Abres los ojos. La posición más cómoda del mundo, decías, es la de estar echado: no se gastan energías para nada, y si estás con los ojos cerrados menos aún, porque no necesitas consumir energía abriéndolos. Imaginarse tener que gastar tanta energía caminando de un lado para otro, arrastrando 80 kilos de gordura y un par de botas prestadas. Levantar una cabeza vacía usando ese cuello delgado y sostenerla erguida a lo largo de 14 horas laborales tampoco es una tarea sencilla. Pero, ya no más. Ahora tienes todo el tiempo del mundo para pensar con los ojos cerrados porque en esa oscuridad no los necesitas. Ahora no tienes que erguirte porque no puedes hacerlo sin romperte la nariz. No necesitas cargar ninguna bota ni mucho menos ningún zapato porque esos pies no van a ninguna parte. Ahora, encerrado entre esas paredes de madera, esperas asustado el final de la última molécula de oxígeno que te rodea. El sudor empieza a caer por tus orejas y no más por tu frente. Estás echado y estás vivo pero a metros bajo tierra y el terror del que siempre te burlaste te empieza a acariciar empezando por los pies y no lo puedes ver.