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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / Círculo de víctimas. El inicio (Side story)

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Al alba, el hielo que cubría todo refulgía con tonos azulados, bajo un cielo azul todavía punteado de estrellas. Un camino de huellas oscuras, profundas, marcaban su paso solitario por la llanura gris. Para un ojo inexperimentado podían parecer las pisadas de un jurro, un animal pesado de pezuñas cortas y redondeadas, pero pertenecían a un par de piernas fuertes y combadas que sostenían el gran peso de su cuerpo macizo casi sobre la punta de los pies. De pronto, el terreno se llenó de pisadas, de pies humanos que corriendo habían surcado la nieve todavía blanda a toda velocidad, cruzándose y mezclándose en la confusión. Su corazón se aceleró con la alegría de la cacería, pero siguió avanzando con cautela, y al alcanzarlos se detuvo.
Bajo la luz espectral que reflejaban los picos de nieve eterna, se vislumbraba una montaña de cuerpos agonizantes. Una oleada de olor a sangre invadió sus fosas nasales, dilatándolas, punzando al mezclarse con el aire frío. Sus compañeros habían llegado antes, y se habían divertido con los prisioneros. El perfume de sus cuerpos revelaba el terror al que habían sido sujetos; el olor de las vísceras tibias se mezclaba con el repugnante de sus secreciones, al haber soltado sus esfínteres en el momento de la muerte. La criatura miró hacia abajo y se dio cuenta de que estaba parado junto al cuerpo de una mujer. Desnuda, había caído de bruces antes o después de encontrar la muerte, gracias a una estaca clavada en medio de la espalda que terminaba hundida en el hielo. Había sucedido recién, porque un charco de sangre asomaba por debajo tiñendo de rojo la nieve, y tuvo que apartarse un poco para que no tocara sus pies. Al lado, una joven que yacía de lado abrió los ojos, vio su figura agachada sobre ellas, y comenzó a boquear, lanzando primero susurros y luego alaridos. No sentía dolor ni frío, aunque estaba desnuda sobre el hielo y le faltaba un brazo y media pierna. Para callarla, la aferró de los cabellos con una mano y luego extendió hacia ella el otro brazo que terminaba en una pinza de crustáceo. Entonces su presa enmudeció de espanto, y terminó con su agonía cerrando de golpe su tenaza en torno a su frágil cuello.
Más tarde, el troga se levantó y se limpió las extremidades en los pliegues de su capa, dio una última mirada alrededor, contemplano su obra, y continuó para reunirse con su grupo. En las cuevas tibias, iluminadas por hogueras y perfumadas de aceite, lo esperaba la joven Glotse, y quería reconfortarse del viento gélido que comenzaba a atenazar sus miembros con su calidez. Tal vez desde que tenía uso de razón había sentido añoranza por su cuerpo lánguido, demasiado delgado para lo que su raza consideraba el ideal de belleza. Era flexible y alta, desde jovencita una excelente cazadora, y él se deleitaba de lejos al verla correr por el campo. Su piel gris con vetas de ocre había lucido hermosa, resaltada en el vestido violáceo y las joyas doradas, tal como la recordaba el día de la asunción de su madre como jefa de la ciudad, cuando él había vuelto de su entrenamiento en las islas y sólo podía verla de lejos, subida al estrado como guardia de Sonie Glotse. Apenas se enteró de que los Flutra estaban armando un grupo de guerreros para enfrentarse a los odiados kishime, se unió con la esperanza de que sus ojos se volverían hacia él si aparecía con frecuencia en compañía de ese clan, que tenía algunas conexiones con la familia de Glotse.
Un par de sus compañeros callaron y lo miraron con rencor y un aire burlón cuando pasó junto a su fogata, pero él iba cegado por los ojos violetas que lo llamaban desde el fondo de la cueva, y además los otros no se animaban a enfrentarse con su fuerza destructiva.
–Jra... te to tle togasa arro –le ofreció la joven, levantando su largo cuerpo de donde estaba sentada y envolviéndolo con sus brazos, antes de notar la dura mirada en los ojos rojos.
–No... no quiero comida ahora –respondió él mientras ambos se perdían en el interior de una cueva más pequeña, y luego se detuvo para observarla con atención–. Glaso sru, sega.
Hacía sólo dos días que habían intercambiado sus nombres secretos. El troga podía encontrar pasión con tan sólo decirlo –la mujer tenía el nombre del cielo–, y sostener su brazo con adoración.
–Sólo tú me llamas hermosa, ga-cho –replicó sega, quitándole la capa y sacudiendo el hielo de los vellos negros e hirsutos de su espalda.
La mujer extendió la capa y el peto en el piso para que se secaran al calor del fuego, y luego notó por la sombra que él proyectaba en la pared de la cueva, que se había quedado en suspenso, contemplando sus tenazas.
–¿Qué sucede?
Había creído, por un momento, tener los pies y los brazos cubiertos de espesa sangre humana. Luego recordó que se había lavado con nieve derretida antes de entrar. La troga se había arrodillado frente a él y estaba lamiendo sus rodillas. Salió de su abstracción al tiempo que el calor subía por sus piernas junto a una erótica sensación. Tiró su espada y dagas a un lado y se unió a su amada en el suelo.

Unos días antes.

Lug estaba entrenando en la habitación diamante. Unas líneas marcadas en el piso octogonal unían vértices y centro, y a su vez dos cuadrados unían los vértices pares e impares. El centro era el uno y los restantes puntos estaban numerados en forma consecutiva. El maestro rotaba una pequeña ruleta e iba indicando a cada alumno, en ese momento había tres jóvenes, a qué posición debían saltar. Podía tocarles un punto del cuadrilátero de los pares, los impares, o el centro. Lug era el único que no había fallado en ningún transporte, y el maestro se preguntaba si tenía ante sí a un virtuoso en el arte del geshidu, el viaje entre dimensiones.
Lug y otro más se estaban riendo de su pequeño compañero, que recién comenzaba y no había acertado ningún punto, cuando entró corriendo un mensajero. Eran requeridos en la sala de consejo. Había llegado una comitiva humana y pedía audiencia con los miembros de la Casa.
El pabellón se componía de un techo sostenido por columnas torneadas, al que se accedía a través de amplias escaleras nacaradas que subían hasta la cima de la colina. Los otros se acomodaron en los estrados alrededor del piso principal, y Lug se sentó en una de las sillas colocadas para los cabezas de las Casas. Ya había comenzado la sesión y un grupo de nerviosos hombres de pelo blanco, imploraban ayuda, gesticulando y postrándose con desesperación, bajo la mirada inconmovible de los cinco kishime. Su pueblo había sido atacado por monstruos; sólo eran campesinos, los hombres habían sido asesinados sin poder defenderse, y las mujeres y niños raptados para ser torturados y aniquilados en algún lugar. Habían seguido su rastro un poco al norte pero luego una tormenta de nieve los detuvo.
Después de que los cinco kishime confirmaron su parecer pasándose el arpa, el que estaba sentado en el centro les respondió en su lenguaje:
–Ya no es como antes. Nosotros los kishime de Fishiku hemos convivido con Uds. por muchos años y los hemos amparado creyendo que algún día podrían ser como nosotros... Pero el Consejo supremo de nuestra raza prohibe ahora toda relación con los humanos. Si los ayudamos seremos declarados traidores. Por mi parte lo lamento... De todas formas, los trogas se mueven rápido, son bestias voraces y brutales. A esta altura, de su aldea ya no puede quedar ninguno vivo, o en un estado digno de ser recuperado.
Un joven, que había sobrevivido por hallarse lejos de pesca en el momento del ataque, se adelantó a suplicar con lágrimas en los ojos. Sabía que era casi imposible encontrarlos con vida, pero tal vez podían rescatar todavía a alguno.
Lug dirigió sus ojos grises hacia el joven que, arrodillado, golpeaba el piso con angustia, sucio y desharrapado, y sintió vergüenza ajena. Se mostraba así de descontrolado, humillado, sus ojos haciendo agua, porque había perdido a unos cuantos de sus amigos. Recordó haber leído en un texto de la escuela que los humanos tenían lazos fuertes entre ellos, lazos de sangre, y se preguntó si era eso lo que los convertía en una piltrafa semejante.
Los hombres consultaron entre sí y el más viejo habló por todos con una voz llena de resentimiento, mientras sus ojos marchitos, rojos, que ya no podían derramar otra lágrima, barrían con desprecio la asamblea:
–Así sea... ya no tenemos ninguna relación con los kishime. Uds. que vinieron a nosotros, a educarnos según decían, y encima nos han envuelto en la desgracia de su eterna guerra con esos demonios... Ojalá que si un día se encuentran en similar situación a nosotros, desarmados, débiles, en busca de cualquier ayuda, reciban lo mismo que nos dan hoy.
Después retiraron con dignidad desafiante, dejando a los kishime anonadados y extrañados. Sus palabras les caían en gracia, porque ellos nunca se iban a encontrar en una situación que tuvieran que pedir ayuda en otra parte.
Impresionado por el comportamiento de los humanos, en especial por el joven, el resto del día Lug no pudo poner atención en su entrenamiento y, para asombro de sus compañeros y sirvientes, su adversario lo desarmó en tres golpes. Fue a buscar su espada, que había quedado incrustada en lo más alto de un árbol, y volvió a sentarse con cara seria, mientras sus dos compañeros saltaban, rodaban y rebotaban por el bosque, peleando con más ánimo de mostrar sus habilidades y agilidad que de asestarse un golpe fatal. Lug les dio la espalda y volvió a la casa. Un sirviente salió a recibirlo y con una seña Lug le hizo saber que necesitaría su shala. El sirviente corrió a traer el cofre de cristal donde guardaba su cimitarra áurea, y luego le ayudó a colocarse una túnica amarilla con cordones pardos.
Su maestro lo interceptó en la puerta:
–¡Lug! Fagakimi osu lei... Demesu, ¿adónde vas? –lo reprendió, todavía lo consideraba muy joven aunque ya fuera jefe de su Casa, y viendo su arma agregó, extrañado–. ¿Es por los humanos?
–No, quiero ver qué están haciendo los trogas en esta región –mintió Lug, porque en el pasado había hecho ciertos comentarios a propósito de que los hombres harían bien en cuidarse por sí solos, y no quería demostrar que sentía curiosidad, e incluso piedad por ellos.
–No lo hagas. El Kishu se va a dar cuenta... Tu presencia es poderosa y no puedes ocultarla a los ojos que todo lo ven.
Los adivinos o profetas del Consejo kishime no le preocupaban; podía vencerlos a todos si quería. Lug se trasladó hasta los restos de la aldea atacada; deambuló entre las paredes destrozadas y los animales sueltos, pasó por un silo que derramaba grano, y al final vio la tumba común que habían cavado los humanos para su gente, cercada por piedritas blancas, cubierta de flores y espigas. Todavía sentía la esencia de los trogas y de la sangre que empapó la tierra. Siguió el camino que poco antes había tomado también el joven que llamó su atención en la asamblea. ¿Cómo osaba un muchacho sin poder alguno perseguir a un grupo de bestias como los trogas? ¿Qué lo impulsaba? O era muy estúpido o tenía mucho más valor que él, que siendo uno de los kishime más poderosos no se animaba a meterse en un nido del enemigo. Sin embargo, los textos kishime decían que los humanos eran astutos y que en otro planeta habían dominado a todas las especies, entonces debía tener una razón. Le habían enseñado que debía tratarlos como iguales, pero Lug nunca en su vida había hablado con un humano ni quería ser amigo de ellos; sólo le generaban curiosidad, como una mascota inteligente.

Afuera del valle, la tierra se volvía árida. Lug se trasladó a un río, se bañó y descansó. Al día siguiente siguió la marcha pero el joven no se detenía nunca. Encontró señales de su paso: un fogón negro y huellas en la tierra reseca. Después tuvo que envolverse en su manto por el frío. Mientras, el joven atravesaba una borrasca de nieve que soplaba con violencia desde las montañas, apretó los dientes y continuó con el dolor de sus pies semicongelados.
En medio de la estepa, los restos de su gente habían sido dispuestos uno al lado de otro, formando un extenso círculo, los rostros vueltos hacia el exterior, mirando las montañas, y medio cubiertos de nieve para ocultar apenas sus deformidades y desnudeces. Luego de un rato de absorta contemplación, el joven empezó a darle la vuelta en sentido horario, deteniéndose aquí y allá para descubrir un rostro o una mano, buscando. Al final la encontró y cayó de rodillas, la cabeza hundida en el pecho, sacudido por sollozos convulsivos que parecían ahogarlo. Sus gemidos resonaban en la vasta llanura, atrayendo a los animales salvajes, hienas blancas que se acercaban al incauto joven con sus fauces babeantes.
En un rayo de luz llegó Lug, espantando con su presencia a las fieras. El humano sintió un crujido en el hielo y se vio vuelta, sobresaltado, sacando la espada de entre sus ropas. Se sorprendió al descubrir a un muchacho y no un monstruo como esperaba ver. Entonces advirtió el contraste entre los dos, entre sus harapos y la bata amarilla ricamente bordada con arabescos de tono ocre, entre su piel cuarteada y quemada por el frío y la tez blanca del kishime.
–Si no eres un dios y no me he vuelto loco –murmuró–, eres uno de esos.
–Soy Lug –replicó el kishime con tranquilidad, sin reparar en el hierro desnudo.
Primero estudió el círculo de cadáveres y luego se fijó en los muertos que tenía más cerca, mutilados con el vientre abierto y las vísceras desaparecidas. Habían sido colocados como en una exposición, una cadena, los brazos y piernas que no faltaban entrelazados con las cabezas de los siguientes eslabones. Lug se agachó a recoger una hierba que divisó sobre la espalda de un niño, y se fijó en que el humano había vuelto a arrodillarse y oraba con fervor, junto a una mujer de cabello largo y negro que llegaba a cubrirle los pechos. La joven no parecía tener más de dieciséis años y una flor roja en su abdomen marcaba la salida de la lanza que la había asesinado.
–¿Quién es?
–Mi prometida, Karul –resopló el joven, a la vez que arrancaba de su muñeca rígida un brazalete de cuero y lo sostenía contra su propio corazón–. No pude salvarla... –sollozó– al menos debía estar con ella en ese momento...
–No hubieras podido salvarla de todos modos –replicó Lug con frialdad, fijándose en los dedos destrozados de la joven que había luchado por su vida hasta el último instante, mientras el otro volvía sus ojos llenos de odio hacia él.
–Uds. son unos monstruos como ellos –siseó el joven–. No entienden nada...
Y se abalanzó contra Lug, que realmente no entendía por que estaba enojado con él. El kishime detuvo su empujón con facilidad, frenando su loca carrera. Desfallecido, el joven dejó caer su espada y Lug lo abrazó para que no cayera al piso. Un aluvión de imágenes entraron en su cabeza, dejándolo sin aliento: pensamientos y voces, imágenes de la infancia, de Karul, de los padres, furia, asco, tristeza, amor. Lug abrió sus brazos exhausto y el joven se deslizó hasta el suelo. Tropezando, sin sentido de dirección, el kishime comenzó a caminar lejos de aquella marejada confusa. No quería encontrarse con los trogas; no quería saber nada más de los humanos.

Luego de dormir unas horas en brazos de su amada sega, se despertó sobresaltado por unos gritos que provenían de afuera de su cueva. En la entrada se había formado una conmoción alrededor de los centinelas recién llegados y el jefe del grupo, quienes discutían acaloradamente. Flutra parecía airado, con las manos en las caderas; resopló y apartó a sus hombres de un manotazo. En seguida se enfrentó al troga que venía a buscar:
–¡Grenio! –le gritó en la cara con sus ojos amarillos refulgiendo de rabia, y posó sus largos dedos que terminaban en afiladas uñas sobre su hombro–. Tú fuiste el último en volver y recuerdo bien tu aspecto... ¿Sabes lo que mis hombres han encontrado?
Apartando su mano, Grenio pasó de largo y respiró el aire frío de la mañana. No le intimidaba su aire autoritario y sus palabras agrias.
–Supongo que sí.
–Contestas sin pudor... ¿Quieres decir que fuiste tú? –gruñó el troga alto, fuerte y de piel como metal bruñido. Los demás se apartaron al tiempo que posaba su mano izquierda sobre la espada.
–Siempre estuve en contra de tus intenciones –contestó Grenio con tranquilidad, enfrentándolo, y agregó, los pelos de la espalda erizándose al recordar–. Es repugnante. Lo que tus hombres han hecho con esos humanos va más allá de las leyes de la guerra. ¿Para qué torturar a seres indefensos por pura diversión? Sé que algunos de tus hombres incluso tuvieron contacto con mujeres humanas.
–¿Desde cuando eres tan blando? Te he visto cortar humanos pedazo a pedazo para obtener alguna información, sin importar si era hembra o macho.
Grenio había tomado la precaución de traer consigo sus espadas. Un guerrero no podía vivir sin sus armas. En cuanto Flutra terminó elevando su tono de voz, lo vio venir y sacar a la vez su daga. La hoja centelleó en el aire y Grenio la capturó con su tenaza derecha, mientra desenvainaba con la otra mano su espada ancha y pesada. Pero al intentar clavarla, algo lo sujetó. Atónito, se volvió para cerciorarse y se dio cuenta de que en el último momento, sega había detenido la hoja entre sus manos desnudas.
Los trogas se apartaron, Flutra respirando pesadamente, Grenio con los ojos clavados en su novia.
–¡Peleas contra tu propia gente, Grenio! –lo reprendió ella, exaltada, la cabeza erguida y las manos extendidas, mostrando las cortadas que se había provocado en las palmas–. ¿Cómo te atreves a levantar tus armas contra el jefe?
Él no pudo contestar, ni siquiera para alegar que había sido atacado primero. Se volvió hacia el troga que los observaba burlonamente y sintió una oleada de rencor subiendo por su pecho. Volvió a levantar la espada, pero de nuevo se interpuso Glotse.
–¡Bien! Eres leal, Glotse –siseó Flutra retrocediendo un paso, y le ordenó con voz tajante–. Mátalo, a no ser que se quiera retractar.
–¡Nunca! –exclamó Grenio, abalanzándose contra él.
Veloz como rayo, la troga lo interceptó, parando su espada entre dos dagas que llevaba colgadas del cinturón de su vestido corto, unidas entre sí por un cordón delgado. Sus ojos violetas parecían dos gemas heladas, aunque tenía que enfrentarse al único troga que había amado para demostrar la lealtad a su grupo, sin saber siquiera por qué luchaban.
–No defiendas a un jefe que toma esta clase de decisiones –susurró Grenio, esquivando la lluvia de estocadas que le estaba enviando, usando el cordón para estirar el alcance de sus dagas. Sus antebrazos aparecían llenos de rasguños–. Atacó aldeas humanas sin contacto con los kishime, sin ningún otro motivo que poder pasar una noche de juerga, y luego los dejó abandonados, agonizando en medio del hielo...
La troga paró para respirar, pero no quería escucharlo. No le interesaban sus razones. Le creía, porque su ga-cho era el troga más honorable, orgulloso y leal que se podía encontrar; pero con el jefe Flutra había compartido el vientre materno y eso era sagrado. Además, ningún troga debería luchar jamás con otro por nadie de otra raza; era su ley primordial. Grenio también sabía todo esto, por eso cada golpe de sus largos miembros, cada corte punzante en sus brazos, lo recibía con intenso dolor en su alma pero era incapaz de devolverlo.
–¿Vas a dejar que te mate? –se burló un troga.
Grenio le dio un puñetazo que lo mandó volando y los demás se apartaron. La pareja siguió dando y esquivando golpes, bajando por los declives del terreno, mientras allá arriba, Flutra veía con satisfacción la pelea. Se iba a deshacer de un rival peligroso, por sus ideas, por su fuerza, y además dejaría deshecha a su altiva media hermana, obligada a matar a su recién adquirido amante. Eso le parecía una diversión exquisita. Observó que Grenio había logrado apartarse unos diez pasos de Glotse, pero ella podía cerrar la distancia de un salto en un parpadeo. No tenía oportunidad.
La mujer vio que se había detenido junto a unas rocas, la espada envainada. Le estaba diciendo “adelante, si tienes que matarme, te comprendo, pero no voy a defenderme si eso significa hacerte daño” y lo odió por eso. Notó un movimiento y saltó hacia delante. Grenio se quedó estático, esperando el embate de su cuerpo y se sorprendió cuando pasó junto a él y se frenó en seco.
Detrás de la roca había estado agazapado un hombre y su nariz, hastiada del hedor humano, no había percibido nada. El joven salió e intentó ensartarlo con un agudo sable, pero Glotse se cruzó en su camino salvando su vida. Asombrado, Grenio contempló lo sucedido.
A sus pies yacía su anhelada belleza, el corazón atravesado por el metal; de inmediato cayó de rodillas con ella, sosteniendo su figura encorvada y recibiendo el primer brote de sangre caliente sobre su propio pecho. La abrazó fuerte como para no dejar escapar el aliento de su vida, y sega alzó sus ojos violetas, que ahora parecían sedosos y tibios como un atardecer de verano, mientras susurraba las últimas palabras en su oído, confesando feliz por no tener que matarlo:
–Disculpa, ga-cho... por interferir en tu pelea con Flutra... A él le di la razón, pero a ti te doy mi vida.
Espada en mano, el joven contemplaba lo fútil de su acción. Había conseguido vengarse matando a una sola de aquellas bestias y además no se sentía contento con lo que había hecho, más bien asqueado, atemorizado de sí mismo, viendo a ese monstruo oscuro que parecía tan acongojado abrazando con fuerza el cuerpo inerte de su compañera, que hacía rato había dejado de respirar.
Con un rugido que resonó por todo el plano, Grenio soltó el cadáver y saltó hacia el humano, alzándose sobre él. Lo soprepasaba en casi el doble de altura y de ancho; sus ojos rojos brillaban de ira y desprecio, de su boca asomó la lengua bífida y sus brazos se movieron como por resorte, y apresando sus hombros lo alzó hasta que sus pies patalearon en el aire. El joven no emitió un quejido, aunque su mirada, muerta desde que había encontrado el cuerpo de Karul, pareció revivir por un instante con el deseo de vivir que le restaba. El troga lo arrojó contra el piso con todas sus fuerzas y un crujido anunció que se había roto muchos huesos; sus órganos internos estaban dañados. No podía moverse ni un milímetro porque su columna se había fracturado, de forma que tampoco sintió nada en el momento final, cuando el troga hundió la mano-tenaza izquierda en su pecho, destrozando su tórax y deteniendo su corazón de un golpe.

Había recuperado el conocimiento en medio de la nada blanca y poco a poco trató de hallar su compostura. Después de todo era uno de los jefes más poderosos de los kishime y no convenía que se dejara avasallar por un simple humano, por mucho que sufriera. Se detuvo a meditar cuán profunda era la pena que podía sentir este joven, cuanta añoranza por su prometida y sus padres, cuando él, Lug, pensaba que en toda la raza humana no había mucho que valiera la pena. Era un joven valiente pero iba a perder la vida inútilmente. Sin embargo, él podía hacer algo, tenía la fuerza. ¿Por qué hacer caso a lo que decía el Kishu? Si tenían poder debían utilizarlo, y de paso averiguaría algo más sobre los trogas. Había aprendido mucho de ese humano más que en todos sus libros, y ahora quería saber sobre esos monstruos, capaces de llevar a cabo la masacre que había visto. Se concentró en el muchacho, deseando llegar pronto y a tiempo al lugar donde se hallara.
Un remolino se formó en torno a su cuerpo y el aire se condensó en un brillo cegador, luego el viento se detuvo como prensado, y con un plop, desapareció.
Se materializó en otro lugar de la estepa helada, a unos pasos del cuerpo ensangrentado del joven, al que ni siquiera había preguntado su nombre. En su mano reconoció la correa que había quitado al cadáver de su novia, apretujada entre sus dedos. La espada estaba manchada de sangre y poco más allá, por primera vez, vio frente a frente a un troga. El colosal espécimen oscuro, de aspecto repulsivo y deforme, no estaba preocupado por su presencia, a pesar de que su misteriosa llegada tenía alterado al resto de su grupo. Porque Grenio seguía ensimismado en los brazos fríos de sega, enloquecido, exasperado por su corazón que ya no latía.
Tenía el poder de la curación, recordó Lug de pronto. Tal vez sirviera en humanos también. Recogió el cuerpo del joven y se desvaneció, para asombro de la concurrencia troga.
Grenio levantó la cabeza y se dio cuenta por fin de que el otro cadáver ya no estaba: vagamente se preguntó qué había sucedido. ¿Se trataba de otra visión, como cuando creyó tener las manos manchadas de sangre? ¿Que Glotse estaba muerta también sería otra ilusión? La voz cascada a sus espaldas destruyó su última esperanza:
–Ella murió por tu culpa –graznó Flutra, su sombra cayendo sobre la nieve junto a ellos dos, el troga vivo trataba de absorber la tibieza que quedaba en el cuerpo de sega, no fuera que la tierra se adueñara de lo único que quedaba de ella–. Eres un tonto, acabas de matar al humano que tratabas de ayudar ¿verdad? Arreglaste los cuerpos para procurarles un poco de respeto como si fueran de los nuestros, algo vil y profano, y así te lo agradecen.

Apenas oyó que los sirvientes comentaban que su señor había vuelto, el maestro se apresuró a visitar a Lug. Lo encontró en su casa, en un salón inundado de luz, en el centro se hallaba Lug junto a una mesa alargada donde había depositado el cuerpo, luego de despojarlo de su sucio abrigo y botas. El recién llegado observó que Lug tenía las manos brillantes de energía, puestas sobre su cabeza y pecho, los ojos cerrados por el esfuerzo, y la piel de su rostro se estaba poniendo gris.
–¡Qué haces! ¿Cuántas veces has intentado revivirlo, Lug? –exclamó, examinando el cuerpo con atención, y agregó con preocupación–. Necesitas descansar.
Lug separó sus manos del joven y al hacerlo cayó de espaldas; siendo sostenido por el otro kishime, que lo cargó hasta una otomana.
–He logrado sanar sus heridas, reconstruir sus huesos y corazón, pero a pesar de todo no quiere volver a marchar, por más energía que le traspase –se lamentó en susurros.
Sobre el pecho del humano quedaban algunas marcas rosadas donde la carne había cicatrizado, reconstituida por su poder. También había enderezado su brazo, reparado unas costillas y vuelto a conectar su columna, mostrando un excelente conocimiento de anatomía que su maestro admiró.
–Claro que no. No somos todopoderosos –lo aleccionó, sacudiendo la cabeza–. Ni siquiera tú puedes revivir a un muerto.
Lug intentó pararse pero un vahído lo volvió a tirar en su sillón. Había llegado demasiado tarde para ayudarlo, y a pesar de sus buenas intenciones no había logrado hacer nada. Al menos, reflexionó, el joven había logrado tomar venganza antes de fallecer, lo que debió ser un consuelo para su corazón en el último instante.
–Al menos tomaste la precaución de colocar una zaleli –comentó su maestro, moviendo entre sus dedos algo que había hallado sobre la mesa.
–¿Qué? –reaccionó Lug, saliendo de su abstracción, y viendo que se refería al tallo de hierba que había recogido en el círculo funerario, repuso–. ¿Esa hierba?
–Es el tallo de la flor zaleli, una pequeña corona blanca que se halla en el campo. Su jugo tiene la propiedad de cubrir olores densos como la putrefacción de la carne.
Lug recordó que antes había visto sus grabados en los libros; los humanos y trogas la colocaban junto a sus muertos o enfermos para evitar que las alimañas se les acercaran. De pronto comprendió todo, y la disposición de los cuerpos que antes le pareció un juego vicioso ahora le semejaba los adornos que los trogas hacían en sus ciudades. Alguien de esa raza se había ocupado de los cuerpos de sus víctimas. ¿Pero por qué, para qué molestarse? No era posible. Recordó las vilezas que habían cometido esos monstruos.
–Realmente me extraña, Lug –le estaba diciendo su maestro mientras lo ayudaba a enterrar el cuerpo en su jardín de rosas dobles–, nunca habías mostrado interés por ningún humano.
Lug contempló la pequeña ciudad que se extendía a sus pies, con sus pabellones blancos rodeados de césped, donde los especialistas trabajaban creando maravillosas flores que superaban a la naturaleza, fuentes cantarinas de las que sus sirvientes estaban sacando agua para los baños, y más allá las colinas cubiertas de bosques frondosos donde sus amigos entrenaban con espadas y lanzas de cristal. Nunca había apreciado la belleza que lo rodeaba.
–Tal vez estaba equivocado –murmuró–. Después de todo, he decidido ayudar a esos hombres que perdieron todo por culpa de las bestias trogas, a pesar de lo que opinen los del Consejo.

La aldea

La ciudad de Sidria contaba con soldados y una maciza fortaleza que le permitía estar a salvo de las incursiones trogas, porque estos no osaban mostrarse ante mucho público, pero las pequeñas aldeas del valle estaban a merced del grupo de Flutra. Estupidizados por el baño de sangre constante, se movían de forma errática sin importarles la estación o el lugar adonde se dirigían, bosque, montaña o páramo. A veces se ocupaban de rastrear al traidor Grenio, pero nunca lo habían perseguido con seriedad, y en cambio, se entretenían en aterrorizar a las poblaciones que todavía no habían huído a alguna ciudad amurallada. Así, volvieron al valle donde meses antes habían destrozado la aldea de Karul. No muy lejos, varias familias se habían establecido de nuevo con sus animales, bajo la protección del kishime Lug, el último amigo de los hombres. Con esta sorpresa se encontró Flutra al enviar una noche a cuatro de sus hombres a saquear los cobertizos y las cunas de la región para hacer un buen caldo de carne tierna. Sólo uno de sus trogas volvió al día siguiente, con la cara destrozada y manco, y sus compañeros contemplaron atónitos el espectáculo que colgaba de su cuello: lo que había quedado de los otros tres, un collar de cabezas limpiamente cercenadas por la shala de Lug. Furioso, su jefe desoyó sus ruegos lastimeros y declaró que como presente para el entrometido kishime acabaría con todos los humanos.
Sabiendo el riesgo que corrían si los trogas se animaban a volver, y cansado como para efectuar otro salto a casa, Lug se había quedado a reposar en la casa del cacique de la aldea. Charló con el hombre, sentado junto al fogón, mientras sus hijos pequeños le estaban preparando unos collares de espigas y flores como regalo y su esposa le servía agua fresca. Su sirviente había vuelto a Fishiku caminando. Apenas escuchó el primer grito, se puso de pie desenfundando su cimitarra dorada.
Afuera, varias casas ardían, y sus habitantes se vieron obligados a salir corriendo, para ser rodeados en la calle por los trogas que invadieron el lugar. Lug se interpuso ante un troga que intentaba capturar a una jovencita, enfrentándose a sus garras. El kishime alzó los brazos y una barrera de energía se formó entre sus manos, arrojando al troga contra una vivienda ardiente, de la cual salió despavorido, lanzando alaridos y prendido fuego.
Flutra se irguió entre sus hombres, reconociendo en aquel rostro de adonis a su enemigo, y se abalanzó contra Lug, que estaba ocupado sacando a una familia de debajo de una viga caída. Pero en su camino, a pesar de la luz cegadora del día emergió una sombra,, y unos brazos potentes lo detuvieron. Al calor de las llamas lo reconoció:
–¡Grenio! –exclamó, sorprendido, y en seguida reaccionó lanzándole un golpe a la cabeza–. ¿Cómo te atreves a enfrentarme, renegado?
–Venía siguiendo la esencia de un kishime –comentó Grenio, parando sus golpes con facilidad y devolviéndole un puñetazo que lo dejó sin aire–. Pero igual me sirve pelear contigo.
Descontento con su veredicto de destierro, y no pudiendo aceptar que un troga de su calibre lo echara de su pueblo, Grenio había acudido al consejo de los ancianos. La mayoría de los jefes de los clanes estuvieron de acuerdo con él luego de escuchar su historia completa, y le dieron permiso de detener, si era preciso matar, al desbocado Flutra.
Mientras ellos dos sostenían su duelo personal, Lug estaba luchando desesperadamente para evitar que los humanos cayeran presas de los trogas, pero en la confusión de las llamas y los gritos que llegaban de todas partes no podía distinguir qué sucedía. Luchaba con dos trogas a la vez, y estos ya habían aprendido a mantenerse alejados del filo de su espada imbatible, y también lograban esquivar gracias a su velocidad y poder de salto, sus ataques de energía. También debía preocuparse por la gente que había quedado atrapada entre el humo. Logró matar a un troga pero ya venían otros a ocupar su lugar. Vio a lo lejos que un anciano caía atravesado por una lanza bien dirigida, y la riña de Grenio y Flutra lo distrajo de repente, dándole oportunidad a una troga para que lo hiriera en un hombro. Lug se tocó la herida sangrante, medio pasmado, y de pronto presintió que lo atacaban por la espalda. La luz lo envolvió y desapareció, transportándose a unos metros, fuera de la trayectoria de la lanza que fue a clavarse en otro troga. Estaba fatigado, pero tenía que seguir luchando. Por su culpa había atraído a los trogas; tenía que salvar a los aldeanos.
El fuego ya estaba devorando todas las casas, los techos de paja se hacían humo. Grenio se encorvó como para saltar, la pelambre negra hirsuta como el lomo de una gigante tarántula, los ojos rojos líquidos como sangre y la lengua asomando entre la dentadura afilada; su rival estiró las garras y apretó los dientes, pronto a ensartarlo. A unos metros de donde se hallaban, Grenio vio que unos niños huían de un par de trogas que los perseguían pero al enfrentarse con ellos se detuvieron helados, y salieron despavoridos. Lug vio pasar a los niños por su lado, gritando, y una llamarada los envolvió. Miró al frente y cortó al medio a los trogas con un solo movimiento de su espada. El jefe y Grenio seguían enzarzados en su pelea, sus brazos entrelazados, las uñas largas de Flutra buscando la garganta de su rival y la tenaza de este aferrando con decisión su peto de cuero. Se separaron de un tirón y Grenio se quedó con un pedazo de vestido en la mano. De pronto, notó que Flutra le había rasguñado el cuello y sangraba en abundancia. Su adversario aprovechó este momento para apuñalarlo en el pecho con una daga. El fornido Grenio trestabilló y cayó de rodillas.
Lug pasó junto a los cuerpo sin vida de una pareja, y espantó a unos trogas que querían tomar el cadáver de una niña. Reconoció a la hija pequeña del jefe y sintió tanta pena por ella que si hubiera sido posible para él, hubiera llorado. Recuperó de su mano tierna el ramillete de flores con el que estaba fabricando un collar cuando fueron atacados. La niña no lo había soltado en todo el rato, mientras corría y lloraba, llamando a su padre. El jefe de la aldea yacía con la cabeza aplastada por una roca. Lug extendió una mano hacia la pequeña, pero ya era tarde.
–Aunque debo agradecerte por haber vengado la muerte de mi media hermana, me sacaste un trabajo de encima –se burló Flutra acercándose para darle el golpe final–, debo decirte...
Sus palabras de sorna se vieron interrumpidas cuando Grenio se irguió de golpe y lo apuñaló en el pecho y espalda con el par de dagas que usaba Glotse. Flutra no entendía qué le pasaba, hasta que sintió el gusto de su propia sangre en la boca y escupió el líquido rojo sobre sus manos, extendidas delante de su cuerpo con asombro. Grenio lo soltó de golpe y por un momento se mantuvo en equilibrio, luego tropezó y se abrazó de su adversario, que con los brazos caídos a los costados no impidió que se aferrara de él. Los ojos amarillos de Flutra brillaron con destellos dorados, llenos de rencor y, con su último aliento de vida, le hundió sus extensas garras en el torso. Grenio lo apartó de sí con repugnancia, pero ya había recibido el golpe mortal, una inyección de veneno muy cerca del corazón.
–¿Por qué peleaban entre dos trogas? –escuchó en su mente, la voz flotando en el vacío negro en el que yacía. Lug se había inclinado sobre su cuerpo y colocó las manos sobre sus sienes con recelo, aunque el troga apenas respiraba–. Déjame ver...
Lug sintió un escalofrío que lo estremeció de pies a cabeza en cuanto tocó la piel dura y lisa del troga, más suave de lo que había imaginado según su tono oscuro y los pelos de su espalda. En su mente, vio imágenes que no comprendió, lugares en los que nunca había estado, seres extraños. Unos recerdos le transmitían paz, y otros odio, ansia de matar. Al fin reconoció algunas imágenes y las pudo conectar con lo que había presenciado antes. El troga que el joven humano había matado era su persona especial, con la que estaba conectado de una forma mucho más íntima que con los otros. Además, este troga había sentido lástima por los humanos, y había tratado de ofrecerles el mismo respeto que a sus muertos. Nunca hubiera creído que los trogas tenían sentimientos buenos.
De pronto, sintió estrujarse su corazón, al tiempo que arterias importantes eran arrancadas de su cuerpo. Estaba paralizado, sus labios se movían pero no emitía ningún sonido porque no podía respirar. Reaccionando a su esencia, Grenio lo había atacado de la misma forma en que recibió su última herida, clavándole una tenaza en el pecho.
Lug logró separarse, desprenderse del brazo ensangrentado que lo había atravesado. Atónito, sintió mucho miedo de morir y desaparecer, estaba muy decepcionado por los heridos a su alrededor, todavía tenía tanto que hacer.
Agotadas sus fuerzas, Grenio se desmayó, contento de haber aniquilado a un kishime con su último segundo de vida. En cambio, Lug cayó sobre sus manos y rodillas, la vida escurriendo de su pecho hasta el piso en forma de sangre y agua, y luchó por seguir allí. Ya no sentía el calor del fuego aunque lo rodeaba y la herida no le dolía, la luz le parecía opaca; debía estar cerca del fin.
Un kishime no debía tener apego a la vida ni temer el aniquilamiento, que sólo sería una ausencia del mundo, una dispersión de energía como una vela que se consume. Pero él no podía evitar sentir que, comparado con el humano que lo conmovió y el troga que tenía delante de sí, su vida no había tenido sentido. Con gran esfuerzo, se arrastró hasta colocar sus manos sobre el cuerpo de Grenio, que respiraba débil y afanosamente bajo los efectos del veneno; lo salvaría aunque fuera su asesino. Tirado en el piso junto al troga, Lug cerró los ojos, y se concentró. Una energía brillante lo envolvió, su carne exhausta comenzó a consumirse a sí misma, el líquido derramado se evaporó.
Los cuatro jefes de Fishiku percibieron el repentino realce y desvanecimiento de la energía de su compañero, el joven Lug, y por un momento lamentaron la pérdida de alguien tan prometedor. Su maestro cayó en una profunda meditación. Su recuero lo acompañó hasta el fin de sus días, y a todos sus alumnos les contó sobre su lucha. Los humanos que había logrado salvar del fuego y de los demonios, porque los trogas dejaron la región después de que su jefe falleció, nunca supieron que había sucedido realmente. Sus restos se disolvieron por completo. Sólo su energía perduró en su última obra, gracias a su deseo de vivir para salvar a alguien.

Transpirando por el calor de las llamas, el troga despertó de golpe, la cabeza zumbante como si lo hubieran golpeado fuerte. Luego de parpadear cegado por un minuto, sus ojos se enfocaron y se pudo levantar. Asombrado, se palpó el pecho y el costado donde Flutra, que yacía a su lado, lo había herido, seguro de que iba a encontrar un agujero, pero estaba sano. El sol seguía en alto, entonces no había pasado mucho tiempo. ¿Dónde estaba? Una aldea de pastores a medio consumir por el fuego, rodeado de cuerpos trogas y humanos. ¿Qué era? Se miró los brazos que culminaban en costras duras y filosas pero no recordaba tener tenazas ni le parecía que el color de su piel fuera oscuro antes. ¿Quién era? Todo le resultaba muy confuso, no recordaba cómo llegó a ese lugar. ¿De dónde venía? El troga comenzó a andar y pronto se encontró cerca de un río, donde se arrodilló y buscó su reflejo en las ondas verdes. Primero vio un rostro kishime en el agua inquieta, luego la imagen se removió y contempló su nuevo rostro.
Advirtiendo la ironía de lo sucedido, Lug se levantó, estirando y probando sus miembros, sintió su fuerza descomunal.
No podía volver a Fishiku, se dio cuenta de golpe. Tampoco podía quedarse con los humanos con esa apariencia. Luchó contra la desesperación que lo inundó por un minuto y logró recuperar el control. Intentó transportarse fuera del troga. Era imposible; se había vuelto un íncubo, y sólo podría salir de ahí al trasladarse a otro cuerpo. ¿Sería su destino? ¿Adonde iría a parar todo su poder? Lamentaba no haber podido curar a este troga, Grenio ga-cho –se dio cuenta de que podía acceder a su memoria y su conocimiento, pero el verdadero dueño del cuerpo había muerto–. Algún día podría volver con su raza y liberarse de esa prisión. Corrió a ocultarse en el bosque, buscando el refugio a la sombra de sus ramas frondosas, y se durmió en un lecho de musgo, poco a poco acomodándose a su nueva forma, esperando a ver qué le depararía el mañana.

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Texto agregado el 16-04-2007, y leído por 171 visitantes. (1 voto)


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