de estar uno al lado del otro, de sentir que alguien nos toca, aunque no sea una caricia, de que nos hablen. La carpintería tenía olor a madera y barniz, como un bosque tenía olor a madera y resina, a frutos melancólicos. Con Morrison nos unía la paz que encontrábamos ahí, una paz que se parecía a la felicidad, a estar libres bajo ese techo, dentro de ese galpón más acá de las rejas. Pero no dudé en decir que lo acompañaría, no lo dudé la noche en que a la luz del sol de noche Morrison me dijo lo de la reja, las pinzas, las sogas, el río, un auto robado, el pueblo más próximo.























Texto agregado el 13-04-2007, y leído por 389 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
13-04-2007 Yo acostumbro a leer todo tipo de cuentos, este puede ser mejorado, sácale algunas repeticiones y alguna groseria fuera de lugar y puedes hacer un cuento que sea agradable de leer. Es mi humilde opinión, que puede no tener valor, tú lo juzgarás. OMENIA
13-04-2007 Concuerdo con AnaSal aunque veo el vaso medio lleno, tenes algunos contenidos que pueden llegar a ser interesantes si los puntuas bien y corregis las repeticiones y la ortograf. Después deberías podar aquello que sobra. La moza la invitas a la historia, pero no tiene nada que ver con el tema central (o participa o se va en los cuentos no hay lugar para personajes ajenos a la historia). Me gustó el final y algunas partes del monólogo interior del personaje. Otras son un poco naif, es un preso, no un estudiante del secundario. Todo diamante sin pulir es un pedazo de carbón, pulilo y avisame a mi ldv, siempre leo las historias largas. Laburalo un poco más. ramgarcia
13-04-2007 Entiendo tu pedido de leer también cuentos largos, pero hay cuentos que no son leídos no por largos, sino por defectuosos, fallidos, malos. A mi parecer, este cuento es un fiel reflejo de esos tres últimos grupos que te nombré. Si hay una historia, oposición de voluntades y desenlace, aquí no la veo. La mayor parte del texto se gasta en no decir nada, o en describir hechos sin la menor importancia. Lo leí todo en busca de al menos una frase medianamente feliz, y creo que la encontré, de no ser por la puntuación, que aquí la acomodé a mi gusto: “No hablaba en las cenas ni en los almuerzos, como si estuviese en una cárcel dentro de la cárcel”. Esa frase está bien, pero en medio del resto del texto pasa inadvertida. Hay errores de ortografía (al menos seis) así como también de puntuación, y estructura, y hay también un montón de cosas raras tales como que al personaje no le titubearan las palabras, las piernas y la respiración. La frase “La pobreza no está exenta de la belleza” me puso los pelos de punta. Sí me parece un acierto esta frase del párrafo final “...no lo dudé la noche en que a la luz del sol de noche Morrison me dijo lo de la reja, las pinzas, las sogas, el río, un auto robado, el pueblo más próximo.“ Creo que te convendría sacar todo lo que no aporte a la historia primero (te va a quedar un cuento corto) y después ponerte a corregir severamente tu relato. AnaSal
 
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