TU COMUNIDAD DE CUENTOS EN INTERNET
Noticias Foro Mesa Azul

Inicio / Cuenteros Locales / atticus / Voto de silencio

[C:286032]

Voto de silencio

A pesar de lo que insinúa nuestro queridísimo abad, estoy seguro de que yo no empecé. Fray Zanahorio debe de haberle engatusado con sus viles artimañas, Dios lo perdone. Reconozco que es cierto, y que ahora Dios me perdone a mí, que fui yo quien le cambió la escudilla de la sopa por otra con orines de mi propia cosecha, pero si me estuviera permitido jurar, juraría por el mismísimo San Benito de Aniane, que fue en justa correspondencia por la zancadilla que tan arteramente me propinó cuando yo iba cargado con la cesta de los huevos camino de la cocina. El voto de silencio me impidió desahogarme como yo hubiese necesitado en aquellas circunstancias, máxime cuando desde mi humillante posición en el suelo, bañado en claras y yemas, podía observar claramente la porcina boca de Fray Zanahorio esbozar una malévola sonrisa dirigida sin duda a mí, bien a sabiendas el muy hijo de Satanás que nuestras Venerables Reglas recomiendan no demostrar regocijo o alegría sin un motivo piadosamente justificado.

Y bien saben todos los ilustres moradores del Santoral que por mi parte todo hubiese quedado en esas triviales, aunque desagradables, menudencias, de no ser porque al llegar a mi modesta celda dispuesto a disfrutar de mi merecido descanso escuché un incesante cri crí del que no pude averiguar la procedencia exacta, aunque sí intuir, y no es maledicencia, que el pertinaz Fray Zanahorio, a quien Dios confunda, había introducido un molesto grillo en mi habitación con el innoble propósito de perturbar mi sueño y horadar mi tranquilidad. Cosa que consiguió sin problemas, puesto que el voto de silencio parece no contar para los grillos y porque yo soy de natural dormilón y necesito mis horas para reponerme, siendo el caso que, a pesar de llevar con el corriente siete años en el monasterio, aún no me he acostumbrado a levantarme a las cuatro de la mañana para iniciar la jornada, circunstancia que, por otra parte, escapa a mis torpes entendederas, pues por mucho que miro y remiro las Sagradas Escrituras no encuentro por ningún sitio que Nuestro Señor Jesucristo madrugase tanto para obrar sus milagros. Y que con esto no se me tome por herético.

A la mañana siguiente, o por mejor decir, a las cuatro de la madrugada, iba yo ojeroso y malhumorado arrastrando mis pies por los pasillos para iniciar el rezo de Vigilias cuando veo acercarse en sentido contrario a mi marcha al malhadado hijo de... la Santísima Trinidad, con una sonrisa bobalicona que, sin duda, había puesto en sus labios el Maligno para provocarme, pues no encuentro otra explicación a mis actos más que una posesión diabólica que en aquel preciso momento tuviera lugar. Al llegar Fray Zanahorio a mi altura hice como que perdía pie y me dejé caer sobre él, quien, sorprendido por mi astuta maniobra, cayó al suelo cuan largo y gordo es, haciéndose daño en uno de sus tobillos, al que sujetaba fuertemente con su mano, mientras reprimía, como buen monje cumplidor de las normas, cualquier grito de dolor que le hubiese apetecido lanzar, aunque, eso sí, gesticulando exageradamente y haciendo muecas y aspavientos desesperados, que alternaba con miradas aviesas hacia mi persona y movimientos de su puño cerrado, que bien pudieran tomarse como amenazantes. Yo no me di por aludido y me encogí de hombros mirándolo compasivamente como queriendo decir “lo siento, fue sin querer”, y me alejé dejándolo tirado en el suelo, pero el muy ladino alargó su brazo de orangután hasta sujetarme una pierna, tirar de ella con fuerza y conseguir tirarme a mi también al suelo, formando ambos un revoltijo de túnicas, brazos y piernas, cuya reconstrucción en monjes erguidos llevó su tiempo, debido, sobre todo, a nuestro volumen y corpulencia, comprendiendo ahora que quizás llevase razón nuestro queridísimo abad al regañarnos por nuestra frecuente flaqueza ante el pecado de la gula.

Una vez situados uno frente al otro, de pie y jadeando por el esfuerzo, empezamos una suerte de discusión en silencio, en la que de nuestras bocas no salía ningún sonido que pudiese contravenir el dichoso voto de silencio, pero en la que sí movíamos los labios para moldear las palabras más obscenas y ofensivas que acudían a nuestras mentes, al tiempo que yo, con las manos, empujaba sobre los hombros de mi adversario con afán intimidatorio, mientras que él, sacando pecho, formaba con su boca unas palabras que fácilmente podían traducirse por “¡Que no me toqueeees!”

En esa tesitura nos halló el resto de monjes de la comunidad, que, contrariados y persignándose repetidamente, procedieron a separarnos tan en silencio como le permitía la situación, por lo que mientras unos intentaban, sin demasiado éxito, agarrar mis activos y enérgicos brazos para que los golpes no fueran a mayores, otros, los menos prudentes, se colocaban en medio para evitar mi embate, viéndose recompensados en su buena acción recibiendo algunos involuntarios cachetes y empellones, por lo que, a duras penas, podían refrenar los ayes y los huys, al tiempo que siempre había alguno, que seguramente no habría cobrado, que mandaba callar con el dedo sobre sus labios. Finalmente, mediante miradas asesinas, gestos y algún que otro coscorrón, nos impelieron a acudir al despacho de nuestro queridísimo abad para lograr alguna explicación a la enojosa escena que habían contemplado.

Nuestro queridísimo abad, al verse desbordado por la turbamulta de monjes que nos empujaba, y que entraba, al completo y con bulla, en la pequeña estancia, con el consiguiente riesgo de aplastar cuanto encontraba a su paso, inmediatamente dedujo, tal es su sabiduría, que algo pasaba. Sin inmutarse, se levantó de la silla y alzó su autoritaria mano derecha en señal de parada obligatoria, aprovechando nuestra repentina inmovilidad para coger de la mesa su ejemplar de las Venerables Reglas de la Orden y, con una precisión asombrosa, abrirlo justamente por donde se regulan los motivos en los que se autoriza hablar, esto es, en circunstancias excepcionales que no permitan otro tipo de comunicación, y utilizando siempre el mínimo indispensable de palabras. Señaló con su índice la susodicha norma y mostrándonosla hizo un gesto como queriendo decir: “Esto es lo que hay”.

Fray Zanahorio, más taimado y sagaz, se me adelantó:

-Empujón –dijo señalándome.

-Zancadilla –contesté yo.

-Orines en la sopa –siguió él.

-Mentira. Paladar atrofiado –inventé yo.

-Cochino envidioso –alzó la voz.

-Sí, de tus mofletes, Fray Zanahorio.

-Me llamo Zenobio, pedazo de...

Gracias a Dios los monjes estaban alertas y pudieron separarnos de nuevo, pues en caso contrario, temo para mí que en esta ocasión yo hubiese llevado la peor parte, porque el muy bribón ya había lanzado sus manazas a mi gollete y apretaba con tanta furia e inquina que a punto estuve, siquiera en tan breve intervalo, de dejar de respirar, siendo tan indispensable, como todo el mundo sabe, dicha actividad para un normal desarrollo de nuestra vida.

Nuestro queridísimo abad pareció no dar muestras de excesiva sorpresa ante lo que acontecía, bien pudiera ser porque no era la primera vez que nos veíamos comprometidos en situaciones parecidas, y con gestos destemplados nos acució a salir de su despacho, dando a entender que tenía ocupaciones más importantes de las que ocuparse. Y ya pensaba yo hoy por la mañana, esto es, a las cuatro de la madrugada, que la escaramuza había pasado al olvido, cual no es mi sorpresa que me veo al mismísimo y queridísimo abad venir hacia mí portando en sus manos un escobón, un balde, una aljofifa y los demás enseres propios de la limpieza domestica, con la intención clara de adjudicarlos a mi persona, aceptándolos yo humildemente y acatando esa especie de castigo o expiación sin mucho quebranto, pues me pareció justo y, por lo demás, no excesivamente severo. Empero, amén de lo dicho, nuestro queridísimo abad portaba una nota que sacó de entre los pliegues de su sotana y que me mostró con presteza, y en la que yo pude descifrar a duras penas, pues la lectura nunca fue mi fuerte, una frase del siguiente tenor: “Limpiareis la nave principal durante los próximos treinta días, y para no entorpecer tu labor cotidiana, te levantarás una hora antes cada jornada”. Nuestro queridísimo abad, en su infinita sabiduría, ha acertado proponiendo la penitencia que más trastorno pudiera ocasionarme, así que pediré, con sumisión y recogimiento, a Nuestro Señor Jesucristo que me arme de paciencia y de suficiente vigilia, y que, por otra parte, me guíe con el conveniente tino y la necesaria malicia para poder preparar las siguientes faenas que le pienso perpetrar a Fray Zanahorio.

Texto agregado el 28-04-2007, y leído por 98 visitantes. (0 votos)


Para escribir comentarios debes ingresar a la Comunidad: Login


[ Privacidad | Términos y Condiciones | Reglamento | Contacto | Equipo | Preguntas Frecuentes | Haz tu aporte! ]