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UN DESCUBRIMIENTO EN LANZAROTE


Era verano. Una suave y juguetona brisa acariciaba mi desnuda y bronceada piel.
Me desperté casi antes que el sol, que desperezándose me ofrecía un inigualable concierto de colores; cada cual parecía saber en qué justo lugar debía estar en cada momento para que se conjugase a la perfección la impresionante sinfonía visual.
Desde un mirador preferente y salpicado aún de sueño, la isla tranquila me contagiaba una calma que muy bien podría proceder de las antiguas lavadas de cara de sus majestuosos volcanes. Sus viejos llantos adornan miles de paisajes siendo estos un verdadero manjar para la vista que se puede bañar también en unas casi inmóviles aguas cristalinas de diferentes azules, mar que me deslumbraba por su grandeza vestida de belleza, y se confunde con un cielo a prueba de horizonte, línea que aunque existe, al ojo humano le es difícil distinguir desde aquí.
El blanco y verde de las casas contrasta con el negro de sus tierras, de sus piedras, dando una especial elegancia a la orgullosa y bonita isla.
Poco a poco, tanto los habitantes del lugar como los turistas, se despertaban en un día que yo conocía más que ellos.

Un cosquilleo llamó mi atención. Agaché entonces la vista, y esta se tropezó con una hoja que acariciaba uno de mis tobillos. Estaba escrita a mano. Me dispuse a dejar de contemplar tan bellos paisajes para centrarme por un momento en las olas de tinta que tatuaban de azul el blanco del papel. Tomé asiento en una de las blancas sillas reclinables y me dispuse a leer:

“Su memoria había perdido agilidad con los años, desde hacía muchos, se le podía ver acompañado por un viejo y desgastado bastón que siempre llevaba consigo.
Lejanos, muy lejanos le quedaban los momentos vividos en pareja, su mujer le había abandonado hacía mucho tiempo. Tomó sin quererlo el camino del no retorno llevándose con ella parte de él. La quería con locura y tuvo que aprender a vivir sin ella aquella larga y desde entonces cómica vida en la que su amor se disfrazó para siempre de nostalgia.
Los días que pasearon por el mundo su querer quedaban ya tan lejos que hasta muchos de sus recuerdos a veces se alejaban y difícilmente conseguían volver. Por suerte, aquellos pequeños detalles tesoro, esos que lucían como luciérnagas por encima de todos, volvían recordaban el camino de vuelta como las olas que aunque se alejan despacito y acariciando, vuelven con más fuerza de la que partieron.
Su mente, a veces oasis, otras veces espejismo, aquel día recordó la colección que permanecía muda en el salón ahora visitado únicamente por la mujer que realizaba las labores de limpieza.
Se aproximó al lugar ayudado por su fiel amigo de madera desgastada. Sintió sus recuerdos cubiertos por telarañas que el tiempo se había entretenido en tejer, en ocultar en las sombras de su vieja y a veces oxidada memoria.
Abrió la puerta, subió con esfuerzo las persianas y el brillo de los recipientes de cristal saludó al anciano. No recordaba que fuesen tantos, pero no cabía duda, eran ellos. Estaban bien alineados y en formación. Delante los recipientes que atesoraban los contenidos más importantes, detrás los igualmente guardados con sumo cariño.
Con la vista visitó cada uno de ellos, como si pasase revista a unas imaginarias tropas, pero no le fue suficiente, su vista necesitaba la ayuda del olfato, del tacto. Tomó con mucho cuidado un tarro en el que un pequeño letrero hecho a mano anunciaba su procedencia. Lanzarote pudo leer con la ayuda de sus veteranas gafas. Abrió el recipiente y con los ojos cerrados se lo llevó a la nariz, hizo esfuerzos para oler el contenido mientras una nube descargaba sobre él una lluvia de recuerdos:
Sus jóvenes cuerpos celebraban una luna de miel oculta ahora por tantas otras lunas que era difícil recordar. Las piedras y la tierra de Lanzarote depositadas en el tarro habían sido cogidas con mucho cariño por ella hacia ya tanto tiempo, ahora se esforzaban en brindar al hombre todo su aroma almacenado allí por años. Sacó del tarro varias piedras que acarició con manos temblorosas. Las acarició como si fuesen las manos de su amada. Las besó antes de dejarlas de nuevo en su lugar sintiendo en sus labios la frialdad de su textura.
Buscó en su escritorio papel y pluma estilográfica, a la que torpemente le puso tinta.
Pensó en su nieto, en sus otros familiares vivos.
Terminó de escribir la nota y la dejó sobre la mesita del centro del salón.
Él, que al principio había echado en cara a su mujer el ir acumulando tierra y piedras de todos los lugares por los que paseaban su amor, ahora estaba contento de poder rememorar aquellos felices días con tan bellos y hermosos testigos.
De nuevo se aproximó a los recipientes de vidrio. Cogió el de Lanzarote, lo abrió y dejó caer su contenido sobre una de sus manos. La tierra y las piedras resbalaron y se precipitaron contra el limpio suelo. Fue en busca de más tarros e hizo lo mismo, esparció sus contenidos. Transcurrió una hora empleada en cubrir el suelo de piedras y tierra, después se sentó sobre él. Su cansada mente estaba llamada a hacer un último esfuerzo. Muchos recuerdos se mezclaban y bailaban entre sí. Se sentía transportado a otros tiempos, a otros lugares. Poco a poco y muy feliz se fue estirando en el suelo pensando y rememorando lo vivido.
Al día siguiente la mujer de la limpieza lo encontró muerto.
Se percató del rictus de su cara. Parecía que había fallecido sonriendo.

El nieto leyó la nota en la que el abuelo pidió ser enterrado en compañía de aquellos elementos naturales que le acompañaron en vida, y que le acompañaron también en su último viaje, ese en el que no le hacía falta bastón.

Dicen que el alma del viejo se alejó del lugar portando la mochila de sus recuerdos a rebosar. Iba en busca de su mujer sabiendo que su nieto cumpliría sus deseos”

-Perdón caballero ¿Me puede devolver esa hoja?
-¿Es suya?
-Sí, iba tras ella cuando usted la cogió, y al ver que la empezó a leer…
-¿Era su abuelo?
-No, es un cuento. Soy, por decirlo de alguna forma, un proyecto de escritor.
-¿Reside en la isla? ¿Tiene más cuentos escritos?
-Perdone pero ¿Puedo saber a qué vienen tantas preguntas?
-Ya, entiendo, es que estoy de vacaciones y…
-¿Y?
-Soy editor.
-¿De verdad?
-¿Por qué razón tendría que mentirle? Tenga mi tarjeta, llámeme por teléfono, pero hágalo dentro de tres semanas, recuerde, estoy de vacaciones.
-Descuide, eso haré y muchas gracias.
-Gracias a ti, muchacho.- Le dije mientras mis ojos ya estaban de nuevo disfrutando del maravilloso paisaje que me rodeaba.
Preciosa isla.

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Quiero dar las gracias por el pulido del texto a:
CLARALUZ

Texto agregado el 26-05-2007, y leído por 111 visitantes. (0 votos)


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