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Llegó hace una hora. El humo de su cigarrillo le cruza a ambos lados del rostro. Le calculo cincuenta y algo de edad. Pelo cano ondulado, nariz prominente y barbilla afilada; quizás algo obeso pero de buen talante. Blanca al diez, banda derecha, buchaca… ¡Bola al hoyo!
Deja la colilla a un lado de la mesa, cierra el ojo izquierdo, fija la vista en la bola once, y dispara… ¡Fallaste!, se me escapa, y él me mira con ojos de animal asustado. Es mi turno.
Cojo el taco, nervioso; tomo la tiza y la desparramo en la punta. Me tomo treinta segundos, quizás algo más en lanzar la bola; por puro joder, no más…
Golpeo la bola blanca y ésta, rodando simétricamente entre las bolas catorce y quince, choca contra la banda derecha, vuelve al centro, e impulsa de refilón la bola café hacia el agujero: ¡buchaca! “Un tiro con suerte, más bien un cuevazo”, pienso.
Alzo el taco y depositando el peso de mi cuerpo sobre la mesa, tiro nuevamente… ¡Doce al hoyo!
Luego de una pausa, tomo un trago de cerveza, abro el frasco de tiza y me espolvoreo las manos. Necesito más concentración para el siguiente tiro. Me agacho, respiro hondo y luego de una tensa espera, me abalanzo sobre la bola blanca dejando escapar un ligero jadeo: ésta golpea primero la quince y después la trece, pero la violencia del disparo esquiva la trayectoria golpeando en el vértice opuesto de la buchaca y rodando lentamente se detiene próxima a la abertura contraria: “Putas, la dejé pagada”, susurro entre dientes.
Mi oponente, cabizbajo, camina con su taco en ristre en dirección a la bola. Parece que el peso de sus años hubiese ablandado sus huesos: “No parece ser él”, pienso. El hombre se inclina ceremoniosamente sobre la mesa, traza trayectorias imaginarias con su mirada, y al cabo de unos segundos, que me parecen eternos, lanza el tiro... ¡Trece al hoyo!
Desde donde estoy adivino su próxima jugada: la bola catorce arrimada a un costado de la mesa forma una línea recta con la bola blanca y va a ser lanzada al hoyo de la esquina por un efecto de carambola.
En efecto. Mi adversario toma posición y confirmando mi pronóstico logra encajarla de lleno… ¡Catorce al hoyo!
Después del tiro, mi adversario dirige una mirada sobre mi hombro. No es a mí a quien observa, desde luego, sino al tablero marcador en donde se han ido depositando alternadamente las primeras catorce bolas: diez arriba y cuatro abajo. Sé perfectamente que la suma de mis bolas va en desventaja y en la mesa de paño verde va quedando solamente una: si mi enemigo errara el tiro me quedaría a mí la chance de echarla adentro y con la suma de esos puntos me alzaría con la victoria.
El hombre se pasea impaciente alrededor de la mesa sabiendo que puede ser su última jugada. Al pasar a mi lado siento su respiración jadeante, el olor de su loción y el hálito de su propia fragancia impregnada en mi piel. Pasa delante de mí y cruzan con él también los veinte años de mi vida.
No es la urgencia de saber cómo terminará este juego, sino las ansias contenidas de mi alma las que se asoman por las compuertas de mi orgullo. “No es el momento”, reflexiono.
Mi contrincante toma posición detrás de su taco. La bola de la discordia está situada en la banda superior y la blanca está situada en el extremo opuesto formando con relación a la primera un ángulo de 45º. Mi oponente, con claras muestras de nerviosismo, se lleva a la boca la colilla apagada de su cigarro y al percatarse de ello suelta una sonrisilla torpe. En su cara rechoncha aquella mueca le da un curioso aspecto de cerdo ridículo. Yo, parado justo delante de él, agarro el taco con mis dos manos frotándolo deliberada, simbólicamente.


A través de los poros de mi piel aflora una copiosa sudoración. Mi cuerpo comienza a moverse nerviosamente como siguiendo el ritmo acompasado de una vieja melodía; pero pronto descubro que no es así, que son los latidos de mi corazón en sincronía con mis pies.
Mi mirada envuelve la figura de mi adversario, y desde mi posición descubro de pronto la mirada pétrea y empequeñecida de sus ojos clavándose en los míos. Un extraño estremecimiento se apodera de mí. Aquel instante de mutua contemplación parece dilatar el tiempo. “El tiempo, el maldito tiempo”, reflexiono. Ni modo, qué más da…
El hombre baja el rostro y en su expresión adivino un aire cercano a la resignación. Al verlo así, un rencor adormecido se despierta abruptamente en mi interior; a pesar de mis esfuerzos por controlarlo, este viejo sentimiento que creía sepultado me punza en lo más íntimo, y alienta en mí el deseo de verlo derrotado, de contemplar sarcásticamente la expresión de su rostro cuando al fallarle el tiro me dé la oportunidad de liquidarlo: son veinte años esperando este momento.
Mi oponente toma posición de tiro. Se echa sobre la mesa y graduando la punta del taco dirige la vista hacia un ángulo imaginario situado al otro extremo de la mesa. Lo veo trazando trayectorias, calculando efectos, midiendo intensidades, hasta que un sonoro tacazo inaugura la última jugada…
Caprichosamente, la bola blanca recorre su silencioso camino, y luego de una fracción de segundo -que a mí vuelve a parecerme eterno-, choca ruidosamente contra su objetivo, impulsándola en sentido contrario. La quince recorre centímetro a centímetro el camino de vuelta abriéndose en ángulo agudo. Al cruzar la banda central, un deseo apremiante se abre de pronto en mi conciencia como un perentorio sentimiento de justicia…”No es bueno desear la derrota de tu adversario”.
En una fracción de segundo me deshago de mis aprensiones y finalmente opto por dejarlo todo al azar,… sólo al azar.
Como era de esperar, la bola quince desaparece en la buchaca y se van con ella también mis esperanzas de triunfo. ¡Quince al hoyo y juego!, dice mi oponente.
Pero lejos de ufanarse como lo haría quien lograra la hazaña de derrotarme -pues antes que él llegara a este pueblo olvidado era yo el campeón de la provincia-, el hombre deja el taco sobre la mesa, mete las manos a sus bolsillos y se queda parado delante de mí, contemplándome en silencio.
A pesar de mi derrota y del descrédito público que esto significará para mí, siento en mi corazón un sentimiento cálido que va opacando mi orgullo, transformándose en tierna resignación.
Sin poder evitarlo, una o dos lágrimas ruedan por mis mejillas, y de pronto, como si explotara en mi interior una emoción de vida, comienzo a sollozar igual que un niño perdido entre los brazos de aquel desconocido que me acurruca contra su pecho y que me susurra al oído como ningún hombre lo había hecho jamás:
-Hijo…, Hijo mío:… ¡Perdóname…, Perdóname!-.















Texto agregado el 20-06-2007, y leído por 127 visitantes. (0 votos)


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