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En este restaurante londinense todos leen el periódico. Observo a los comensales y concluyo que los británicos son unos monstruos, leen y comen simultaneamente, sin chorrearse la salsa, sin releer una sola línea. Para mi, que tengo serios problemas de motricidad, esto se me antoja en realidad asombroso.
Por lo general sólo agarro los diarios para castigar a mi perro, un can extraño que se quita su cobija en las noches heladas, pero esta tarde no pretendo quedar relegado. Abro entonces una página al azar. Dejo la taza sobre la mesa después de adornar mi corbata con unas gotas de café. Un artículo interesante me revela que en la mesa de un restaurante de Barranquilla se producen 310 contactos corporales en una hora, en una mesa de París, 30, y en una de Londres, dos, el saludo y la despedida. Esto me recuerda que hace dos meses no me meto una buena sacudida y decido realizar el segundo contacto. Le pago a la mesera y en un pésimo inglés le pregunto cómo llegar al barrio latino. No muy amablemente, la chica de culo caído me obsequia un par de indicaciones. Salgo del restaurante para recibir un latigazo de aire frío que me congela las pelotas.

Camino entre la espesa neblina y me pregunto si fue una buena idea haber atravesado medio mundo para esconderme de su recuerdo. Es ella misma, sonriendo a mis espaldas, quien me entrega la respuesta. Un aviso rompe con su luz de neón la muralla blanca y me invita a adentrarme en sus secretos. El estrecho pasillo me conduce a una sala tibia que resucita mis orejas. Me siento en medio de un impecable sofá decorado en sus extremos por dos alucinantes bellezas. La rubia toma la inicicativa, se acerca y parlotea algo que no logro entender. Conciente de lo grosero que puedo resultar, no le quito la mirada a su compañera, una exquisita morena que detona la nostalgia. Me despido de la rubia y me acerco a la de piel bronceada. En español le pregunto su nombre, fantaseando con que me va a responder, en acento costeño, que se llama Lucía. Desafortunadamente también parlotea algo que no comprendo. El lenguaje de las señas es universal y concretamos un negocio en el que supuestamente las dos partes salimos ganando.

La habitación tiene un olor evidente que no me molesta, al fin y al cabo me recuerda al mar de Barranquilla, un mar tan sucio y feo como sus habitantes. La morena enciende la radiograbadora para darle inicio a un sensual streptease que decido interrumpir abruptamente. La atmósfera no da para perder tiempo. Saco de mi chaqueta un C.D de Diomedes Diaz y lo pongo a todo volumen. Le hago indicaciones a la chica para que se acueste sobre la cama. De inmediato me extiendo a su lado para palpar su cabello.

El vallenato que canto a todo pulmón mientras la acaricio me convence de que durante unos segundos, Lucía y yo estamos juntos de nuevo .

Texto agregado el 28-04-2007, y leído por 483 visitantes. (1 voto)


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