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Las cuatro mujeres que visitaba durante aquellos años en Checoslovaquia deben estar pensando en mí ahora. No es vanidad pero cuando yo estoy así, como a la deriva, es porque allá en Praga mis amigas han soltado a las salamandras y a las ninfas. Seguro que andan de ritual y el fuego ardiente que encienden cuando se reúnen libera a unas y eleva a otras.
Cuando ellas activan su magia mi vida empieza a dar vueltas sin parar, me siento alterado, nervioso, como si millones de mariposas estuvieran aleteando dentro de mi panza. Y empiezo a extraviarme. Me doy cuenta que algo raro está pasando porque bajo las escaleras de mi casa y mi mano, sola, se aferra con fuerza al pasamanos. Cuando llego al último escalón me detengo de repente, necesito apoyarme en la pared, y no llego a distinguir si el remolino que me deja desorientado ocurre a mi alrededor o bien en mi interior. No recuerdo haberme vestido pero me miro al espejo y tengo puesta una remera color violeta con un círculo negro y perfecto dibujado en el centro, unos jeans azul oscuro y las zapatillas blancas que acostumbro usar en mis largas y solitarias caminatas. Me atrevo a mirar el rostro que se refleja, pero tan sólo un instante, y es que por primera vez en mucho tiempo vuelvo a reconocer al hombre cuya imagen viene a mi encuentro. Es Ezequiel Dumuzi quien me mira interrogándome. Para dónde vamos, qué hacemos me pregunta, pero no tengo respuestas para darle.
Salgo a la calle a buscar un lugar a dónde ir. El frío no suele ser un problema para mi, pero este invierno está siendo extremadamente duro y yo estoy desabrigado. Tendría que ir en busca de un sobretodo o un gabán para resguardarme del clima, pero en vez de hacer eso sigo caminando. A los pocos minutos se ha creado en torno a mi algo así como una barrera que siento me protege del frío y me hace experimentar una agradable lluvia de calor, infinitas y minúsculas gotas me acarician, mientras los demás pasan a mi lado envueltos en bufandas y pasamontañas.
Entro a locutorios sin saber a quien quiero llamar, me siento en esas banquetas incómodas y pienso y no se me ocurre nada para decirle a nadie. Entonces marco un número cualquiera y cuando me atienden digo el número que disqué y le cambio el último a propósito. Cuando me dicen “equivocado”, asumo mi condición, pago 0,25 centavos y me voy tras los pasos de la primer persona que veo al salir del local. Así llego a una avenida saciada de autos. Me invade la necesidad de atravesarla, de romper esa corriente incesante de vehículos que pasan frente a mis ojos. Pero mi cuerpo se queda quieto. Mi vista es atraída por el semáforo que está en rojo, y mientras espero se repiten en mi mente una y otra vez pensamientos como “Mantené la calma, tené paciencia”. Ninguno de ellos me pertenece, y entonces me doy cuenta que ya ni pienso, soy pensado. Nada de lo que estoy haciendo responde a mi voluntad, estoy siendo arrastrado, empujado, obligado a transitar hacia un destino final que desconozco. Y camino los pasos que a través del inconsciente me están siendo dictados, recorro la senda que en este preciso momento trazan para mi quienes hace un tiempo fueron mis maestras.
Cuando estas mujeres sueltan a las fuerzas elementales se me vuelan las neuronas en un frenesí eléctrico de millones de voltios, y a los que ellas han enseñado algo, por más mínimo que fuera, se nos viene encima la poderosa energía de ser partícipes activos de la vida que nos toca vivir. Y me acuerdo de las cuatro y me río. Las conozco por su nombre pero también por el color de su pelo, tan importante para ellas. Está la más anciana de cabellos blancos, la rubia, la pelirroja y la más joven de todas, con su cabellera negra.
Me imagino que deben estar sentadas en su mesa redonda, pintada de amarillo para convocar al poder solar. Al centro, el velón blanco en forma de medialuna con sus cinco llamas encendidas anuncian a los Dioses nuestro encuentro, ellas en Praga y yo en Buenos Aires. Al frente el altar, adornado con granadas y manzanas, calabazas y crisantemos, en memoria de quienes ya no están en el plano material, perpetuando la idea que me transmitieron de que lo físico es una entre varias realidades y que las almas no mueren. Y saludan a los cuatro puntos cardinales, giran contra las agujas del reloj y en el caldero empiezan a quemar distintas hierbas para llamar al espíritu de estas sabias plantas. Mirra, agujas de pino, madera de cedro, canela y otras arden dejando a través de sus humos el aroma que puede transportar al adepto a espacios y tiempos inmemoriales. Nunca supe cómo, ni mis maestras me lo explicaron, yo acá en mi ciudad puedo ahora parado, esperando que el semáforo cambie para poder cruzar la calle, oler y reconocer en la tibia y fragante brisa los aromas exóticos que llegan desde tan lejos hasta mi. Es un aire suave y penetrante que viene a buscarme desde atrás, me produce un escalofrío y mi cuerpo se contrae. Me impulsa hacia delante, llega hasta mi nuca, luego hasta los pabellones de las orejas y recién entonces alcanza mi nariz, uniéndose con mi olfato en vínculo místico.
Un golpe en el hombro me despierta de mis cavilaciones, es la gente que apurada cruza la avenida. Me empujan, se tropiezan conmigo como si no estuviera ahí. Pero estoy y los golpes duelen, así que me adelanto corriendo entre la muchedumbre y por fin llego hasta la otra vereda. Y justo en la esquina, una mujer me atraviesa con su mirada.
Como si hubiese estado esperando a que yo llegara me sonríe. Su apariencia es más bien extraña pero me siento atraído y me acerco hasta donde ella se encuentra. Es de mediana estatura, pero es su pelo color caoba y sus penetrantes ojos azules lo que llama mi atención y me incita a arrimarme más y más.
- Hola Ezequiel, ¿cómo estás? – me dice rompiendo el silencio que nos aísla del mundo.
- ¿Te conozco?.
- A mi no, pero conocés a mi madre.
La brisa golpea suavemente mi espalda y el rostro de la pelirroja se proyecta en mi mente. Es su hija.
- Qué casualidad, hoy estuve pensando en ella y sus compañeras todo el día – le digo, y espero ansioso su respuesta a ese comentario.
- Necesito que me acompañes, Ezequiel.
- Esperá, decíme al menos cómo te llamás.
- Galadriel, pero ahora no podemos seguir hablando. Vení, seguíme.
Y tomamos una calle que a diferencia de todas las demás se encuentra desierta. No hay negocios ni gente caminando, sólo casas bajas con ventanas dispuestas al azar. El bullicio desaparece a cada paso y por un momento creo estar soñando.
No estoy seguro de qué hora es, pero por el color del cielo, que ya comenzó a teñirse de un pálido violeta con suaves destellos rosados, presumo que ya son más de las seis de la tarde. Otra vez aquella brisa perfumada me alcanza regalándome ahora un penetrante aroma a anís estrellado. Y mientras a mi alrededor todo aparece alterado, las casas, las gentes, el paisaje se desvanece, dentro mío las piezas comienzan a ordenarse. Desde un rincón escondido de mi memoria surge una frase que Sheila, la rubia, solía decirle a la gente que iba a verla. “Todo se desordena y todo se ordena simultáneamente”, y callaba, un extenso y hondo silencio que todavía resuena en mis oídos.
- Es muy interesante esta experiencia, pero para dónde estamos llendo – le pregunto a Galadriel, tratando de iniciar una conversación.
- A un lugar, a terminar algo.
- ¿Por qué yo?, ¿por qué me eligieron a mi?.
- No te eligieron ellas, lo elegiste vos hace mucho tiempo. En uno de tus viajes a Praga hiciste a los Dioses un pedido muy importante, un deseo que aún hoy arde en tu corazón, y ellos han dispuesto que ha llegado el momento de realizarlo.
Debieron pasar unas tres horas, ya se vislumbran algunas estrellas en el firmamento. Un viento apacible nos acompaña, nos transporta como si flotáramos por la ciudad que se esfuma a nuestro paso. Cierro los ojos y me dejo guiar por la corriente que se manifiesta sin hacerlo, invisible pero perceptible por mis sentidos más profundos.
- Llegamos, es acá.
Estoy frente a una construcción imponente. Pienso que puede ser un hotel o un restarurante inportante. El frente está decorado con mármoles color verde esmeralda. A un costado de la puerta, a la derecha, veo un cartel del tamaño de una caja de zapatos donde se lee: Centro de Estética y Relax. Salones VIP. Chicas entran y salen agitadamente, con vestidos provocativos, con incinuantes figuras; me miran y siguen de largo sin quitarme los ojos de encima.
- ¿A un sauna me trajiste? – le pregunto totalmente desconcertado.
La colorada no me contesta, pero de nuevo se le dibuja en la cara una leve sonrisa. La recepcionista la reconoce en seguida, puedo verla a través de un vidrio esmerilado celeste como un topacio. Presiona un botón y nos abre la puerta, me observa un instante y me da la bienvenida muy atenta, como si ella también hubiese estado aguardando mi llegada.
- Hola Ezequiel, qué bueno que llegaste a tiempo – me dice.
Miro el reloj que cuelga en la pared detrás de la recepción, marca las diez y media.
- Primero vamos a ir en busca de las velas y el pentagrama.
Veo en su identificación que se llama Nicole.
- Mientras te preparan el baño de menta – agrega.
- Sos morocha – le digo.
- Si, ¿por qué?.
- Por nada, me gusta mucho ese color.
- Bueno, gracias. Ahora te voy a indicar hacia donde tenés que ir. Tomá, esta es la llave de la habitación 213. Ahí están las velas y algunas otras cosas. Las agarras y te las llevas a la 245, donde va a estar todo listo para que te des el baño del que seguramente ya te hablo Galadriel. Recién entonces te podés ir. ¿Es claro, Ezequiel?.
- Si, Nicole.
Doy la media vuelta para ir hasta el ascensor, pero escucho que la recepcionista me llama. Espero me diga algo más, que me revele algo de este misterioso día.
- Ezequiel.
- ¿Qué?.
- Te olvidaste las llaves de la habitación 245.
- Ah, tenés razón, disculpáme.
Y me subo rápido al ascensor, amplio y sofisticado, que me espera con sus puertas abiertas.
La primera habitación a la que tengo que ir queda en el tercer piso. Cruzo el pasillo alfombrado hasta el final del corredor y mis ojos se clavan en el número 213 que está exquisitamente tallado en la puerta de roble que me separa del cuarto. Introduzco muy suave la llave en la cerradura y con una sola vuelta logro penetrar en ese enigmático espacio.
Una mujer, de cabellos dorados, me invita a pasar.
- Mi nombre es Sherill. Tengo acá algunas cosas que vas a necesitar para concluir con el “rito de pasaje” del que hoy sos parte fundamental. En tu nombre se ha invocado a los Dioses, se les ha solicitado ayuda y protección, por eso sos vos quien debe terminal este ritual.
Mientras me habla me alcanza una canasta con cuatro velas.
- Las dos velas rojas son para que tus metas y objetivos se cumplan, las rosas son para propiciar el romance, la fertilidad y el amor fraternal. Es indispensable que las dispongas en la bañera en dirección a los cuatro puntos cardinales. Ellas iluminarán la oscuridad que te rodea.
Después me entrega un trozo de madera. Tiene grabado un pentagrama, con un símbolo en cada una de sus puntos.
- ¿Qué son estos símbolos?.
- Son letras del alfabeto hebreo. Te protegerán a ti y alos que vendrán.
En otra canasta hay algunos sahumerios, hierbas y flores de estación, como violetas, geranios y nardos. También hay avellanas y muchas manzanas.
- Tenés que hacer un círculo alrededor de la bañera, y sobre el piso esparcir las distintas flores, encender los sahumerios, colocar el pentagrama donde puedas verlo y desparramar las otras cosas que están dentro de las canastas.
- ¿Después de este ritual mi deseo se concretará?.
- Si vos lo crees, así será – me contestó Sherill y se fue.
Así que solo me queda ir a tomar el baño de menta. Llego a la habitación 245, sigo paso por paso las indicaciones que me dieron. Preparo cada detalle mientras el vapor se intoduce en cada poro de mi cuerpo, el delicioso olor a menta se penetra muy despacio dentro mio y me inunda y me deleita. Una vez que todo está listo, me sumerjo en el agua tibia. Y lo único que recuerdo de los cuarenta y cinco minutos que paso allí dentro es una imagen. Mi mujer con un bebé en brazos. Una aureola dorada los protege, los envuelve. Ella sonríe y el también, es un varón.
Son las doce de la noche en punto según el reloj de la recepción. Es hora de volver a mi casa, Analía debe estar preocupada y yo estoy desesperada por verla. Me subo a un taxi, apoyo la cabeza contra el vidrio y mientras espero el final de este viaje recuerdo unas palabras que la más anciana de todas, la de cabellos blancos, solía decir. “Sin los Dioses no existiríamos nosotros, y sin nosotros no existirían los Dioses”.



Texto agregado el 24-07-2002, y leído por 606 visitantes. (0 votos)


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