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Crisaor.


Mi nombre es Crisaor, el de la áurea espada. Algunos me conocen como “el invencible”; otros, como el “gigante gorgónida” –o acaso perséida–; o también –y es algo sombrío– como el “hermano de Pegaso”. Las circunstancias de mi nacimiento son extrañas, mas no poco frecuentes. Y también explican muchos de los epítetos que se me atribuyen. Voy por partes. Nací en los confines del mundo, allí donde nadie va por gusto o placer, allí donde sólo aguardan las hazañas. Mi padre es –digámoslo– Perseo, pero nada más por mero capricho de las Horas. Fue él quién decapitó a mi madre y no otro. Verán, mi existencia comienza aquel día en que Perseo, para conformar a un tirano, cortó la cabeza de Medusa, y del cuerpo inerte resultante nacimos los dos, Pegaso y yo. Mi caro hermano llegó a estar al lado de Zeus, y yo, he terminado en este lúgubre pozo. He sido castigado por nada.
No tengo rencor contra Perseo por haber matado a mi madre, ya que “madre” para mí no significa lo que para todos. Medusa sólo era nuestra prisión. Un oráculo predijo alguna vez que tanto Pegaso como yo, seríamos invencibles, que mataríamos a todas las bestias del mundo y que ni siquiera los dioses podrían detenernos. Allí se equivocaron, los dioses pueden hacer lo que sea, ya que son taimados, y de sus mentes emanan maquinaciones siniestras. Así, forjaron dentro de Medusa una prisión hecha de poderosa magia para que nos contuviera. Pero gracias a la bondad de Palas Atenea fuimos libres. La diosa ungió a Perseo del don para matar a la Gorgona. Luego, otros dioses, que querían ver al mundo libre de monstruos, también colaboraron con mi padre. Así, Hades lo armó con un casco que lo hacía invisible y Hermes lo calzó con sus propias sandalias, sandalias éstas que permitían volar a su usuario.
En fin, yo nací armado con la espada más majestuosa que se haya visto jamás, una espada hecha de oro, forjada por el propio Hefesto y ungida por Jano, “el latino”. Esta espada sería el castigo de los males, liberaría incluso al encadenado Prometeo –por suerte ya lo liberó hace tiempo el forzudo Heracles–.
Me llaman “el invencible” y cierto es que nunca me han vencido, pero no por mérito propio sino porque nunca me he trabado en combate con nadie, no me han dado la oportunidad. Siento un gran poder dentro de mí, las rocas se deshacen entre mis manos convirtiéndose en polvo, el suelo se hunde ante mis pisadas, y mi energía es tanta que un mortal no podría ni acercarse a mí sin salir despedido con violencia hacía atrás. Esta última característica no da mucha posibilidad a las amistades.
Ningún guerrero, héroe o semidios se ha atrevido jamás a enfrentarse a mí. Si tan solo Heracles recorriera el mundo la cosa sería distinta, pero él es un dios ahora, y yo no puedo enfrentarme a los dioses no sé por qué asunto de las Parcas. En definitiva, fui concebido para el combate y me está vedado, empuño la espada más formidable de todas y nada se sabrá nunca de ésta, salvo que era de oro. Mi hermano, en cambio, sé que acabó con Quimera junto a Belerofonte, uno de los tantos héroes que no se atrevió a enfrentarme.
El Tártaro es mi lugar ahora. Di vueltas por el mundo buscando a quien me diera la posibilidad de probar mis habilidades como luchador, llegué hasta el país de los Hiperboreos (extremo norte), allí donde Atlante sostiene el mundo. Desafié de buen grado al gigante, pero me dijo que no podía dejar ni por un segundo su tarea. También probé suerte con ese dragón que custodiaba el Vellocino Dorado, pero fracasé. Serpiente cobarde que atacó a lo nobles argonautas, pero cuando le comenté mis intenciones dijo que estaba custodiando no sé qué cosa. Equidna, a su turno, me aseguró que estaba dando a luz a unas bestias. La Esfinge juró que pelearía conmigo si descifraba un enigma, no logré hacerlo; luego me enteré que el desdichado Edipo pudo adivinarlo con facilidad. Seguí peregrinando, pues. Pero lo cierto es que no me quedaban muchas alternativas ya que Teseo, Heracles, y también mi padre, habían acabado con la gran mayoría de los monstruos y gigantes de la tierra y el mar. Así, mi destino final era el inframundo.
Llegué a las tierras de Hades navegando hasta donde el Océano termina, más allá de Cimeria. Caminé durante días y llegué al río Aqueronte. Allí vi almas de condenados estorbándose entre sí, agolpándose en torno a la barca de Caronte. Nadie se quiere quedar deambulando en la orilla de la desolación, todos prefieren el castigo y la tortura antes que el Limbo. Recuerdo que el barquero me cruzó sin cobrarme los dos óvolos que todos debían pagar. Pienso que temía que lo desafiase, incluso fue ahí mismo que entendí que tampoco tendría suerte en el Orco, mi fama era allí tan grande como en la superficie. Pero seguí camino. Ni me detuve a desafiar a Cerbero.
Durante días bordeé el Cócito. Este río luego de un largo recorrido se ramifica en el Flegetonte y en el Leteo. Por este último continué. También le llaman el Río del Olvido y dicen que quien se baña en sus aguas olvida todo recuerdo. El ciego Tiresias me sugirió que me sumergiera, pero le dije que no, que mi vida no era muy larga aún y que no pretendía olvidar nada. No me molestaban mis recuerdos, sino mi condición. Fui hecho para el combate y no lograba conseguir oponentes. Mis posibilidades –dijeron– eran infinitas, mas no consiguía cristalizarlas. Hay hombres que fueron hechos para el amor y no consiguen amar, en cambio, lo logran con facilidad aquellos que fueron hechos para la vileza y la mediocridad. He conocido historias de hombres débiles –de cuerpo y espíritu– logrando grandes hazañas seguramente susceptibles de postreras narraciones. Muchos de estos hombres tienen un lugar en los Campos Eliseos y sólo han usado maquinaciones para obtenerlo. Mi naturaleza es heroica, estoy diseñado casi para sortear pruebas imposibles y vencer rivales imponentes. Pero nada de eso va a pasar. ¿Quién tiene la culpa? Nadie o acaso todo el universo, imposible saberlo. Además ya no importa, el lugar que me gané es el Tártaro. Aquí comparto este vacío oscuro con el arrogante Tifón y los impíos alóadas. El primero osó desmembrar al gran Zeus y los segundos amenazaron con violar a las diosas del Olimpo. Sin embargo, esas omnipotentes actitudes se les esfumaron de sus pechos cuando blandí mi oro frente a ellos. Ni siquiera los huracanes que pululan en este abismo se atreven a acercarse a mí.
Mi peregrinaje por el Orco me llevó a la morada de las Furias, allí las vi, eran hermosas. Tisífone, Alecto y Megera eran sus nombres. No las desafié, jamás me atrevería. Me dijeron que sabían la razón de mi presencia allí y que era el Tártaro el único lugar donde podía encontrar criaturas tales que se atrevieran a pelear conmigo. Llegué, a la postre, donde termina el Orco. Vi un precipicio negro y a un hombre con un yunque en sus manos. Me dijo que se llamaba Hesíodo y que estaba haciendo un experimento. No le di más importancia y me lancé al oscuro abismo. Nueve días con sus noches estuve cayendo. Toqué el suelo justo frente al lúgubre palacio de Nix. La diosa me dijo que me encontraba en la entrada del Tártaro. En vano, como saben, me emocioné, ¡por fin cumpliría mi propósito en esta vida! Caminé durante días. Llegué, incluso, hasta el punto donde se cruzan el día y la noche, y más allá fui. La desolación que en ese lugar se aprecia es espantosa.
Finalmente llegué al Tártaro, prisión de los peores. Me detuvieron los Hecatónquiros (Cotto, Gigias y Briareo) interrogándome acerca de mi presencia por allí. Les expliqué todo y luego pregunté si por acaso alguno de ellos no querría batirse conmigo. Me dijeron que conocían mi fama y que no podían arriesgarse a perecer puesto que era su obligación custodiar a los prisioneros de la Prisión de Bronce. Me hicieron saber, por consiguiente, que adentro mismo del Tártaro sin duda encontraría rivales ya que los monstruos más terribles están condenados ahí. No obstante, me advirtieron que por designio de las Horas, nadie que entrara a esta prisión podía salir jamás. De modo que tuve que elegir. Vivir encerrado o vivir en libertad pero sin hacer aquello para lo que fui hecho. Decidí finalmente entrar. Todos ya saben cómo terminé, prisionero para siempre y obsoleto aún. Elegí mal, debería haberme ido en libertad. Hoy entiendo que estamos hechos para elegir, que nadie nos determina a priori. Veo a los hombres, que están hechos para amar, pero deben hacerlo a toda costa, aunque queden prisioneros.
Esta es mi historia, soy el hombre destinado a hacer mucho pero que nada ha hecho. El guerrero de trascendente fama, pero del que nada se sabe. Mi nombre, lo repito, es Crisaor.

Texto agregado el 23-05-2007, y leído por 693 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
31-05-2007 Dejame felicitarte, definitivamente tienes una capacidad de transportar al lector a otros universos, tus escritos son coherentes, bien elaborados y fantásticos, me encantan, me gusta la manera en que relacionas historias e incluso personajes, aún siendo dificil de recordar los nombres, recuerdas para siempre la esencia que es lo más importante, muchas felicidades! te dejo mis 5* y espero que lleguen muchas más ya que te lo mereces!. Stardust
 
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