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Termino la planilla. Apago la computadora. Salgo corriendo antes de que Pérez me vea y me encargue algo más. No quiero regalar nada a nadie. Nunca más regalo nada a nadie. Un poco por eso y otro poco por Martina. Aunque en realidad, si me pongo a pensar, debe ser la mujer que más tiempo esperé. Una vez pensé que si sumara todas las veces que la esperé en la puerta de la casa, en la cama o en el auto, la cuenta llegaría a varios días (una semana también). Pero soy el de siempre y aunque hayan pasado ya como ocho años desde que la esperé por primera vez, y esté seguro de que la voy a esperar de nuevo hoy, igual salgo temprano.
Tráfico. Agarro por el camino más largo porque sé que hay menos autos. Lo que jode son los taxis y colectivos. Los taxis sin pasajeros. Alguna vez me voy a pelear con un taxista.
Semáforo en rojo. No cambia nunca. Encima cuando se pone verde no puedo avanzar hasta que termine de pasar una Lujanera que quedó en la mitad. ¿Dónde dejo el auto ahora? Mejor agarro por el lado del pasaje. Seguro que hay más lugar. Una señora cruza corriendo la calle. Que cagada, no hay ni un centímetro libre. Vuelvo media cuadra marcha atrás para probar si entra en un lugar que me pareció ver. Era una entrada de garaje. Sigo una cuadra más, doy una vuelta manzana, intento en un espacio en el que no entraba ni un Isseta. Ya son las siete y diez y sigo sin poder estacionar. No sé por qué me pongo nervioso si seguro que ella todavía no salió del trabajo. Siete y cuarto, no sé qué hacer, mejor voy hasta Acoyte y Rivadavia, pongo las balizas y la espero en el auto. Pero eso sería el suicidio con el tráfico que hay. Mejor doy una vuelta manzana más. Justo veo un Peugeot que se va en la otra cuadra, acelero, freno, meto balizas, hago marcha atrás y lo meto mal, tengo que sacarlo y acomodarlo de nuevo. Siete y veinte. Guardo el estéreo abajo del asiento, cierro y pongo la alarma. Media cuadra después, me doy cuenta de que estoy casi corriendo. ¿Cómo tendrá el pelo hoy? Me acuerdo que la última vez que la vi, estaba rubia. Un viejo con sombrero cruza Rivadavia. No me gustó cómo le quedaba ("me encanta", le dije) pero nunca se lo iba a decir. Es que me gusta más morocha, bien natural, sin maquillaje. Bueno, ya estoy acá, basta de preocuparme por el horario, y a esperar. Hubiera preferido pasarla a buscar por la casa, pero desde que vive con Daniel, arreglamos siempre en esta estúpida esquina, tan llena de gente, con tantas mujeres parecidas cruzando la calle, yendo y viniendo. La próxima vez le voy a decir que nos encontremos directamente en el bar, para qué esperar en la esquina. Siempre digo lo mismo. Después me olvido de decirle. No me olvido, es que no quiero que crea que estoy siempre tan pendiente de nuestros encuentros. ¿Por qué estaré siempre tan pendiente de ella? Nos vemos cada muerte de obispo, sabemos que nunca podemos llegar a algo porque somos tan diferentes, cada uno tiene su vida, no me llama nunca, nunca vino a mis cumpleaños. No lo sé, debe ser porque un poco la quiero. Este mes no compré la Rolling Stone. No, no la quiero, es una especie de ternura. Cuando la llamé para contarle de mi viaje, qué mal me sentí. El hermano tenía mi edad creo. ¿Y cuando me contó de la mamá? o de cuando se fueron a vivir a Córdoba, todo eso me da ganas de abrazarla y protegerla. Está sola, sin nadie que la ayude. Ya sé que no soy yo el que debe protegerla. Ella no me eligió a mí. Pero soy como un policía bueno parado en la esquina, vigilando que todo ande bien sin meterse mucho en nada y sin esperar nada a cambio. Nunca hablamos de lo que pasó entre nosotros. Nunca salió el tema. Es algo implícito en las miradas que cruzamos cuando pasa ese tema por nuestra conversación. La tengo y no la quiero. No la tengo y la quiero. Espero acá diez minutos, nada más. No me voy a pasar toda la vida esperándola. ¿Y si le pasó algo y se le hace tarde? Mejor espero hasta las ocho, pero ni un minuto más. A ver: si ahora tengo veintinueve y nos conocimos hace ocho años, entonces qué pendejos que éramos. Si me acuerdo que nos juntábamos en un bar a desayunar una hora antes de entrar al trabajo para vernos. Ahora ni loco me levanto una hora antes. Después llegábamos a la oficina por separado y uno de los dos debía esperar diez minutos en alguna esquina para que nadie sospeche nada. Es terrible el viento que corre en esta esquina. Si mi vieja no me hubiera abrigado tanto cuando era chico, ahora no sería tan friolento. En Mendoza hacía un frío cruel. Encima iba a la escuela a la mañana. Patinábamos en los charcos congelados. Al medio día cuando llegaba a casa me daba cuenta de que no tenía el portafolio y tenía que volver a buscarlo. Mejor me tomo un café en el bar de enfrente. Agarro una mesa que dé a la calle por las dudas. No quiero tomar café porque me parece que me da mal aliento. Además tengo sed, mejor un jugo de naranja. El diario este debe ser de acá, si esa mujer se levanta y no se lo lleva, lo agarro yo. ¿Cómo pueden armar un submarino para llevar cocaína a Estados Unidos? es increíble. Me siento mal estando solo en un bar, nunca pude disfrutar la soledad como otra gente. Ni siquiera ir al cine. Me parece que va lloviznar en cualquier momento. Cuánto hace que no veo la nieve. El tipo ese que cruza corriendo con el nene de la mano es un irresponsable. Botas por afuera del jean pelo oscuro muy lacio, un pelado se cruza por adelante y no puedo ver si es ella.

Texto agregado el 18-04-2007, y leído por 152 visitantes. (0 votos)


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