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Sueña conmigo alguna noche.


Una vez más, como desde hacía tres semanas, aquella noche Amelia no durmió. Se pasó las horas muertas mirando hacia un rayo de luz que, débil, penetraba desde una farola de la calle hasta su habitación a oscuras. Hacia frío, por mas que fuera una noche de primavera. Amelia temblaba. Era un temblor ligero y profundo, inmenso, que la envolvía desde lo más inconsolable de sus entrañas, hasta las puntas de sus pies fríos.

Recordaba los días, las tardes, las horas, los minutos, las noches… los besos, los suspiros, las manos, los olores, las risas, las lágrimas, los ojos entrecerrados, las motas de polvo, los colores, el tacto y el sabor. El disimulo, la complicidad. Recordaba. Y recordar se convertía en una forma de dolorosa desintoxicación.

Marcos le había dicho adiós justo después de un beso que le supo más dulce que cualquier otro que le hubiese dado. Y había dicho que era lo mejor para ella, para los dos, para todos. Pero Marcos no se había puesto a pensar en el corazón de Amelia. No obstante, para eso existían los recuerdos, para que dejara de doler. Algún día. Y Amelia estaba segura de que algún día dejaría de llorar y de recordar y de sufrir. Y de doler.

“Toco tu boca, con mis dedos toco tu boca” decía en voz baja. Y estiraba la mano hacia un hombre imaginario que cubría con su cuerpo masculino y cálido, el suyo, suave y frío. Tal como nunca fue. Y hablaba con la boca contra la almohada, y se mordía los labios de rabia primero y de risa después Y lloraba, con las manos en los ojos, en silencio.

Amelia hablaba, y le contaba a Marcos todo lo que no le había dicho, por miedo o por vergüenza, cuando estaban juntos. Le enumeraba sus defectos y le recordaba como amaba el olor de su cuello tibio. Se ponía las manos en lugares que Marcos nunca tocó, aunque fueran pocos, y le reclamaba nunca haberla llevado a bailar. Y se reía de los chistes que él le había contado y de la cara que hubiesen puesto sus padres de haberlos visto enlazados en un abrazo.

“Cobíjame con tus brazos en esta noche fría” decía de pronto, como recordando involuntariamente. Era su frase favorita, de las muchas que le escribió en cartas que nunca entregó. “Sueña conmigo alguna noche” era otra que nunca le había dicho, y se arrepentía. ¿Soñaría con ella alguna vez, la recordaría por algún tiempo, o la olvidaría pronto?

A veces se detenía a pensar en el rostro de la mujer invisible que era la esposa de Marcos para ella. Primero la pensaba rubia y atractiva y luego morena y muy sensual. Entonces recordaba que él había mencionado que se parecía la hija menor de ambos, esa que Amelia sólo había visto en fotos. Se llamaba Victoria, y era hermosa. ¿Sería Andrea también hermosa? Y sí era así ¿Por qué Marcos la había tomado como…como amante, como querida, como amor…? Y entonces Amelia recordaba que tenía firmes las caderas y tibios los muslos y que lloraba como si tuviera quince y sonreía como si fuera inmortal.

En el día, en pleno sol de primavera, cuando salía con sus amigas, Amelia buscaba en cada rostro de mujer a la esposa Marcos, en cada niño montado en una bici o en cada niña de cabello claro a alguno de sus hijos. Ellas, sus amigas, sabían y trataban de distraerla con un nuevo sabor de helado o un nuevo libro en la librería o un nuevo mesero en el café. Y Amelia se dejaba llevar dócilmente y sonriendo, porque de día era la misma Amelia de siempre, la que no sufría por un hombre, la que no le había entregado a uno su corazón.

Era por la noche cuando lloraba su pena a solas y era por la noche que se levantaba a leer las cartas escritas pero nunca entregadas. Por las noches escuchaba música bajita, para sentir que no lloraba a solas. Y era cuando leía pasajes de libros que mutuamente se habían recomendado, pasajes que Amelia marcaba con una hoja del único árbol bajo el que alguna vez se habían sentado juntos en una tarde que presagiaba lluvia, con la envoltura del chocolate que él le regaló por Navidad, con la fotografía tomada a escondidas o con alguna frase suelta escrita en la orilla de su cuaderno cualquier tarde en que Marcos la hubiera hecho brillar con la luz de sus besos.

Tres semanas. Todo había comenzado con un solo día y de pronto ese día se había convertido en tres semanas. Y Amelia daba vueltas en su cama, suspirando, recordando y conjurando su dolor, que de tan grande la hacía pensar que nunca concluiría. Y las tres semanas se convertirían en un mes, y el mes en meses y los meses en años.

Pero ella sabía que dejaría de doler alguna vez y entonces volvería a dormir toda una noche y volvería a soñar y sanaría su corazón. Y ese día, Amelia saldría a la calle y se encontraría a Marcos en alguna esquina (como si esta inmensa ciudad fuera un pueblo pequeño, o como si no lo hubiese estado buscando todo el tiempo) y le temblarían las piernas y echaría a correr y terminaría en una banqueta llorando a gritos a plena luz del día, para después levantarse y no volver a hacerlo nunca más. No por él, no por Marcos.


L.R.G.
22 de mayo de 2007



Texto agregado el 23-05-2007, y leído por 130 visitantes. (0 votos)


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