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Decidió que tenía que conocerla a cualquier precio. Comenzó a seguirla en el supermercado, adivinar qué elegiría entre las verduras: paltas, espárragos, espinacas. Ella pagó con una tarjeta de crédito dorada que extrajo de una cartera de cuero color borravino. En el estacionamiento la vio acercarse a un Toyota gris metalizado. La observó detenidamente. Cargaba en el baúl el jabón baja espuma para el lavarropas, los rebozados de pescado y el champagne Montmartre. Otro día supo que era casada cuando la vio acompañada de un hombre con lentes, vestido a la moda. Los dos llevaban sortijas de oro.

Una mañana, en la peluquería de Alfredo, relató aquella extraña fascinación con lujo de detalles, un relato no exento de ribetes graciosos, pero que hacía evidente cierta angustia. Gracias a ese instante, en principio intrascendente, se enteró por boca del peluquero de todo lo que necesitaba. Ella entraba al gimnasio a las ocho menos cuarto de la mañana y a las nueve cruzaba al súper para hacer algunas compras. Salvo los viernes, que iba a la cosmetóloga desde las once de la mañana hasta el mediodía.

- No es una mala idea, le dijo Alfredo.
- Exacto, y a partir de allí yo sabría su dirección, su teléfono, su celular. Todo podría ser más fácil.

Era viernes, y ella pasaría por el angosto puente que atraviesa el río para ir hasta el consultorio de la cosmetóloga. Generalmente los viernes tenía una fiesta o una reunión de amigos. A eso de las diez y media cruzaría inexorablemente el puente para tomar la Avenida 15 hasta la calle Condarco.

El Alfa Romeo 159, con el motor en marcha, estacionó sobre la rotonda a la salida del puente. El plan era sencillo, un toque, intercambio de papeles, datos de las respectivas compañías de seguros, teléfonos, qué tal, creo que nos habíamos visto antes.

A las diez y veinte el Toyota dejó asomar su trompa plateada por la bajada del puente. La llovizna inoportuna no le permitía ver con nitidez a la conductora, pero alcanzó a distinguir una silueta inconfundible: era ella.

Pisó el acelerador del Alfa, primera, segunda, subió a la ruta. Sería solamente un roce, sólo eso, el beso de las máquinas cumpliendo su papel de cupidos inanimados. Luego el encuentro, las disculpas, tengo seguro total, yo me hago cargo. La chapa se arregla, los sentimientos no, pensó mientras apretaba el acelerador y el cuentarrevoluciones crecía como sus latidos. Los dos autos hicieron contacto: navegaron derrapando cien largos metros sobre el asfalto mojado. El Alfa Romeo quedó sobre la banquina mirando hacia atrás, en sentido contrario al de la ruta. El Toyota hizo medio giro y se deslizó apuntando a un poste de iluminación, donde impactó frontalmente.

Tuvo que correr bajo la llovizna, restregándose los ojos para quitarse las gotas de agua que le impedían la visión. El cuerpo estaba inmóvil, la cabeza pegada al parabrisas estallado. Hubiera sido imposible reconocer en esa máscara descarnada, con los dientes a la vista y los ojos fuera de sus órbitas, a la mujer que desde hacía meses le quitaba el sueño. La única certeza fue la cartera color borravino, y un par de fotos de un hombre de lentes desparramadas en el piso delantero.







© RNPI Nº 155707 - Junio 2008

Texto agregado el 01-05-2007, y leído por 123 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
05-05-2007 Qué negrura (pero buena) tiresias
 
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