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AITOR EL PINTOR Y WALDO

Aitor heredó una inmensa y preciosa mansión. Estaba rodeada de bellos y cuidados jardines en los que se podía respirar paz y tranquilidad bajo enormes árboles centenarios. No daba crédito a lo sucedido, todo aquello ahora era suyo. Al parecer había pertenecido a un familiar tan lejano que ni él mismo sabía de su existencia.
Vio reflejado su rostro en el azul del agua de la limpia piscina. Su mirada era clara, relajada, no parecía la del mismo individuo que hasta hacía muy pocos días no había parado de trabajar para poderse mantener, y de repente, un golpe de suerte genial le había cambiado la vida.
Se sentó en uno de los bancos de su nueva propiedad. ¿Qué le gustaría hacer ahora?
Decidió que dejaría el piso de alquiler en el que mal vivía.
“Se termino tanto trabajar” pensó-
Compraría ropa, la que tenía estaba bastante gastada. “El ropa cansa” le llamaban, pues tanto verle con la misma ropa ya cansaba hasta a sus vecinos. Sí, lo tenía todo decidido, se trasladaría allí, y se dedicaría a lo que siempre quiso y nunca pudo, a pintar cuadros.

El primer día que salió a pintar eligió un precioso lugar. Sus pies casi eran besados por el mar, que de tanto en cuanto mojaba las rocas que tenía un poquito más allá. El lienzo empezó a vestirse de bellos colores y reflejos de luz.
A las dos horas ya se podía adivinar que sería un muy buen cuadro sin ser un vidente.
Aitor, concentrado como estaba en la pintura, era ajeno a lo que sucedía a sus espaldas. Un pasito detrás suyo se había sentado un muchacho de no más de diez años. Había puesto en el suelo un platito donde los turistas iban dejando monedas y algún que otro billete que el niño enseguida hacía desaparecer, más que nada para que la gente no viese que le estaban dejando mucho dinero.

Aitor quiso descansar un poco, al bajar de su nube artística y mirar hacia el paseo, alcanzó a ver a un chiquillo que corría como si le persiguiesen mil demonios. Miró en dirección contraria a la que corría el niño, pero no vio a nadie aunque le extrañó que de mirase tanto hacia dónde él se encontraba, y no dejase de correr. Al poco se olvidó del niño y continuó pintando.
Hacia mediodía, mientras comía un bocadillo mirando al mar pensó que era un día especial, a pesar de ser lunes no tenía que trabajar.
Su cuenta en el banco antes rozaba los números rojos, ahora era saneada y le permitiría vivir bien durante mucho tiempo.
Después de comer reemprendió por un tiempo la pintura, pero poco después la dejó, estaba cansado, no estaba acostumbrado a pintar durante tanto rato seguido.

A primera hora del día siguiente, se encaminó hacia el mismo lugar del día anterior. Caminando por el paseo, notó como si alguien le estuviese mirando, sin embargo, no había nadie por los alrededores, al menos que él pudiese ver. Detrás de una pequeña barca que descansaba sobre la blanca arena, un niño no perdía detalle sobre lo que hacia.

Al rato, y cuando se percató de que el pintor estaba concentrado en la pintura, salió de su escondite y se sentó en el suelo, de espaldas a Aitor, que no se dio cuenta de su llegada, el niño ni llevaba zapatos, ni hizo el más mínimo ruido.
Como sucedió el día anterior, cuando el chiquillo vio que la gente empezaba a pasear por las inmediaciones, puso su platito en el suelo. Los turistas eran los que le dejaban más dinero, aunque de tanto en tanto también las personas de la localidad le ponían alguna que otra moneda.

Una ola más grande que las otras hizo que el pintor diese un par de pasos hacia atrás, lo que propició que se tropezase con el niño, que no se percató de nada por estar de espaldas al pintor y a esa ola traviesa.
Aitor cayó cosa que aprovechó el chiquillo para coger el platito con las monedas y salir corriendo tal como había hecho el día anterior y sin dejar de mirar hacia atrás, por si le daba por seguirlo. El pintor le hizo señas para que volviese, pero el niño no le hizo caso.

Al día siguiente, Aitor volvió al mismo lugar. Iba mirando por todos lados por si volvía a ver al chiquillo, pero éste, agazapado detrás de la misma barca que el día anterior, no se atrevía a salir. El niño se cansó de estar escondido y poco a poco se fue acercando al pintor. Éste, que estaba al caso, lo vio venir.

-¿Hoy también vas a poner el plato? – Le preguntó.
-No lo sé ¿Puedo?
-¿Te dejan mucho dinero?
-Si lo tenemos que repartir, sólo la mitad.
-Y ¿Cuánto es la mitad? Bueno, da igual, te lo puedes quedar todo.
-¿Me lo puedo quedar todo? – Preguntó el niño.
-Sí, eso he dicho ¿No es a ti a quien se lo dan?
-Sí, pero es porque se creen que estamos juntos, por lo bonito de la pintura…
-Y ¿No estamos juntos?
-¿Lo estamos? – Preguntó el niño.
-¿Tú que crees?
-No lo sé, por eso te lo pregunto.
-Yo me llamo Aitor ¿Tú cómo te llamas?
-Me llaman “Pelo pincho”
-¿”Pelo pincho”? ¿Qué nombre es ese?
-No es mi verdadero nombre, me llamo Waldo, pero nadie me llama así.
-¿Me dejas que yo lo haga?
-Si quieres.
-Waldo, te propongo una cosa, que trabajemos juntos, yo pinto y tú te llevas las ganancias ¿De acuerdo?
-Empiezo a entender por qué el mundo está tan mal, los mayores no saben hacer tratos.- Esta frase hizo reír al pintor, el niño siguió diciendo.- Pero por mí de acuerdo.
-De acuerdo entonces.- Dijo también Aitor a la vez que estrechaban sus manos.


La sociedad que habían formado entre los dos duró años, hasta que un día Waldo no apareció. Tampoco lo hizo al día siguiente, ni al día otro.

Aitor continuó pintando cuadros que una vez terminados ocupaban la parte baja de la gran mansión de dos plantas.

El tiempo fue pasando y a Aitor cada vez le quedaban menos huecos en las paredes de su casa para colgar sus pinturas, y también bastantes menos ceros en los saldos de sus cuentas bancarias.

Llevaba tantos años sin trabajar que no podía pensar en cómo ganar de nuevo dinero. Algunas arrugas empezaban a decorar su rostro.

Un día como cualquier otro, Aitor estaba pintando. Poco le faltaba para finalizar una nueva obra de arte.
Tras él se paro un hombre a observar su trabajo.

-¿Lo ha dibujado usted o está haciendo ver que lo hace?
-Claro que lo he dibujado yo.- Respondió el pintor algo enojado.
-Lo siento si le he molestado pero es que ese platito en el suelo me ha despistado. Me llamo Lucas y soy un experto en arte ¿Este cuadro ya lo tiene vendido?
-Nunca he vendido ninguna de mis pinturas.
-Pues es extraño porque yo no me equivoco nunca. SÉ ver cuando una pintura deja de serlo para pasar a ser una obra de arte.
-Nunca había pensado en venderlas.
-Y ¿Ese platito en el suelo?
-Pronto voy a necesitar dinero para poder seguir pintando. Hoy es el primer día que lo he puesto.
-¿Y tendrá suficiente con lo que le dejen en él los turistas? Póngale un precio y yo se lo compro.
-Pero es que no está terminado.
-¿Cuánto tiempo necesita para acabarlo? – Aitor se quedó pensando por un momento.-
-Necesitaré una semana.
¿Tanto? Bueno, da igual, puedo esperar, la obra lo merece.
-¿Cuánto me pagará?
-No se preocupe, será bastante, lo suficiente para que no tenga problemas de dinero por un largo tiempo. ¿Quedamos aquí dentro de una semana y a la misma hora?- Dijo el posible comprador del cuadro.
-De acuerdo.- Contestó Aitor.

Al cabo de una semana:

-¿Hace rato que me espera?- Preguntó el posible comprador.
-No, acabo de llegar.
-Bien, enséñeme ese precioso cuadro por el que le voy a dar la bonita cifra de…Ese no es el cuadro que yo vi el otro día, es una copia, una buena pero copia al fin y al cabo.
-¿Una copia? Y ¿Usted como lo ha sabido?
-No le dije que era un experto en arte. Se ve que este cuadro no se ha hecho mirando al mar, sino mirando a otro cuadro que se había hecho mirando al mar. ¿Lo entiende?
-No sé si lo entiendo.- Contestó Aitor.- Lo que sé es que no le quería vender el cuadro original y he estado una semana
-Haciendo la copia de una obra de arte. Bien, el cuadro que le quería comprar ¿Es suyo? ¿Lo tiene? ¿Me lo quiere vender?
-No lo quería vender, pero si dice que me va a dar mucho dinero por él, lo tendré que aceptar, será mi cuadro sacrificado.
-¿Dónde lo tiene?
-En mi casa, sígame.

Al rato. En los preciosos jardines de la gran mansión.

-¿Usted vive aquí? ¿Y dice que necesita dinero? No puede ser.
-¿No puede ser? Pues es.

Al entrar en la casa.

-Increíble. Usted no sabe lo que tiene aquí. ¿Si quiere le busco comprador para cada cuadro? Que digo cuadro, para cada obra de arte. Y usted que me quería vender una copia…



A Aitor le pagaron tan bien el cuadro que se esfumaron de nuevo sus problemas de dinero. Enmarcó la copia de su único cuadro vendido y lo tituló: “En recuerdo al sacrificado”

En poco tiempo, la parte de debajo de su casa se convirtió en el museo Aitor.
Llegaban personas de todo el mundo para admirar la obra de tan excelente pintor.

Aitor vivía en un mundo aparte. Continuaba yéndose cada día a pintar.

Uno de esos días descubrió detrás de él una pequeña sombra. Se dio la vuelta y vio sentado en el suelo a un niño que jugaba con un platito, se lo quedó mirando y pensó: Ya empiezo a estar mal, veo niños donde no puede haberlos. Miró entonces en dirección a la playa y vio como un hombre hacia ver que se escondía.

-Waldo-. Gritó.- ¿Eres tú? – Waldo iba acompañado de una bella y joven mujer.-
-Sí, soy yo.- El viejo Aitor y Waldo se fundieron en un abrazó.- Te presento a Maria, mi mujer, y a ese mocosillo ya le has visto, por cierto se llama Aitor, como tú.
-Encantado, Maria.- Dijo Aitor.- ¿Y tú? Valiente muchachote, ven que te de un beso el viejo Aitor.
-Le gusta mucho pintar.-Comentó Waldo.
-¿Qué paso? ¿Por qué te fuiste sin decir nada?
-No te lo dije nunca, pero no tenía casa, dormía en la cubierta de un barco. Un día me desperté en alta mar. Fue en ese barco que nos alejó que me juré volver a agradecerte lo que habías hecho por mí. Por suerte, con el dinero que reuní con el platito pude empezar una nueva vida. Fue muy duro, pero salí adelante y mírame ahora, mira mis ropas, mi familia. La vida me empezó a sonreír el día que te conocí.
-Podías haberme dicho como vivías, nos las hubiésemos apañado.
-Lo sé, lo sé, pero así es el destino, entonces no habría conocido a mi linda mujercita y Aitorito no existiría. ¿Celebramos nuestro reencuentro? – Preguntó Waldo.
-Vamos.- Contestó el viejo pintor.

Desde ese día Aitor y la familia de Waldo no perdieron contacto.

Con el tiempo Aitorito, el hijo de Waldo, o mejor dicho Aitor heredó el museo Aitor que conservó sin vender ninguno de los cuadros que lo contenían, respetando el deseo de su padre.

Aitor, el hijo de Waldo, con el tiempo recuperó el único cuadro que Aitor, el pintor había vendido hacía ya muchos años. Lo colocó en lugar del cuadro que era una copia del primero y lo tituló: “No es una copia”

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Quiero dar las gracias por el pulido del texto a:
CLARALUZ

Texto agregado el 19-05-2007, y leído por 113 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
21-05-2007 Es excelente. La narración, las descripciones, el tema. Todo es perfecto. 5* KONE
 
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