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A las seis de la tarde, cuando el sol se abría paso lentamente por los huequitos dejados por la cortina, él todavía no había logrado conciliar el sueño. Daba vueltas y vueltas en la cama, buscando cómo acomodarse mejor, pero justo en ese momento sonó el despertador que le avisaba que era hora de levantarse y arreglarse para ir al trabajo. Tiró el despertador para la mierda y fue a ducharse; con este eran ya cinco días en los que no podía dormir desde esa noche de la pesadilla.

Abrió la ducha y el agua blanca como leche bajaba lentamente y lo refrescaba otra vez más, otro día más de lucha contra los ojos rojos y los parpados hinchados, se afeitó por tercera vez en esa semana. No podía dormir, simplemente porque se negaba a ver otra vez aquella miseria, aquel mundo tan oscuro, tan sin sentido. Se puso su ropa, que estaba colgada del árbol en su pieza y saludo al pajarito del sol que había hecho su nido allí. Se tomo otro café, bien verde eso sí, porque el tinto azul no tenía buen sabor, además le servía para mantenerse despierto, algún que otro efecto de la nicotina del te amarillo que se había estado tomando.

Caminó sobre las aguas ya que el asfalto derretido por el sol de la noche estaba lleno de pequeñas arcas y pequeños Moisés que salvaban egipcios, con sus carros y caballos, y al fin y al cabo el edificio en espiral donde trabajaba quedaba muy cerca cómo para pedir un taxi, entonces simplemente decidió caminar, aunque esto le diera la sensación de estar otra vez allí, en eso oscuro, trágico, casi nauseabundo que había visto en su pesadilla; decidió entonces volar y llegar antes que el gran águila lo alcanzará.

Llegó a su oficina y cogió el ascensor que lo subiría al sótano, para desde allí bajar al octavo piso donde estaba su amigo corriendo en corbata, escapando de un toro que lo perseguía y que de un momento a otro, salto encima del escritorio y salió por la ventana mientras el pobre hombre trataba de perseguirlo. Aquel amigo era su joven abuelo, el papá de su nieto, un buen amigo, alguien de la familia, digno de toda confianza, a quien más sino a él podía recurrir en un caso como este. Atravesó todo el día que había entre los dos y se acercó como hasta cinco segundos de donde él estaba y movió sus oídos con el fin de hablarle, pero su amigo estaba un paso adelante por lo que le contestó a su pregunta justo en el momento en que el la estaba soltando por su nariz.

¿Qué podía hacer para dormir bien? La pesadilla era constante y vivida, lo que la hacía más terrorífica aún. Pero el problema no era la pesadilla sino volverla a tener, me entiende viejo, no puedo dormir porque la pesadilla está esperando eso para atacarme. El hombre se rasco la cabeza llena de canas y su rostro envejecido miró a aquel pobre hombre de manos temblorosas, de rostro lleno de barba de tres días, se le notaba la imposibilidad para conciliar el sueño; y se puso a pensar un rato, mientras recibía el periódico de la mañana a las siete de la noche, hora en que el sol se ponía rojo. No había nada que hacer, el problema es la pesadilla, dijo. Pero no se preocupe por eso, pensó por un momento el pobre tipo, mientras tenía en su mano el sexto cigarrillo que se iba a fumar en su pipa.

De repente, al abuelo de veintitrés años, se le aclaró el pensamiento y recordó como no hace muchas cuadras, a una amiga suya le sucedería algo similar, a saber: una mañana soñó exactamente lo contrario de lo que soñó en la noche, soñó que estaba dormida en su cuarto y de pronto por allá, a lo lejos, escuchó el viejo reloj de la iglesia que marcaba la hora diciendo con fuerte voz: son la una, una, una, una, lo que significaba que eran las cuatro y ella se sorprendió de la precisión del reloj, que tan puntualmente daba la una, una, una, una.

Pero lo más sorprendente del sueño no fue esa precisión del reloj, también influyó el ladrido del lobo trataba de asustar al sol. Eso si que dio miedo, dijo el lobo mientras terminaba de cocinar a Caperucita. Pero todo eso no era más que una mala noche, algo pesado que comiste, dijo el cazador mientras con su cuchillo sacaba a la abuelita y rellenaba de piedras el estomago al pobre lobo, que mientras tanto aullaba y gruñía de la risa. Él, había estado observando atentamente todos los autos que cruzaron por la venta y entretenido se asomó para ver uno rojo que se hundía en el aire y volvía subir, volvía a hundirse y volvía a la casa en ese taxi amarillo.

Llegó a la puerta de cedro y tocó con la mano, oyendo el característico sonido metálico que la puerta producía, mientras esperaba que bajara la llave para poder entrar a la sala del patio y decidió descansar un rato. Subió al segundo piso de su cama donde se acomodo y le dio permiso al sueño para que se adueñara de él, y llego el sueño, lentamente, como cuando corría buscando el balón, y cerro sus ojos.

El despertador sonó, como puntualmente lo hacía, a las seis de la mañana, hora en que se levantaba para ir a trabajar, buenos días dormilón, le dijo su mujer, es hora de ir a trabajar y vio extrañadísimo todo lo que lo rodeaba, otra vez estaba allí, no puede pasar esto, no puede ser cierto, se fue a duchar, para ver si podía despertar y el agua clara y cristalina que bajaba del tubo le dejó aún más perplejo. Estaba otra vez en ese mundo donde todo era tan, como decirlo, tan normal, corrió a refugiarse en su cama, es que no piensas trabajar hoy, le preguntó su mujer, poniendo los brazos en posición de jarra, seña inequívoca de su enojo.

Decidió vestirse, vivir el maldito sueño otra vez, ir al trabajo de pie en un bus, sin la posibilidad de volar y oyendo vallenato, que era peor. Y todo se le hacía tan gris, tan falto de color, tan triste tan serio, pronto llegaría la oscuridad de la noche de este mundo y todo volvería a ser como antes. Llegó al edificio absolutamente gris y entró, subió al ascensor, con otras quince personas dentro, para el sexto, lo decía con seguridad, al fin y al cabo ya había vivido este sueño muchas veces. Sexto, había llegado, ahora empujar para poder bajar, y la señora gorda, la esposa del jefe ¿Cómo está señora Michels?, que tenga un buen día.

Y sentarse a ver papeles, mientras sigue preguntándose la manera de volver a su mundo, al otro, donde se había quedado dormido. Y después irse a almorzar con Laurita, la secretaria de gerencia y los juegos y los coqueteos, algo bueno, pero todavía gris, oscuro, sin color, sin emoción. Y volver pensando en Laurita, en la posibilidad de… Y seguir trabajando como negro para ganar como esclavo.

Ir a la casa otra vez, aflojarse la corbata en ese bus, saludar a su esposa y a su pequeño hijo, comer la comida que ha preparado su esposa, esta noche te tocan los trastes, le ha dicho su señora, y mientras los lava, sentir el agua fría sobre sus manos y tratar de recordar de que color era el agua en su mundo, en el mundo que era real para él. Y resignarse a que el mundo aquel no existe, que el sueño era ese y no este mundo con un leve tinte de pesadilla.

Texto agregado el 07-05-2007, y leído por 227 visitantes. (1 voto)


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