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Lorenzo era artista. Así se definía él, al menos. Pero en realidad podemos confesar, nosotros que somos imparciales, que le faltaba cierta sensibilidad, cierta manera de ver un poco más allá. No es que fuera un mal tipo: le faltaba mucho para eso. Era apenas superficial. De tal manera, producía unas pinturas y grabados técnicamente correctos, totalmente a la moda, y poéticamente desastrosos. Como se puede sospechar, gozaba de un moderado éxito. La primera vez que se cruzó Alba, fue en una exposición. Un grupo de artistas (permítasenos conservar el eufemismo) auspiciados por una empresa moderna y mecánica había organizado la muestra, no exenta de interés pecuniario, por cierto. Algunos compradores extranjeros estaban presentes, y así también Alba, ejerciendo su función de traductora. Esa primera vez realmente no tuvo mucho de mágica. De hecho, fueron apenas unas palabras, corteses, de compromiso, murmuradas entre sorbo y sorbo a las elegantes copas. Pocos meses después, y esos meses deberíamos aclarar que en la vida de Lorenzo, un tanto disipada, representaban el pasaje de varias mujeres, se volvieron a cruzar. Alba, sin ser mojigata, era recatada y casera, de aspiraciones apenas burgueses y ni siquiera mundanas. El bar estaba lleno, y había ruido, humo, excitación, y todos los elementos clásicos. Un conocido de un amigo en común los presentó. Ella se acordaba de él, pero él no de ella, por supuesto. Por esas cosas de la vida, el resto de los sentados a esa mesa se fueron levantando, algunos en parejas, algunos solos. Al rato quedaron ellos nomás, y vociferando sobre el drum & bass que fluía de los baffles, lograron intercambiar algunos conceptos. Por un momento, sólo por un momento, tuvieron en sus manos la posibilidad de un futuro juntos. Ella lo hubiera aceptado, seguramente. Pero el orgullo de él estaba por encima de eso, le bastó sacudir la cabeza, como quien sale de la pileta y se despeja el agua de la cara, para escurrirse esa peregrina idea que le vino quien sabe de donde. Y sin embargo, ya no se olvidarían tan fácil uno de otro. Luego el viento sopló, el otoño dio paso al invierno y etcétera, la vida siguió su curso. Muchos años después, en Londres, se volvieron a encontrar. Ella se había casado, había dejado su trabajo, y viajaba junto a su marido, que se dedicaba a no importa que intrascendencias técnicas. El estaba de gira, disfrutando su moderado éxito. El bar del hotel era cool y para gente madura. El piano, como la iluminación, suave e inobstrusivo. Cuando se miraron de una mesa a la otra, un gesto de reconocimiento les cruzó por la mirada. Él, ducho en éstas cuestiones, se levantó y fue a su mesa, el vaso en la mano, el gesto no por repetido menos eficaz y ganador. Se saludaron y conversaron de cosas banales. Los dos estaban más viejos, pero sobre todo, más vencidos. Lo que derrota al alma no es el fracaso: es el vacío, la ausencia, la negación. Es mucho peor intentar y perder, que nunca tratar. En un momento, hubo un amago, como un vértigo, como cuando uno va en el colectivo y se está quedando dormido y de repente se siente caer, como una sacudida interior, un pequeño golpe de adrenalina. La realidad pareció ganar claridad, como si la lente del mundo de golpe enfocara mejor. Y ambos, tácitamente, se preguntaron “¿y que hubiera pasado si…?”. Pero las cenizas no saben igual que la propia fruta, y el momento pasó. Al rato se levantaron, y fueron a su habitación (la de él). Quizás hicieron el amor una o dos veces, mecánicamente. El, con el hastío que da una vida fast food, la repetición superficial que le quita el sabor a todas las cosas. Ella, un poquito más gourmet con la suya, pero un gourmet de barrio, y a esa vida milanesa con fritas se le puede pedir seguridad y clasicismo, pero no exotismo, y a la larga el chicle se había quedado sin gusto. Y ninguno de los dos lo escupió: como todos, estamos obligados a masticarlo hasta el final. Ella se fue, y entonces si, nunca más volvieron a acordarse uno del otro. Pero nosotros, utopistas, idealista, nos preguntamos, indignados, ¿podría haber sido diferente?
Podría. Claro que podría.
Lorenzo era artista. Al principio fue pura voluntad y empeño, pero poco talento. La habilidad es innata, pero el talento hay que forjarlo. Y mal que le pese a muchos, se forja en la adversidad. La prematura muerte de su madre lo marcó para siempre. Le dio una sensibilidad nada habitual. Sus pinturas derivaron pronto hacia abismos de oscuridad, una oscuridad que hacía resaltar aún más los escasos, pero siempre certeros y vibrantes puntos de luz que incluía. Por supuesto, aunque poéticamente excelentes, sus obras no se vendían, y desde el punto de vista mercantil, su carrera era un fracaso. Pero parte de la sensibilidad viene acompañada de estoicismo, y el tipo no daba el brazo a torcer fácil. Trabajaba en una revista, haciendo notas de actualidad. Había una exposición. Unos snobs exponían sus obras plásticas e insufribles para que otros snobs las admiren con frases hechas y repetidas, y las compren con billetes también aburridos y repetidos. Alba había sido una chica de barrio, pero su noviazgo y posterior matrimonio con Carlos, le habían abierto un poco los ojos. Un poco, no mucho. Carlos – que odiaba que le digan Carlos y siempre se hacía llamar Charly – era de San Isidro pero estudiaba en la UBA, ese fue su improbable punto en común. Ya de veintipico, y a través de esas relaciones (las de Charly), Alba se manejaba lo más bien como RRPP del salón donde exponían todos los artistas modernos, y así fue como Lorenzo y Alba llegaron a estar frente a frente. Ella, ya liquidado el temita de recibir a todo el mundo, y todavía faltando un rato para el cierre, deambulaba por allí sonriendo su espléndida sonrisa Colgate. El, entre foto y foto y luego de haber preguntado lo mismo por enésima vez en la noche (y haber sido respondido lo mismo, lo que es peor), estaba parado frente a un adefesio magenta con un título en exceso pomposo, y no pudo mascullar un comentario punzante. Ella lo escuchó, pretendió retrucarle, y mucho antes de que ellos mismos se dieran cuenta, sus vidas empezaron a cambiar. A ella quizás le fascinó el toque bohemio, desenfadado, la sinceridad, y sobre todo, la sensibilidad de Lorenzo. Él, descontando que Alba era una preciosura de chica, quizás se sintió frente a un desafío, a la posibilidad de ejercer sobre ella una influencia benéfica. Pero eso fue sólo el principio. Con el tiempo y las excusas para verse y las charlas, terminaron de amoldarse uno al otro y se declararon irremisiblemente enamorados. Charly quedó rápidamente en el olvido, y rápidamente también se juntaron y tuvieron un hijo. Nada de casarse ni de andar con etiquetas reaccionarias y burgueses. El idilio, como todos los idilios, duró un tiempo. Sospechamos que hasta el nacimiento de su segundo hijo. Ella postergó su carrerita de RRPP, y de hecho lo hizo gustosa. Desde su nuevo marco de referencia, a esas actividades las veía casi tilingas. El acumuló con los años cierto toque, apenas una brizna de resentimiento, porque su talento tardaba en ser reconocido. Pasaron los años, lamentablemente, como siempre. El fuego hizo brasas, las brasas dieron calor, y el hogar siguió tibio y confortable aún. Al fin una vez, lo contactaron a Lorenzo de una ONG europea para armar una muestra centrada en el tema “Calentamiento Global e Imperialismo”, a realizarse en Londres. Lorenzo participaba con cuatro obras, violentamente impresionistas, a nosotros personas moderadamente sensibles casi se nos saltan las lágrimas de imaginarlas. Esa noche, la primera en el extranjero, en el bar del hotel, pasado el trajín y la emoción del viaje, estaban Lorenzo y Alba sentados tomando algo. Los dos estaban más viejos, y se podría decir que satisfechos de sus vidas. ¿Necesitan algo? ¿Buscan algo? ¿Se han dejado de querer? La respuesta podría ser “no”, pero la triste realidad es que hace rato que no se lo preguntan. ¿Y qué es una vida sin preguntas? Él pensaba en sus obras, y en alguna futura muestra. Ella en cómo estarían los chicos. No se hablan. De repente, la suave música del piano se interrumpe un momento (no se sabe si el tema terminó o el pianista estaba tomando un descanso), y la concurrencia aprovechó para aplaudir, moderadamente. Ella se dio vuelta para mirar, y por un momento sus ojos y los de Lorenzo se encontraron. En la tenue luz del ambiente, ámbar y rojizo, por un instante, creyeron ver un destello, o recordar algo. Como el vestigio de un sueño, que a media mañana queremos retener, pero se escapa y deja un regusto amargo. Lo tuvieron en la punta de la lengua y lo dejaron ir. Después subieron, no sabemos si hicieron el amor, mecánicamente como desde hace varios años. Después se volvieron de Londres, y ahí andan, siempre igual, casi nunca piensan el uno en el otro. Y nosotros que somos unos inconformistas, nos negamos a creer que esto sea un final feliz, y nos preguntamos, ¿podría haber sido diferente?
Podría, siempre podría.
Estaban en un bar. Lorenzo y Alba se miraron, eran jóvenes, por lo tanto eran bellos, eran diferentes pero tenían muchos puntos en común. El, arrollador, le apretó la mano y le dijo, ¿podrías arriesgarte por mí? En ese momento un eco triste, el reflejo de un futuro que probablemente, seguramente sería trillado, y común, y repetido, vino a intentar perturbarlos. Ella no le dio bola, estaba ocupada contando las mariposas que le corrían por la panza. Y nosotros, que odiamos los finales felices porque sabemos que no existen y preferimos en cambio los comienzos inciertos, sonreímos cómplices porque intuímos la respuesta que ya se escapada del cerco de sus perlados dientes:
- Podría.

Texto agregado el 23-05-2007, y leído por 105 visitantes. (0 votos)


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